
Neruda, quien llegaba antes de la fecha de Navidad, se quedó como un latido o como un vendaval justo en medio del tren de la memoria. Entonces le conté de los espectros que durante muchas noches espantaban mi sueño, y le hablé de las princesas que aún no lograba rescatar. También le dije de otras cosas, por ejemplo del reloj sin tiempo que Toto, mi perro, había destrozado a dentelladas. Así de a poco, de a ratos robados a la realidad de la pelota y del colegio, Neruda dibujó los rostros, siluetas, colores y sonidos de sus palabras, y ellas, de este modo, pudieron servir más que para decir el nombre de las cosas.
El señor que llevaba un libro bajo el brazo llegó hasta la esquina de la plaza y luego cruzó la calle Sucre. Sonriendo se fue hasta la casa de mis padres para después, días o meses después, guardar su pipa ennegrecida y cargado de poemas salir tranquilo por la misma puerta que una vez golpeó con sus nudillos. “Se sabe que el que vuelve no se fue”, le oí decir entre dientes. Han pasado las horas, han caído muchas hojas, han llegado otros libros y otras navidades. En esta tarde y su lluvia y su infusión de manzanilla y Ana que me mira con sus ojos orientales logro vislumbrar el mismo poema, la página cuarenta, el verso arrellanado en el sofá: “Se sabe que el que vuelve no se fue, y así la vida anduve y desanduve mudándome de traje y de planeta, acostumbrándome a la compañía, a la gran muchedumbre del destierro, a la gran soledad de las campanas”.
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