12/28/2012

Velocidad de crucero

    Mi hijo Daniel quiere un helicóptero. Uno de juguete, claro, pero que vuele de verdad. A sus casi seis años prefiero que se eleve sólo a ras del suelo, y entonces me entrego al hecho de subirme con él a otras naves, a otros aparatos, a otras invenciones.
    Pedirle al Niño Jesús una máquina capaz de despegar es de lo más emocionante, por supuesto, asunto que en mis días de imberbe hubiese hecho las delicias del patio. Pero qué va, existían parapetos voladores menos reales y más imaginarios. Le cuento de esos tiempos, abrazo las historias que guardo en la memoria con el lenguaje que le gusta: el de la algarabía y el de las aventuras.
    En la cama, echados al amanecer, un golpe de almohada bien puede resultar el encendido que implica ascender y navegar. Volar también ocurre desde un  colchón entre café, abrazos o sonrisas. Durante mi época infantil atravesar las nubes, visitar Júpiter o Marte, pilotar cohetes, suponía una caja de cartón elegida como nave, tenía que ver con la mata de guayaba, en el patio, y su ramaje dispuesto para cobijar  a quienes deambularan en busca de adrenalina, sueños y nuevas experiencias.
    Daniel toca un botón y se prende cierta luz, mueve la palanca y sentimos que nos elevamos. Ríe, y esas carcajadas dejan entrever sin duda que el helicóptero añorado es poco comparado con esto. Volamos, vagamos a placer. Allá abajo, mira, está tu calle, tu casa, corren tus amigos. Papá, ¿las nubes son de algodón?, ¿podemos ir a Francia?, ¿a Liliput?, ¿nos metemos en ese arcoiris? Zarandeamos interrogantes mientras observo cómo la dicha chorrea por la comisura de sus labios. Le gusta despeinarse, goza con el viento que le tumba la gorra del Caracas, se empina a más no poder para arrojarse de seguidas en picada, a toda velocidad, hasta ascender nuevamente en medio del vértigo y las hormigas en la panza.
    “Es como en El Principito”, me dice. “Es así, pero mejor”, reconoce. Tiene su planeta, Daniel fabrica un cuerpo celeste para él, tiene además un lugar preferido en ese astro, de modo que en cada chance prende los motores y allá va, al sitio más divertido que haya de existir nunca jamás. Yo lo veo y regreso a mi particular historia, a mis andanzas parecidas, cuando disfrutaba de su edad. Su avión también es la máquina del tiempo. Ahora él es quien me enseña, me indica el camino, me toma de la mano y es capaz de hacerme cosquillas en el cuello. Coloca frente a mí el espejo en que nos contemplamos sin que medien estaturas, años cumplidos, dientes de leche o quién engendró  a quién. Somos dos y basta. Volamos y eso es suficiente. Danzamos perdidos en un solo abrazo.


12/20/2012

Lentes


    Hay gente que usa lentes y desde que eso ocurre deja de ser lo que era. Tengo un conocido con muy mala vista, por lo que le recetaron anteojos multifocales que reducirían sus problemas al mínimo. Resulta que se transformó en otro.
    Transformarse en otro supuso enfocar mucho mejor de lejos y de cerca, pero lo más llamativo fue que también escudriñó nuevos horizontes: con sus lentes no sólo vio las cosas claramente sino que las vio incluso por dentro.
    En mi infancia soñaba con tener visión de superhéroe, es decir, mirar a través de las paredes, y en momentos lascivos de la adolescencia añoré poder echar un ojo más allá de los vestidos femeninos. Fui un frustrado, por supuesto, pero ahora que lo pienso mi amigo es capaz de lograr eso y otros beneficios adicionales. Qué suerte tienen unos.
    Conozco a un señor entrado en años cuya vida ha sido de lo más kafkiana. No despertó como Gregorio Samsa, convertido en bicho, pero al abrir los ojos una mañana y calarse sus anteojos, empezó a notar que no sólo podía leer periódicos, libros o manuales de instrucciones, sino leer los pensamientos de cualquiera, otro de mis anhelos infantiles. Cuando aquella chica me mando a freír papas, allá en la adolescencia, luego de lanzar excusas como besos para justificar el puntapié, ¿qué tal haberle escrutado las neuronas? ¿Decía ella la verdad? ¿Acaso mentía como bellaca?
    Como gracias a los años mi vista se ha venido a menos, en estos días fui al oftalmólogo, que resultó ser oftalmóloga. Conclusión: anteojos para ver de lejos, para ver de cerca y para distancias medias. Cuando pregunté qué más me miró con extrañeza. Iba a indagar si con ellos podría atravesar la bella falda azul que lucía en ese momento, si sería capaz de vencer la barrera de una blusa, de un brassiere, de un vestido largo o corto, iba a preguntar si con mis lentes el bikini mínimo adornado con encajes que quizás llevaba justo en ese instante terminaría rendido ente el asedio de mis cristales superpoderosos, pero nada, hice silencio, decidí guardarme las interrogantes, comprendí en el acto su completo desconcierto.
    Al escribir esto que tiene usted enfrente llevo mis anteojos puestos. En mi café predilecto, mientras rasguño el papel, de cuando en cuando hago esfuerzos por adivinar pensamientos, por darme cuenta de qué esconden las paredes, pero no señor, qué va. Soy un ser normal que ahora usa lentes y no se transformó en otro. Cuánto lo lamento. Cuánto.

12/13/2012

Soy un premoderno


    José Miguel quiere un Blackberry. Cuesta ocho mil bolívares más impuestos  pero eso es lo de menos porque a José Miguel le encantan los juegos que trae el aparatico y prefiere además un teléfono con t mayúscula. José Miguel tiene seis años.
    Colgada del árbol navideño está la carta. Puedes leer el saludo, después la aclaratoria indispensable: “me he portado bien durante todo el año”, y acto seguido el juguete que es el non plus ultra de un Niño Jesús acorde con los días que corren. A veces me da por ponerme a recordar y se me viene a la memoria otra época y otras navidades, cuando regalar era menos complejo y cuando la palabra niño cabía en una pelota remendada o en un barco de papel. La señora Sara, madre de José Miguel, cuenta que su hijo es de lo más moderno y qué más da. En tiempos de computadoras no puedes pensar en carritos de madera.
    Como soy un redomado cavernícola siento la necesidad de coger a lo moderno por el cuello y ponerlo de patitas en la calle. Lo moderno, cuando se trata de Blackberrys y mocosos de seis años, tiene un fuerte olor a publicidad metida por los ojos y a padre o madre más pendientes del Sony LH de 86’’ XGX Color Print Platinum Plus que de abrazar a sus hijos y enseñarles algo más que decir aló aló, tío Pedro me compraron un teléfono, oye, mira cómo sé marcar tu número, y otras putadas por el estilo. La verdad es que uno se pone melancólico, será por las fechas, o la edad, o tantos niños jesuses virtuales con cara de andróginos paletos que nada tienen que ver con aquél otro que nació en Belén, según cuentan los enterados, y en las madrugadas del veinticinco de diciembre se colaba como zorro hasta tu habitación para dejarte un tren de hojalata, o una pelota con un bate, o un camión de plástico para que jugaras a los policías y a los bomberos.
    Este mes cumpliré cuarenta y tres tacos y el otro día recordaba mis navidades y los regalos que solíamos pedir, otras fierecillas como yo y yo mismo, y hay que ver, en nada se parecen a lo que se va estilando en estos lares. No digo que sea malo (Dios me libre), o sea bueno. Sólo es. Pero entre un Blackberry Special Pantalla Líquida Stereo Sound and Dolby System con cubierta de cuero negro y toda la parafernalia, y aquellos pequeños obsequios en los diciembres de mi infancia, escojo “Un cuento de Navidad”, comiquita que año a año transmitía la tele al amanecer del veinticinco lloviera, tronara o relampagueara, y que yo veía y veía echado en el sofá roñoso de la sala aún con el rompecabezas en los brazos, regalo del Niño Jesús hallado horas antes en medio de las sábanas.
    José Miguel vive la época que le tocó y se acabó, dice su madre. Yo digo que está de maravillas, y que más maravilloso se pondría el patio si al Black se le añadiera parte de lo que hemos sido, de lo que arrastramos en el alma como gente que heredó una cultura, es decir, algo de la historia humana que supone celebrar la Navidad, con sus implicaciones, causas y consecuencias, más allá del regalo consabido, de la hallaca por la hallaca o el feliz año por el feliz año. Tengo la seguridad de que los niños vislumbran mucho mejor que los adultos eso que tintinea en el espíritu que nos une, en el cuento común, en el lazo que termina por agruparnos y  acercarnos, y  puede hacerlos mejores que nosotros, más sensibles que nosotros, más cultos, más inteligentes, solidarios, conscientes, pensantes o felices que nosotros. La Navidad da para eso y para más, no cabe duda. Es que yo soy un premoderno. A mucha honra.

12/06/2012

Un libro entre los libros


    La ingenuidad es libre. Así como en ocasiones hallas a alguien, a una mujer por ejemplo, y piensas que es así o es asao pero terminas finalmente (o fatalmente) convencido de que la guachafita es lo suyo, así te das de bruces con ciertas publicaciones, con algunos textos que te sorprenden para siempre.
    Los libros son como la gente: hay de todo. Esta verdad de Perogrullo viene a cuento por un hecho feliz, apoyado en la experiencia de lector que lo persigue a uno desde que sale el sol y hasta que se despide. Hay libros para leer con el café, libros para lecturas vespertinas, hay libros que se te meten  en los huesos y no puedes soltarlos aunque la mañana te sorprenda entre sus brazos. Los hay insufribles, opacos, sin nada para ti, y están aquellos, por supuesto, incapaces de pasar la prueba de la mesa de noche, es decir, ven correr los días apilados sobre un mueble que también será su tumba.
    Pero a veces se encuentran libros que terminan por leerlo a uno. Creo que son los imprescindibles: te guiñan un ojo en el estante de la librería o cuando clavas la vista en su primera línea. Entonces quedas atrapado. Son libros pescadores, despliegan las redes a placer y si estás hecho para ellos, escríbelo, no tienes escapatoria. En el océano de las bibliografías dan forma a una especie que trasciende, que va más allá, que domina todas las lenguas, tiempos y lugares.
    Cuando un libro puede leerte significa que puede entonces descifrarte, destejerte, darte un coñazo en la nariz. Son además libros espejo porque se paran frente a ti y registran cosas, hechos, sedimentos que te pertenecen, que están en ti, de los que no tenías ni idea. Un libro así te agarra por las pelotas y eres hombre muerto, aunque claro, semejante muerte es nada menos que una resurrección, pues ocurre ahí que te iluminas, que te tienden una emboscada poniéndote junto a lo que has sido o eres. Te encuentras, te miras de frente, te tocas los lunares y las pecas.
    Decía Borges que él se jactaba no de los libros que había escrito (y mira que parió unos clásicos) sino de los que había leído. Creo entender bastante bien semejante afirmación. Mientras más libros hallo en mi camino, mucho más de mí soy capaz de hurgar desde el papel. Y al escudriñarme de ese modo también tropiezo con todos los hombres, me sumerjo en el género humano. Nada menos.
    Gracias a los libros me transformo en libro. Hay libros, como escribí antes, que te leen, que te releen, lo cual supone convertirte en texto, en negro sobre blanco, en grafías e imágenes mentales, en sintaxis, en puntos suspensivos, en puntos y comas, en oraciones yuxtapuestas copulativas y en significados, eso, en significados de ti mismo que ignorabas y vislumbras de repente. Libros de fuego que te marcan, libros adivinatorios, libros tiburón por sus mandíbulas, que las tienen como nadie.
    Al caminar por una librería, al meterme en una biblioteca, al abrir el ejemplar por vez primera busco exactamente eso: un indicio, la posibilidad de entrever el diálogo profundo, el cruce de miradas que quizás proponga el toma y dame que estoy esperando. Por lo general no ocurre así, pero en ocasiones obra el milagro. Ya desde los inicios, desde el primer párrafo incluso, intuyes de qué va el asunto. Puede ser buena la historia, extraordinario lo que tienes en las manos, pero no más. Terminas, llegas al punto y final  y  se acabó, baja el telón. Pero cuando ese manojo de papeles tiene el poder de desenmarañar tus jeroglíficos, si llega a suceder que observas la partitura de lo que vas siendo, tropezaste entonces con el nirvana literario. Tales son los libros que yo busco. Tal es la esperanza que me lleva a encontrarlos.