4/18/2011

Piernas, lujuria, castidad


I


Siempre he sido así. O mentira, no siempre, no desde que tengo uso de razón. La memoria no me alcanza para recordar cuándo empecé, pero sí puedo decir, sin temor a equivocarme, que ya a los ocho, a los nueve años, me llamaban la atención los hombres, los hombres maduros, grandes, los hombres hechos y derechos, como le decía mi tía al primo Leandro cada vez que éste lloraba por cualquier barrabasada. Es que las hormonas o la psiquis, qué sé yo, tienen al toro cogido por los cuernos. De la niñez, de mi niñez paradisíaca recuerdo como si fuera ayer, es decir, llevo clavada la vez en que el vecino se bajó los pantalones y orinó como si nada. Fue un día en que mamá tardó algo más en regresar del trabajo, cargada de bolsas, de carpetas, de documentos en papel sellado. Lo vi orinar porque el baño de la sala estaba abierto, y no me ruboricé un ápice. Lo vi sacárselo, vaciarse, sacudírselo y luego devolverlo a las entrañas de los pantalones. Fue electricidad, un estremecimiento que apenas me dio algún susto pasajero. Había preguntado por ella, por María de la Concepción Bracho, mi madre, y le dije que no estaba. Me pidió el baño, entró, y ya saben lo demás. Vi lo que vi y la invasión de sensaciones, la corriente eléctrica, el temblor en todo el cuerpo. Cuando empezaron a aflorar los vellos tenía plena seguridad de lo que iba a ser en esta vida: una amante como nadie. Si algunos afirman que supieron siempre para lo que servían, yo debo decir que sirvo a la perfección para el amor. Cuando mis labios vaginales se pintarrajearon de negro, y al final el monte de Venus tapizó mi piel en la entrepierna, la virginidad que me amparaba tenía ya sus días contados. A mi primo Federico de Jesús Fernández Bracho lo miré con lujuria. Lo incité a estar conmigo. Sabrá Dios qué es mirar con lujuria para una niña de esa edad, pero juro que en el fondo intuía de lo mejor el significado de aquello. El pobre se horrorizó tanto que la erección le tardó un mundo, hasta que por fin terminé sintiendo el bulto que me produjo un golpe seco de adrenalina en el pecho. Ese golpe lo sentí como una premonición, como mil veces después sentiría expeler semen de tantísimos testículos, de las machorras bolas, es decir, nada menos que como una eyaculación. Federico de Jesús Fernández Bracho, pum pum, cogió fuerza y venció a la gravedad. Qué delicia. Mi primera vez y todo quedaría en familia, jajaja. Así como a María Virginia, la prima menor, se le aguaba la boca con sólo ver un chocolate, a mí se me hizo líquida la chocha, que era el nombre cariñoso utilizado por mi madre para referirse a los genitales femeninos. Mi chochita nadaba en un mar salado, pidiendo a gritos su barco de velas para hundirlo, para tragárselo, para esconderlo en sus profundidades. Entonces ocurrió el milagro, se instauró en mí la felicidad, supe para siempre qué era ser el centro del universo. Federico de Jesús Fernández Bracho, mi primo, no tuvo compasión de mí, porque a los dieciocho no se anda la gente con contemplaciones y la pasión anida en la epidermis, a buena hora. ¡Bendito sea mi primo, y que Dios lo tenga hoy en la gloria! Atravesó el himen y me atravesó el alma. Desde ese instante viví para los hombres.


II


Las Matemáticas tenía el típico bombillo rojo sobre la puerta de la entrada principal, pero debo decir que no era un prostíbulo cualquiera. Me explico: ya había cobrado cierta fama, por lo que unos me temían y otros se acercaban por curiosidad. La noticia corrió como la pólvora en el pueblecillo que para esos días nada tenía que ver con la agitada Upata de estos días. Federico de Jesús llevó en sus espaldas el peso de haber seducido a una niña. Pero eso no es todo: cargó además con la vergüenza de que esa niña, justo cuando era violada y apenas introduciéndole el miembro en plena boca, se lo arrancara de cuajo a su verdugo. Sí, literalmente de cuajo, porque todo el mundo imaginó que lo mordí con todas mis fuerzas, con toda mi rabia, con todo mi asco. La pobre niña tuvo esa ocurrencia, gracias a los dioses, de frenar en seco ella misma su suplicio. Pero no, no era un prostíbulo cualquiera porque estaba yo, que era el alma y corazón de ese nido de lascivia, de ese lugarejo del amor furtivo. Yo sí que sabía hacerlo de verdad. Verá usted, hago de todo, y en realidad disfruto como nadie el hecho de sentirme atragantada por ese miembro férreo que me descuartiza. Comienzo por enloquecer a mi amante, por desquiciarlo a fuerza de ganas, de deseo, de una erección incontrolable apenas comienzo a tocarme, a acariciar mis senos, a frotarme un dedo por la chocha, a ponerme el liguero y a sujetar las medias mientras él, fuera de sí, siente que la sangre se le ha vuelto lava. Es que estas bestias saben de echar pico y pala, pero no de amar. Son unas máquinas, nada más que eso. Estos seres llegan, se tiran unos rones, la ven a una sentada en la barra, se acercan, y lo demás es ir directo al grano. Si no fuera porque me alimento de sexo, ya habría enviado a estos bastardos al demonio. Pero vayamos por partes. Aquí los penes abundan: de eso trata mi historia. Las Matemáticas, no obstante lo que he dicho, fue mi sitio predilecto. Salía poco, en las noches estaba todo el tiempo pendiente de la clientela, jugando al gato y al ratón con todo aquél dispuesto a la entrega, mientras de día dormía lo suficiente para luego ir nuevamente por la dosis justa de placer. De Las Matemáticas he guardado el secreto más grande, también el más extraño, y ese hecho innombrable estuvo presente desde los tiempos de mi primo, el bueno de Federico de Jesús Fernández, ya lo he mencionado, que ojalá descanse en paz, vuelvo y repito. Fue ese instante el que marcó mi vida. A partir de ahí mi destino cobró el significado que da sentido a estas cuartillas.


III


Aquel hombre a medio afeitar, con el aliento impregnado de licor me apretaba las nalgas. Llegó a ser doloroso y se lo dije, a lo que el cretino sólo respondió dándole más fuerza. De todos modos lo gozaba. No sé si tengo algo de masoquista, pero la vulgaridad y hasta cierto punto la violencia redoblan mi excitación. Tenía el miembro que le iba explotar, ante lo que yo, histérica, disfrutaba sus vaivenes sumados a la presión de sus manos en mis ancas. Soy una yegua, le gritaba, tu potra, tuya en cuatro patas, soy tu perra. Sentía fascinación por ese glande envuelto en una película babosa, hinchado de sangre, adosado a un tallo sembrado de venas que como un hierro entraba y salía de mi chochita hirviendo. Lo trituré, lo mastiqué, literalmente acabé con él sin ningún problema. Fue el éxtasis total. Dormí unas horas. Sentí calor y fue por eso que terminé abriendo los ojos. Había amanecido por completo, serían las siete o las ocho. No me gusta despertarme así, tan temprano, porque conciliar otra vez el sueño se transforma en un quehacer muy dificultoso. Sin embrago lo intenté hasta que se hicieron las once. Me duché, cogí la pantaleta y me la puse. Encima me eché una camiseta blanca, larga, para salir y buscar algo en la nevera. Esa noche me inspiré y al final alcancé lo que esperaba. Debo decir que tengo buenas tetas. Mi talla es 38, lo que de antemano me da un margen de acción extraordinario. Cuando camino por las calles las dos razones que llevo colgadas en el pecho hacen las delicias de cuanto bicho masculino pasa por delante. Me excita que me miren, me embarga una sensación de lujuria incontrolable cada vez que un macho viene hacia mí y de pronto clava los ojos en estos melones como queriendo comérselos, como queriendo disfrutar esos manjares en el primer rincón que se atraviese en el camino. Juro que el noventa y ocho por ciento de los hombres sueña con unas tetas grandes, para nada extraño: chuparlas, mordisquearlas, colocar el pene en medio de ellas y sentir que por fin pusieron pie en el Paraíso. Eso lo sé y le he sacado provecho, no faltaba más. Aquella noche me decidí por sostenes transparentes, entre blanco y marfil, un color que hace resaltar mis pechos acanelados. Me puse bragas blancas, igual, transparentes, de esa tela que enseña el pubis afeitado a modo de rectángulo y cuyos vellos se extienden desde abajo y hasta muy arriba. Me encanta una chocha sembrada de pelos, pero reconozco que a muchos no les hace gracia semejante preferencia en estos menesteres, así que por lo general echo mano de tijeras, de la afeitadora, y asunto arreglado. En fin, que pantaletas transparentes dejan a la vista ese regalo de los dioses, esa fruta al alcance de la mano que va a devorarlos sin contemplaciones, que los hombres, pobrecillos, sueñan en la bacanal que inspiran mis caderas. Opté por el corset y por las medias negras. Aposté a lo clásico: zapatos de tacón y el pelo recogido en moño atrás, amplio, glamoroso, que de por sí evidencia abundante cabellera. El carmesí, que me ha sentado bien desde siempre, hacía de mis labios una vagina a flor de piel. Con razón siempre he dicho que soy un sexo con patas: es que me miro en el espejo y me gusta lo que veo, observo las redondeces, toco mis muslos, duros, paso el dedo medio por la chocha, acaricio mi vientre, y estoy segura de que si fuera hombre me encendería como nadie, me daría una cogida de los mil diablos, me haría de todo con esa verga inmensa que guardaría en la entrepierna. Soy capaz de levantar a un muerto, y precisamente eso es lo que me atrae de mí misma, eso que me hace poderosa, irresistible, dueña de voluntades ajenas que sin chistar ceden ante mis feromonas, ante mi carne, ante unas piernas de infarto y ante estas tetas de padre y señor mío. Así, sintiéndome la puta más puta entre las putas, con la piel de gallina por estar pensando en mil y un hombres, salí al salón y caminé directo hacia la barra.


IV


Me senté, pedí un trago de whisky. El cantinero sirvió el Something Special cargado, como me gusta. Tres cubos de hielo y de seguidas encender un cigarrillo. Marlboro, porque es fuerte y recio, como el vaquero que se deja ver sobre la cajetilla. Quién pudiera tirarse al tipo de esa caja. Qué macho. Qué huevos. Yo tendría todos los orgasmos de este mundo y a él lo haría acabar a chorros, si es que antes no lo mato de un ataque al corazón. Pero decía que fui directo hasta la barra, y mientras pedía el trago y sacaba el cigarrillo ya uno de bigotes, con jeans y camisa mangas largas venía en volandas hacia mí. Se sentó, me saludó, hablamos un momento, y yo misma, sin dejar resquicio para que nada pudiera entrometerse, tomé su mano y la coloqué sobre mi pierna. La dejó algunos segundos como si nada, inmóvil, para luego apretar un poco y regalarme una caricia que poco a poco se extendió desde la ingle hasta casi la rodilla. Entonces puso su otra mano en mi otra pierna, se paró frente a mí empujándome hacia él, y las caricias se hicieron más intensas. Fuimos a la habitación. Hice que se acostara boca arriba. Tenía el miembro erecto, impresionante. Lo tomé como a un juguete, lo acaricié, lo besé, lo saboreé. Le obsequié una felación mientras me masturbaba con su dedo. Saqué la leche condensada de la mesita de noche y bañé su glande con ella. Fue una delicia sorber de a poco el dulce que se chorreaba por ese pito que me pedía a gritos. Me senté sobre él, a cabalgarlo, pero se trataba de un caballo no apto para carreras de fondo. Justo cuando lo sentí venirse en mis entrañas, le arranqué sin más el miembro. Lo engullí de un bocado.


V


Lo último, lo más impresionante, eso que finalmente me llevó a execrar mi oficio y a transformarme en una asceta de por vida, ocurrió al día siguiente. Como de costumbre, fui a comer algo a mediodía. Las Matemáticas es un lugar mágico, por las noches la rocola, el humo, el bullicio entremezclados con risas de pasión, jadeos y canciones de Javier Solís hacen que al amanecer te reverberen los oídos. Y acto seguido, cuando amanece y sólo queda olor a sexo y a cerveza rancia la quietud es capaz de superar hasta el silencio de una iglesia. Pues bien, ya entrada la noche un hombre joven puso sus ojos en mí. El pobre era un manjar: apuesto por donde lo miraras. Fue verlo y encenderme. El tipo me prendió fuego, era yo una antorcha humana. Sentada como estaba, con la minifalda oscura y la blusa mínima, muy generosa a la hora de mostrar lo que tiene que mostrar, crucé las piernas a propósito. Pasó los ojos por ellas, noté sus ademanes, muy morbosos, su manera de decirme que esa noche de bestias sería para los dos. Ahí mismo, sólo con ver a ese ejemplar e imaginando el colgajo más allá de la bragueta, mi chocha se inundó de agua salada. Me sentí húmeda por dentro y por fuera, en el alma y en el cuerpo. Quise que me hiciera suya en ese instante, que me hundiera su carne en plena barra: haría de aquel bar un Coliseo, nosotros en la arena, los otros observándonos y Javier Solís al ritmo de nuestros vaivenes. Adoptamos la posición del misionero luego de una buena tanda de caricias, chupadas y mordiscos. Ni qué decir de los juegos con la punta de su lengua y mis pezones, con toda su boca y mi chochita. Me penetró por completo, y mientras iba y venía empujando su bate con fuerza abrí el coño para morderlo desde la raíz. Mi vagina lo tragó sin masticarlo. Sólo escuché un grito que se ahogó entre quejidos menores apagados en sollozos. Abrí otra vez el coño, mordí, volví a morder, lo abrí de nuevo, y ese hombre entró a pedazos en mi ser, llenó con su cuerpo todos mis apetitos. Trituré sus huesos, me embutí sus entrañas, con mi sexo arranqué sus extremidades inferiores, después el resto del tronco, y poco a poco fue quedando menos de él, hasta que de mi chocha colgaba apenas su mano derecha dando la impresión de despedida, de decir por fin adiós a este valle de lágrimas.


VI


Al salir de misa regreso presurosa a casa. Cuando amanece doy gracias por la vida, por un nuevo día, y entonces me dispongo a esperar, con paciencia y mortificación, que el reloj del campanario marque las cinco de la tarde para devolverme, entre repiques de campanas, otra vez a la casa del Señor.

1 comentario:

roger vilain dijo...

Es lo que se intenta, dejar dejar el alma en la historia. Gracias por leer.