3/23/2020

Un clásico

I'll Never Love This Way Again - Jona

Un clásico en versión renovada. Hermosa voz.

3/20/2020

La chica del bar


    Entro a un bar de la calle Foch y ahí está. Piernas cruzadas, vestido corto, sonrisa a la medida, copa de cerveza en mano. Por seguirle la corriente pido una igual, Club Premiun helada, tres dedos de espuma con burbujas a punto, y mientras enciendo un tabaco me observa como si nada, como afirmando para sus adentros miren a éste, a ver qué se trae ahora.
    La verdad es que siempre me he tomado el tiempo necesario para detallarla. Desde la primera vez vislumbré en ella cierta condición literaria, un personaje de Margaret Atwood quizás, de Quim Monzó o Bolaños, no lo sé con exactitud, pero sin duda emergiendo de la fantasía hecha ahora realidad, una especie de Afrodita a diez metros de mí desplazándose sobre las aguas como en una aparición cargada de misterio y de erotismo.
    Ríe como ella sola, a menudo entre fantasmagórica, divertida o melancólica. La chica del bar, pongamos que se llama Amelia, Lucía, incluso Bárbara. Sí, Doña Bárbara en pleno dos mil veinte sin caballo, sin hacienda ni sombrero. Doña Bárbara con vestido a mitad de muslos, tan ceñido que casi es otra piel encima de la suya, una piel de durazno que te incita a acariciar con mucha, mucha gloria y poca pena.
    La sigues con la vista y casi mueres, compañero. Una muerte lenta entre piernazas y tetas de infarto. Un morir que supone el más allá aquí mismo, Paraíso incluido, a escasos diez metros entre tú y esas curvas que prometen llevarte a la cueva del placer. Ahí está, ahí yace de cerca y no me preguntes cómo ni por qué pero mírala, róbatela con los ojos, disfruta si puedes de esos labios como una emanación, como cerezas, y si lo haces qué te va importar  el mundo y la madre que lo parió hasta que de nuevo sonrisas, piel, muslos descubiertos, cerveza fría y salud, porque levantas tu vaso y brindas, observas, continúas observando con tu trago alzado mientras vuelves a decir salud y ella sólo ríe, tan campante, tan tranquila, tan pícara que semejante manera de reír no sabes si implica su particular respuesta, su brindis personalísimo únicamente contigo y para ti, o si por el contrario es un hachazo, gesto desolador, tétrico sarcasmo para mandarte al mismo infierno.
    La chica del bar parece comprenderte, es oráculo cuyas respuestas son justo las que necesitas. Da en el clavo como no tienes idea, atiende, sabe, escucha sin interrupciones y nunca, jamás de los jamases abandona esa sonrisa. Como una Gioconda ensimismada tampoco aparta los ojos de donde te encuentres. Lo sabes porque estés donde estés, en tu mesa sorbiendo tu cerveza o al levantarte para ir al baño o acercarte al tipo que sirve tragos en la barra, en todo momento la miras y te mira, desde cualquier ángulo no dejan de coincidir, buscas sus ojos y los hallas sumergidos en los tuyos. Hoy, a estas alturas, sabe de mí más que cualquiera, navega en lo que soy, increpa, recrimina  sin misericordia, o por el contrario asiente, estimula, aprueba y felicita eso que comparto, que cuento desde mi lugar en esta mesa desolada con la autoridad de mujer que tiene a todos cogidos por las bolas.
    Regreso al bar de la Foch y no la encuentro. Por primera vez no está donde la hallaba cualquier fin de semana. La chica con el vestido que la abraza, como una segunda piel, mientras cruza unas piernas muy largas, mientras bebe su cerveza Premium, mientras sonríe y te mira y tú le devuelves el gesto, la chica del bar casi confesándote que ya empezaba a imaginar que no aparecerías se ha ido ve tú a saber a qué parajes y con quién. En su lugar Johnnie Walker, Black Label, deambula en su botella con levita, sombrero y bastón.
     -El afiche estaba casi por venirse al suelo-, dice el barman al otro lado de la barra. 
    -No daba para más-, remata a quemarropa. Entonces frunzo el ceño, me encojo de hombros y me marcho. Afuera, la noche me engulle por completo.

3/06/2020

Fantasmas en la memoria


    La gente hace cualquier cosa por recordar pero lo que soy yo intento darme de bruces con el olvido. La gran manía de estos tiempos es ésa, pillarlo todo con la evocación al punto de convertir la desmemoria en trazas lejanas de lo que ya no es.
    Los nunca olvidadizos Funes tienen mucho a su favor porque de ellos cuelgan mil aliados inimaginables. Fitina en cápsulas blandas, ginseng en gotas milagrosas, terapias oxigenantes del cerebro, fármacos de cualquier pelaje para patearle los huevos a la desmemoria y, en fin, mil modos de aborrecer la amnesia que si te pones a ver, un buen día todo puede acabar en tétricas realidades que de sólo imaginarlas me ponen los pelos de punta.
    Supón que todo lo recuerdas. Mírate engullido por un agujero negro donde el cuento borgeano pasó a ser realidad monda y lironda. Por un segundo ten la certeza de que guardas en tu cabezota los trozos intactos de lo vivido, ayer, hoy, mañana y siempre. El infierno, compañero, las pailas ardientes de una cotidianidad que al mínimo descuido te masticará y escupirá sin remedio.
    Leí hace años que el escritor Ednodio Quintero siente por Japón y su cultura una admiración entrañable. Sé que es cierto porque fue mi profesor en la universidad y semejante adoración le chorreaba por los poros. En el documento que llegó a mis manos contó una historia: sus padres viajaron al Oriente becados por asuntos académicos. El señor embarazó a una japonesa y el niño, al nacer, se quedó con ellos. Cuando regresaron a Venezuela fue presentado en el registro civil de Las Mesitas, allá en los Andes trujillanos. ¿Cómo salido de un relato de Cortázar, no?, pues bien, la historia explica al pelo esa atracción de Quintero por el mundo japonés. Al morir el padre, el escritor continúa diciéndonos que por casualidad halla un fajo de papeles en un baúl perdido y justo en ese instante vislumbra la impronta del Japón en su vida familiar. Descubre asimismo la experiencia de mamá y papá en aquellas lejanías al punto de que luego, al comentarla con ella, termina por confesarle la verdad: ocurre que no es su verdadera madre.  Punto y fin. Colorín colorado, el relato se ha acabado, lo cual deja entrever una historia extravagante que me impresionó, me dejó lelo, patidifuá en el preciso momento de haberla conocido.
    Seguí hurgando acerca de lo referido por Quintero, cuestión que sumó más datos al escueto testimonio que he expresado aquí. Sin embargo, con el tiempo creo haber obviado detalles,  aspectos claves al respecto, y por supuesto mis recuerdos son apenas el vestigio de una verdad que ve tú a saber si lo es en el estricto sentido que esa palabreja significa.
    Mejor así, claro. Ahora que lo pienso, el cuento de mi profe escritor estarás de acuerdo conmigo en que resulta extraño, muy literario, incluso fantástico por donde lo mires. Me he preguntado si serán ciertos, si tales acontecimientos pasan por el cedazo de lo auténtico o se mueven en esa masa gelatinosa de los relativismos a la hora de decir lo que decimos, de exponer con palabras cuanto nos sucede. ¿Será alimentada nuestra narrativa por la imaginación y blablablá, heredera o derivada del olvido que siempre anida en nosotros? ¿Serán nuestras lagunas, desmemorias y páginas mentales en blanco motor de ensoñaciones clave a la hora de nombrarnos Homo sapiens?  Pueda que sí o pueda que no, a mí que me registren. Importa un rábano, digo yo, la terapia génica o como diablos se diga en función del recuerdo y sus bondades. Para qué decir no, si sí: el olvidadizo que voy siendo mira el mundo con la belleza, sueño y fantasía que ya quisiera para sí aquel Funes, súpermemorioso, que tan en buena hora nos obsequió Borges con un cuento -fíjate ahora qué paradoja- por completo inolvidable.