6/27/2007

Sin palabras

A la hora de emitir juicios cada quien hace su esfuerzo. Las ideas, balas explosivas construidas luego de darle y darle a la razón, al mundillo escurridizo de la pensadera o después del consabido insomnio, exigen el trampolín que las hará salir a flote, es decir, piden a gritos la presencia del lenguaje.
Hasta aquí todo de maravillas. Pero ya sabemos, una buena idea, empaquetada en una serie de chasquidos horrorosos sin pie ni cabeza, lo más seguro es que goce de mucha pena y poca gloria. Claro, todo lo contrario también suele ocurrir: el vacío, la cáscara sin contenido mínimo cobra vida (vida gris, obvio, pero vida al fin) cuando un pico de oro suelta frases rimbombantes, edulcoradas con el ingrediente de lo que busca transformarse en relumbrón. Aquí es donde más de uno se encandila, y para cuando logra acomodar los ojos casi siempre es demasiado tarde.
En lo particular, desde muy joven me ha llamado la atención ese rompecabezas gigantesco que es un idioma. Sin él nada somos, pero lo más sorprendente es que en el toma y daca en que nos enfrascamos diariamente por la vida y por labrarnos un lugar en ella, el lenguaje nos eleva o nos aplasta, nos da oxígeno o nos hunde en la asfixia balbuceante.
Como una vestimenta que aún sin saberlo nos echamos encima, las palabras, a todo pulmón, lanzan pedazos de lo que vamos siendo: retazos deshilachados de una confusión andante que apenas si da para medio comunicarse, o fogonazos de coherencia y elegancia sustentados en el decir. Casi huella digital, la verdad es que del uso idiomático terminamos por depender, al punto de que en demasiadas ocasiones acabamos esgrimiendo (este escrito es muestra de ello) mucho menos de lo que en realidad nos propusimos.
Yo, que cuando empiezo a sentir las punzadas del aburrimiento me desconecto de todo cuanto parezca poco divertido, disfruto de lo lindo, por ejemplo, observando a los demás en la faena de lidiar con el lenguaje. Como si de una tarde de toros se tratara, veo a algunos, capote en mano, desplegando con destreza lo que les sirve para manifestarse, mientras que otros caen sin remedio destrozados por la bestia que tienen enfrente. Clase aparte es la que conforman nuestros tristes políticos (noten ustedes la relación entre la falta de habilidad para expresar ideas, si es que ellas están, y el desastre que procuran), quienes parecen no pasarla nada mal mientras dan la cómica lingüística. La mayoría sólo dice lo que puede, muy pocas veces lo que quiere. Qué más da.
El trampolín que posibilita el hecho en apariencia comido y digerido que es la comunicación, eso que permite “decir y decirnos”, como afirmó alguna vez el poeta, parece que anda de lo más enfermo. La palabra, otrora cultivada con el exacto cuidado que significa saber lo que ella implica, hoy se la pasa huérfana de usuarios y aporreada de cabo a rabo. Basta con ver a un político morir en el intento. Vale la pena observar sus pataletas, preso de sí mismo en el intento de pegar un sujeto con un predicado.
A falta de lenguaje, por supuesto, sobran las telarañas. Será por eso que entre estos señores reina en estado puro el despelote. Será por eso.

6/14/2007

En la ducha

Metido en la ducha doy con la clave. A veces hace falta darse una vuelta y mandar a la porra eso que nos trae de cabeza, sobre todo cuando a eso se le antoja enmarañarse más y más al punto de lucir total extravagancia.
Y lo hice. A la porra fue a dar el socialismo del siglo XXI. Confieso que por un instante traté de hallarle explicaciones, insistí en darle un tiempecito, algo así como cuando alguien toca a tu puerta, justo a mediodía, y en vez de un portazo decides esperar unos segundos, con la secreta esperanza de que se largue ante la falta de interés. Nada. El vendedor, por supuesto, termina haciendo de las suyas. Por fin, entre el almuerzo y el teléfono que suena, cae un monolito hecho frase: “no estoy interesado”. El tipo de Rena Ware se lleva su música a otra parte.
Pero recordemos que me estoy bañando. Entonces resbaló otro monolito desde las alturas del champú: “revolucionaria fórmula rica en Biobalance Oil Complex”, todo lo cual, según dice más abajo en la etiqueta, viene aderezado con “Clean Exterd Silicons”. Eureka. Eureka, Eureka y mil veces Eureka. Que un líquido para limpiar el pelo sea un líquido revolucionario, a todas éstas, logró que frunciera el ceño. Pero lo otro, el Biobalance, el no sé qué Complex y para remate de males aquello del Exterd Silicons, la verdad es que fue la gota que derramó el vaso, además de la aclaratoria del misterio.
La revolución bolivariana tiene mucho de champú. El socialismo del siglo XXI, si a ver vamos, es primito hermano del Exterd Silicons, no sólo por lo revolucionario sino por lo estrictamente hueco. Tan hablachento es lo uno como lo otro. Echándole una mirada algo más profundilla, uno llega a la conclusión de que la publicidad es la madre de esta indigestión léxica. ¿Qué significan todas esas frases? ¿Qué traen a colación? ¿Qué sugieren o qué explican? ¿Qué denotan en el ámbito de los conceptos? Respuesta: nada en lo absoluto. Desde el horizonte semántico son disparates que se muerden la cola, es decir, no dicen media idea queriendo decir algo. Sirven, eso sí, para la venta. Suenan bien. Llenan con aire un vacío.
Pero hay más. El desabrido socialismo del siglo que recién empieza, frase monumental, punta de lanza a la hora de las loqueteras ideológicas, remolcó del sanatorio par de polizontes la mar de rimbombantes. El socialismo del siglo XXI se encaramó en la espalda dos chasquidos de la lengua, que a la sazón son la misma paja pura: "refundación" y "reinvención". A estas alturas, ya en bata, frente al espejo, cojo el cepillo y lo unto con dentífrico. Me doy cuenta de que aquél vino con cerdas nada menos que “Cross Action”, asunto sospechosamente legible en el mango de mi Oral B, cuestión que me pone los pelos de punta. Si no fuera porque el alto gobierno, pobrecito, va de mal en peor con eso de los espías, el terrorismo, el golpismo y el fascismo, comenzaría a darle vueltas a la idea del complot contra un simple ciudadano. Como la CIA es de oposición la enviaría al diablo desde ya. Pero la inteligencia gobiernera pudiera estar detrás. Son casualidades, comprenderá usted, para ser tomadas muy en cuenta. Primero el champú y luego el cepillito: la revolución metida hasta en el baño.
Pero a lo que iba: desde "refundar" la patria hasta "reinventar" la CVG, la champuceada de estos personajes, o sea, el dentífrico que se comieron tanto refundadores como reinventores, produjo efectos cuyo desbarajuste es a la enésima. Todavía giran fuera de órbita. Sin un mínimo cambio más allá de las palabras, juran por el Che, por Fidel Castro o por Mugabe, qué más da, cambiar la realidad. Entonces la inflación se viene a pique, el desempleo hace zas y coge su camino, el hampa agarra sus corotos, monta su cooperativa y se larga, todo gracias al inefable INE, ese Instituto Nacional de Estadísticas con el pelo muy aseado y los dientes pulquérrimos a fuerza de Oil Complex Biobalance y Cross Action de verdad verdad.
Acabo de lavarme los dientes y ya medio neurótico decido hurgar un poco más. Lo del complot y demás, aquello de que el Estado acaba por introducirse en tu closet o en tu baño, según totalitarismos tipo Cuba, exURSS o Corea del Norte, no es cosa de poca monta. Por no dejar examino el gel de baño, que tiene “esferas de vitamina A y E”. Le echo guante al acondicionador, que termina revelando su socialismo del siglo XXI como si nada, pues dice en la carátula que da brillo gracias al “complejo de Hidra-Silic”. Lo de complejo pasa, la verdad, aunque el complejo azucarero explota en plena cara, pero lo de Hidra es ya el colmo. Semejante monstruo sí que no lo aguanto en mi bañera. De la Schick Exacta, quién lo hubiese imaginado, afirma el cartoncito que llegó con “Micro cabezal”. Vaya usted a saber. Pero lo ya insoportable, el non plus ultra de la revolución globalizada cae en el desayuno, justo con el frasco de las vitaminas, potenciadas con “Glucosamine+Chondroitin Plus de FDC”. Esto sí que es socialismo dentro del socialismo, del siglo XXI y hasta del XXII. Lo endógeno endógeno que te alimenta en pastillitas. Al demonio.
A veces falta darse una vueltecita y mandar a la porra eso que nos trae de cabeza. Así es. Haga usted también la prueba.

6/06/2007

Sigmund Freud es el camino

Cada quien se cuelga de greñas freudianas para acercarse a lo que quiere. El universo de los anhelos es tan complejo como caprichoso, y ahí estamos para hacernos sentir: resulta que el ámbito de lo onírico nos trae como nunca de cabeza, al punto de que pegarse el premio gordo, el kino de las ilusiones, pasa por el tamiz del doctor Freud.
Y no es para menos, toda vez que a punta de inflación o desempleo cualquier ingreso explota en caída libre. Arañar por aquí y rebuscarse por allá es una modalidad que ocupa altos lugares en la cotidianidad, asunto nada desdeñable a la hora de buscarle explicaciones a tanto triple, boloñazo y otros juegos.
Pero Sigmund Freud es el camino. Desde que abrió el hueco por donde las antípodas -es decir, la consciencia y la inconsciencia- pueden finalmente darse el abrazo que las pone a merced de la razón, pues nada, basta con una siestecita para que muchos cubran de oro su futuro, o imaginen derrumbados todos los obstáculos. El dinero, mire qué cosas, espera a la vuelta de la esquina.
El mundo de los sueños es también el mundo de las nuevas esperanzas. Como sudar la gota gorda implica sudar la gota gorda, siempre es importante tener a mano el botón de acceso a la felicidad, que dicho sea de paso ocupa justo el tiempo de gritar bingo a mandíbula batiente. Soñar en clave de cheque es el mejor soporte, un colchón para que reboten las durezas de la vida.
Como para el creador del psicoanálisis los sueños consisten en realizaciones simbólicas de aquellos deseos ubicados en el cuarto oscuro, o sea, en el inconsciente, soñar es darse de nariz nada menos que con la concreción de lo que se desea, sólo que para ser desentrañada exige un aporte intelectual, un pelito de neuronas, pide a gritos que la razón introduzca sus pezuñas para que la felicidad reine cuando despertemos. Soñar con la vecina, con el gato y con un primo que no vemos desde los dos años, puede sugerir el cuatrocientos veintitrés. Roncar a pierna suelta y entrever a la tía Juana con cola de gallina y trompa de cochino, quién quita, da para pensar en el ciento veinticinco. Y así.
Con Freud a la vanguardia no caben medias tintas, la vida psíquica anda parejita con esta otra llena de cafés, corre corre y necesidades. Entre lo inconsciente y lo consciente, o lo que es lo mismo, entre el sótano y la azotea, median peldaños que terminan por darle forma a una escalera en caracol. Allá al fondo está su número. Ocupa la suerte el vaivén de sueño y duermevela. Mire usted, quién lo hubiera sospechado.

6/04/2007

No entiendo

Tengo un amigo autodenominado progre que acuchilla mi columna en este diario aunque afirma no leer jamás Correo del Caroní. Mi amigo progre odia el mercado, pero ha escrito libros y usted puede comprarlos en cualquier librería de este país. La otra vez, el amigo progre que prefiere un colectivismo porque sí a una economía menos dependiente de partidos y burócratas, olía a Santos, de Cartier, y se mostraba muy a gusto en el climatizado espacio de su Ford, cosa burguesa por antonomasia.
Lo peor es que mi amigo progre cree ser un progre. Ser progre, claro, a su juicio implica hablar bien de Fidel Castro, escupir la bandera de los gringos y gritar con ardor que la revolución bolivariana es la revolución bolivariana así como su progresía es su progresía. Mi amigo progre espanta la mala conciencia cada vez que pisa el freno de la Explorer en el semáforo donde habitan los waraos, para extenderles una mano progre a la que no le importa desprenderse del dinero que, total, es solaz para oligarcas y único alimento de capitalistas.
Mi buen amigo progre me mira con desdén. Y a veces incluso con lástima. Lo que escribo, afirma, no es más que “prosa occidental”, cuestión que me deja perplejo, o sea en el sitio, por lo traída de los pelos. Como si él fuera taiwanés. Dice mi amigo que la miseria y los más necesitados son la médula y el por qué de un gobierno que se debe a ellos, y cuando termina la frase remata con un rictus en la cara que supongo es tan progre como sus ideas. Entonces coge fuerza y empieza a hablar de las misiones, colmo de los colmos, a lo que interpongo de inmediato la nada progresista barricada de un partido de fútbol. Y así.
Mi amigo progre se siente feliz. Si por él fuera, la pompa de jabón en la que vive envolvería a la Tierra, asunto que hubiera terminado por hacernos más alegres, menos miserables, más sensibles y hasta más inteligentes. Una de las razones de su felicidad es que hoy en día aquí, lo que se dice en Venezuela, la gente sufre menos. Al pedirle las razones, empieza otra vez la misma historia, pero lo detengo en seco: justo cuando se dispone a hablar de las misiones grito goooool, y asunto resuelto. La vinotinto, por lo visto, sirve como tema progre en el abanico de las conversaciones políticamente correctas para un progre.
Las neuronas progres de mi amigo hacen sus sinapsis de manera sorprendente. La realidad que a cualquiera se le quiebra en el pescuezo finalmente pasa como anillo al dedo en su cerebro. Nada. Corrupción, inflación, manirrotismo o demagogia tuvieron fecha de nacimiento en aquel mundo contaminado que dieron en llamar Cuarta República, lo que ameritó a estas alturas fecha de caducidad, variable pero fecha al fin, sin que temblara ningún pulso: 2021, 2030 ó 31, qué más da.
Pero ya digo, mi amigo progre es un hombre feliz, bendito sea. Y bien intencionado, además. Se detiene en los semáforos para lanzar unas monedas, se entusiasma ante discursos del rollizo líder, jura que esta tarde o a más tardar mañana será la invasión yanqui, cuyo fin llegará pronto por mecanismos asimétricos. Cree religiosamente en la ruta de la empanada, del chocolate y del casabe. Yo no entiendo a mi progre amigo, la verdad. Sobre todo porque es más inteligente que progre, pero así es el mundo. Un progre de verdad es otra cosa, por supuesto. Sigo sin entender nada.

El obseso

Hay gente que se preocupa demasiado, y con razón. Existen otros que viven atacados por las penas, por las calamidades, y resulta que buena parte de sus tragedias ocupan sólo algún lugar extraño del cerebro, para el que lo imaginario, en este caso sentirse mal, preocuparse o volverse paranoico, es cosa de lo más normal.
El otro día vi a un tipo en la carrera Upata que es esclavo de sus obsesiones. Resulta que el señor, embutido en flux azul marino, pala en mano se ha puesto a hacer un hoyo cuya desembocadura, según él, lo arrojará a la China.
Luego de ver lo insólito por cualquier costado, aún después de que lo inimaginable se cuele por techos y ventanas -y uno ahí, acostumbrado a presenciarlo-, digo, luego de semejante arsenal, que un hombre enfluxado cave el hueco de su vida porque quiere ir a parar a tierras de dragones, tiene bastante sentido. ¿Asombrado?, vaya a la carrera Upata y ahí encontrará al individuo del que hablo, con su obsesión casi materializada. Y es que hay obsesiones de obsesiones. Unas son políticamente neutras, por ejemplo, mientras que otras llevan su carga de perjuicios, también políticos, que para qué te cuento. Las hay inocuas, muy deseables, porque sirven para pasar el rato, para distraerse en una cola en vez de estar mirando el techo, pero también pululan las verdaderamente patológicas, peligrosas por donde las mires, sobre todo aquellas que afectan a los otros en razón de que aterrizan en la arena pública vía abuso de poder. Pero decía que en la carrera Upata, a mediodía o atardeciendo, el obseso que nos toca ve crecer el hoyo que lo depositará en otros espacios y culturas según avanzan las semanas, y cada vez que mi esposa me pide que la lleve a Pórtico (muy cerca del abismo que les cuento) lleno de curiosidad observo al tipo que un buen día caerá de bruces al otro lado de este mundo.
-Buenos días
-Buenos días
-Trabajando, ¿no?
-Pues sí
-Yo también debería, pero me tomé unos minutos para ir con mi señora a Pórtico, usted sabe.
-Ahhh
-¿Y qué es lo que hace usted?
-Abro un foso que me llevará a la China, y usted?
Un obseso es sólo eso, un obseso, y si a ver vamos cada quien tiene su toque, no me lo vaya a negar. Recuerdo una etapa de mi vida en la que juraba, cada miércoles ya casi anocheciendo, que amanecería engripado. Apenas se hacían las seis comenzaba a molestarme la garganta, por lo que al día siguiente era un tirito al suelo que me despertara hecho un guiñapo. De modo que el obseso de esta calle tiene que ver conmigo, aunque la suya sea una obsesión geográfica mientras que la mía únicamente biológica, pero en fin. Estoy seguro de que usted también guarda sus cuentos, cosa además nada criticable, porque si a ver vamos de músicos, poetas y locos, todos tenemos un poco.
El obseso de la carrera Upata y el obseso que a diario llevamos dentro se parecen bastante. Tengo unos amigos que juegan a los detectives y la obsesión consiste en creerse el asunto de pé a pa. Resuelven crímenes que para la policía resultaron ser unos cangrejos. Usted los ve como dos niños grandes, hurgando en las páginas rojas de los diarios, atando cabos, haciendo deducciones, y llega un momento en que Sherlock Holmes termina por ser un aficionado. Entre el obseso que llegará a la China, el otro que pesca resfriados semanales y quienes aclaran enredos policíacos al más puro estilo de Poirot, media un hilo delgadísimo, tan imperceptible como la obsesión que ahora mismo anda rondándonos la chirimoya.
Y cualquiera piensa que es un dechado de cordura. Viéndolo bien, en lo que a humanos respecta, da la impresión de que todo obsesionado vive en estado natural. Lo otro es locura pura, monda y lironda, eso que notamos en las calles o en la panadería. Creerse normalito, ajeno al diván y al señor Freud es la obsesión de muchos, diría yo. De la mayoría, claro está. Quién lo hubiera imaginado.