6/28/2019

Las huellas del recuerdo


    Ya se sabe: lo que somos cobra carnadura en función de la memoria. Hasta aquí perfecto, bonita frase. ¿Pero qué son los recuerdos? Entonces cojo el diccionario: “memoria que se hace o aviso que se da de algo pasado o de que ya se habló”. Y comienza el librito a jugar al gato y al ratón. ¿Memoria? ¿Memoria de lo que se hace o aviso que se da de algo pasado? Joder, volvemos al principio. ¿Qué son los recuerdos? ¿Qué es por fin eso que dieron en llamar memoria?
    Tengo la impresión de que recordar pasa por echarse un trago de subjetividad. De asépticos, los recuerdos tienen lo que yo de puro y casto, es decir nada. Guardan en las entrañas más fantasías que hechos verídicos, más de ficción que sucesos contantes y sonantes, cosa fabulosa si entre líneas lo que buscas es inventarte una vida explosiva, colorida, con adrenalina chorreándote por las narices. Un vaivén existencial de puta madre, para que me entiendas.
    Cada vez que recuerdas se te mete el diablo de las ensoñaciones en el cuerpo. Vaya uno a saber si algún día acariciaste tiburones nadando en las aguas de Hawai o te arrojaste por despeñaderos colgado de una cuerda elástica mientras sonreías para una selfie en plena caída libre, pero júralo, hay quienes fraguan sus memorias a base de escenas parecidas, clavo y martillo listos en el taller de efectos especiales que supone cualquier reminiscencia.
    Yo que te lo digo. La otra vez, escuchando una música de antaño, me vino a la mente un sinfín de remembranzas sobre tiempos idos. Puedes creerme o mandarme al cuerno pero ahí estaba con el rifle a cuestas, cruzado el pecho por correas llenas de balas. Cazaba elefantes en África, era mi hobbie, prueba de ello esa cabeza colgada en las paredes de mi estudio. Qué momentos, qué experiencias, vaya manera de pasar las vacaciones. Mientras los amigos engordaban en una playa de Falcón cazuela de mariscos, cerveza en mano y libro de Coelho a punto, yo fabricaba sístoles y diástoles a punta de pólvora y sudor en las estepas. Tenía cojones el asunto.
    La huella de los recuerdos va de la mano con lo que eres, ya lo he dicho, de modo que ni Freud ni Jung ni la madre que los parió, a ellos y a quienes llegaron después, a la hora de las definiciones, las improntas o el territorio marcado que vas dejando tras de ti. Tu olor, tu marca de fábrica, tu sello a fuego sobre la piel son el vivo retrato de todas las quimeras, vuelvo y digo, e implican el núcleo único y duro que te define. Así que no me vengan con mariposeos.
    ¿Otro ejemplo? ¿Más evidencias contundentes? Mírate al espejo y rememora. Piensa en lo que has sido y coge por el pescuezo ciertas evocaciones que revolotean escondidas allá en el fondo de tu propio barro. En cuanto a mí, recuerdo cuando en la adolescencia me armé de valor y le quité el capote a un primo con ínfulas de torero. Él, que estudiaba en serio el arte de la tauromaquia, no terminaba de pararse frente al animal y dar por fin el espectáculo. Entonces bajé al ruedo, le arranqué la muleta y la tela y le pedí muy serio que se fuera. Menuda faena, qué tarde aquella de rabo y orejas. Veo como si fuera ayer las caras de las chicas, sus besos apabullándome, la imagen nítida de no sé cuántas tetas apenas anunciándose entre los escotes, aplastadas contra mi pecho en cada abrazo. Todavía guardo el sombrero de paja toquilla que una de ellas arrebató a su acompañante para obsequiármelo por semejante hazaña.
    La verdad es que toda alusión a propósito de lo que significas lleva metido entre ceja y ceja el herraje para fabricarte cierta estampa a la medida. Terminas siendo el hojalatero de la existencia, de una vida que de lo contrario sería tan chata como la nariz de un perro pug. Hefesto, un moderno Hefesto es lo que al fin y al cabo encarnas, benditos sean todos los dioses.  
    P.D.: Pienso mejor el asunto, le doy las vueltas necesarias y la imagen llega y ahí está, cabeza, capote y sombrero los compré hace mil años en una venta de garaje en Maracaibo.  Las cartas boca arriba porque todo hay que decirlo. Sí, todo hay que referirlo.

6/20/2019

De amplio espectro


    Las cosas que uno vive. El otro día pasaba frente a un quiosco y cuando me detuve por una revista y unos caramelos estaba ahí, a un palmo de mis narices, como metiéndoseme adrede por los ojos.
    Uno en esta vida se da de cabeza con mil cosas. Les conté alguna vez de un periódico en el que sólo aparecían noticias falsas. Pues bien, ahora la historia cobra otra vez pinta informativa pero con la salvedad de que en el diario nada más existen titulares.
    Así como lo lees: titulares. Comenté el asunto con un buen amigo periodista y lo conocía hacía tiempo. “Lo he leído fascinado”, comentó risueño. Adán Astudillo, cuyo olfato  para cuestiones así es el de un súper sabueso, se encogió de hombros mientras explicaba que en los tiempos que nos tocan poco asombra y mucho ocurre sobre el escenario.
    Por re o por fa, porque la velocidad del día a día no da mayores treguas o porque a la gente cierta espectacularidad la atrae como bombillo encendido a los mosquitos, lo cierto es que el periódico que sólo publica titulares ha tenido un éxito sin paralelo. Ni Zygmunt Bauman en sus tratados de sociología, ni el buen Lipovetsky con sus ideas sobre el imperio de lo efímero, ni todos los académicos habidos o por haber pueden dar crédito a semejante fenómeno sin precedentes.
    Lo tuve entre las manos, pagué los tres dólares que pidió el quiosquero y me fui al primer café a leer. Confieso que me agradó de entrada, quizás por la disposición de las imágenes, por la diagramación tan atrayente, por el buen tamaño de las letras, no sé, pero el efecto terminó por recordarme el fuego de artificio, la danza de cohetes, luces y colores que te quita el aliento ante el cielo de una noche iluminada por esos artefactos. Y por supuesto debido al contenido, el cómo se abre frente a ti un mundo de información encapsulada, lista para tragar de un golpe y que dice tanto en tan poco, que sugiere, que insinúa, que culmina en expresión poética, martillazo, bofetada en pleno centro de la noticia como ningún otro medio es capaz de proponer.
    Un periódico que únicamente publica titulares se las trae. Cualquiera podría creer lo contrario porque no hay análisis, no hay opinión, no hay tratamiento alguno de los temas y no obstante lees, pasas las hojas y caes derrotado. Aplastado para ser exacto. Un periódico que sólo publica titulares obsequiando el mejor oficio que puedas figurarte cuando vas en el vagón del tren o muerdes el sandwich que te comes frío mientras hablas con tu novia por el celular y te anudas el cordón de los zapatos. Quién lo iba a decir: qué The New York Times ni qué ocho cuartos, qué Clarín, El Nacional, Le Monde o The New Yorker. Nada de nada, el periódico que sólo publica titulares les da con todo en la nariz, en la madre que los parió gracias a que es una pastilla de amplio espectro.
    De amplio espectro, tal cual lo ves escrito. Como esos antibióticos usados contra un abanico inimaginable de bichos, de bacterias patógenas que tanto daño hacen. Amoxicilina, pongo por caso. O Levofloxacina, moxifloxacina, ciprocloxacina, todos inmersos, esparcidos, fumigados a lo largo y ancho de un periódico cuya tarea fundamental va más allá de la que ofrecen los demás, es decir, toma en cuenta la reunión urgente que tienes esta tarde en el trabajo, la completa entrega que requiere el cierre de inventario aquí en la empresa, los poquísimos minutos disponibles para ir al cine o leer una novela y, en fin, los problemas derivados de andar siempre intentando darle tiempo al tiempo. Como ves, he estado investigando. Como ves, lo anterior no es poca cosa.
    Los antibióticos de espectro reducido apenas actúan sobre grupos pequeños de bacterias enemigas y ahí está la clave, el nódulo basal del por qué este periódico que sólo publica titulares le pateó el culo a sus competidores. Le Fígaro, imagínate, es un diario de espectro reducido. El que te cuento es todo lo contrario, y así.
    Lo cierto es que la química de un periódico tiene bastante que ver con su comportamiento en las calles. Tiene más de lo que te puede pasar por las meninges, asunto vinculado no sólo con el mercado o la sociología -como supone ingenuamente tanta gente- sino con la biología, que es por supuesto lo importante. Quién lo hubiera sospechado. Es que quién lo hubiera adivinado.

6/14/2019

Úslar Pietri y yo


    Conocí a Arturo Úslar Pietri en la Upata de mi infancia. Era yo un imberbe de diez u once años y algunos viernes me daba por ver Valores humanos, espacio de televisión conducido por él y que, vaya uno a saber por cuáles razones, me entretenía, me llamaba la atención y, en fin, me fascinaba.
    Mi madre, celosa como nadie a propósito de la hora en que debía irme a la cama, consentía romper la regla de las nueve y treinta de la noche porque se trataba de “un programa como ése”. Lo cierto es que el nombre de ese señor tan serio -jamás lo vi sonreír-, con lentes, medio tartamudo en ocasiones, se fue  haciendo común, lo mismo que aquella cosa tan extraña, aquel giro tan alejado de lo conocido cuando saludaba a los televidentes: “amigos invisibles…”.
    El saludo de don Úslar me hizo fruncir el ceño. Todas las semanas, hasta la última, se dirigió así a quienes lo veíamos. Yo le daba mil vueltas al asunto, intrigado, confundido, y te cuento que me obligó a pensar. Recuerdo con nitidez la primera vez que escuché semejante lenguarada. Levanté las orejas como perro alerta, aguijoneado por el golpe seco de una frase tan cogida por los pelos, y opté por llevarla a la mesa de disecciones. El único objetivo fue despanzurrarla. “Amigos invisibles…”.
    Entonces descubrí estupefacto que las palabras no eran diosas inviolables ni señoras tan serias e iracundas -ay de ti si escribías halgodón, prinsesa o ervívoro en los deberes de la escuela-. Tuve la impresión de que el lenguaje era materia moldeable, que podía ser un aliado si sabías tratarlo, si le plantabas cara y te imponías, tal como pasaba con los guapetones del salón de clases -que asustaban mostrando los colmillos hasta que te armabas de valor, no expresabas miedo, los enfrentabas y ya, listo, el cambio era de ciento ochenta grados -. Fue Úslar Pietri  el primero en enseñarme a leer de otra manera.
    Valores humanos se transformó en un espacio para la aventura. El maestro se quedaba ahí, sentado, hipnotizándome con sus palabras y yo acostado en mi habitación oía mientras soñaba, mientras me sentía protagonista de esas historias parecidas a las de los suplementos que compraba en el quiosco de la esquina. Qué duda cabe, Úslar era un prestidigitador de lo oral, especie de moderno Homero cantando las hazañas -o torpezas- de la humanidad. No olvido un episodio en el que habló de guerras. Se refirió con pelos y señales a la posibilidad de que una tercera guerra mundial ocurriese. Dio detalles, especuló acerca de la vileza, del mal trocado en ejércitos enfrentados y armas nucleares, conocí  un vocablo nuevo: armagedón, pintó el cuadro terrible de las consecuencias al respecto y, por último, se detuvo frente al día después, la nada que significaría el fin de esto que llamamos vida. Confieso que el terror me engulló por completo. Un frío helado me recorrió hasta las uñas. Me fue imposible dormir, no tuve paz en muchos días sólo por imaginar el acabóse, el hecho tristísimo de no ver de nuevo a mis padres, a mi familia, a mis amigos. Pasaron semanas hasta que por fin, ya ni recuerdo cómo, volví poco a poco a ser lo que era, a acariciar la normalidad.
    Claro, Valores humanos era una novela de aventuras y era también, a veces, un cuento de terror. Pasado un tiempo esa novela y ese cuento los hallé otra vez en su columna Pizarrón, los domingos en el diario El Nacional. A partir de ahí el periódico me acompañó siempre. Todavía hoy, cada vez que me entrego a la tarea frecuente de leerlo me asalta la imagen del escritor cuyas historias me cogían por el pescuezo así luchara en contra, así intentara develar a base de neuronas el misterio de su embrujo, así me propusiera no caer en la trampa.
    Luego, transcurridos otros años, di con sus ensayos de más largo aliento. Los leí todos con el mismo afán aventurero y no me defraudaron. Siempre he creído que el Úslar Pietri ensayista ha sido el gran traductor, el anatomista de la realidad venezolana, esa que contemplamos en la superficie, en el día a día pero que no vislumbramos en sus profundos vínculos con algo más, con el tiempo y la historia que hemos construido y los seres que le dan perfil. Ahí encontré el espejo que devuelve maltrecha la mirada, que golpea a fondo con la misma curiosidad e incertidumbre con que es interrogado. Los ensayos de Úslar son respuestas que se trocan en preguntas y luego otra vez en respuestas y así, en una espiral ascendente que produce vértigos, espasmos, vómitos y la necesidad de reflexión a como dé lugar. Su obra te pone a pensar y se acabó, te obliga a darle vueltas a esta realidad que es la Venezuela del presente, siempre a la luz del trajinar que antes y ahora protagonizamos. Sólo en su trabajo de ficción lo sentí ajeno, otro, un hombre diferente al que hacía rato creía que conocía.
    Habrá que volver al Úslar pensador. Por desgracia no ha sido valorado con el suficiente celo que sus razonamientos ameritan. A pesar de que fue celebrado como el gran intelectual venezolano -quizás el último de una estirpe conformada por Mariano Picón Salas, Mario Briceño Iragorry y algunos otros-, tengo casi la certeza de que tamaña celebración ha sido más fuego de artificio que conocimiento verdadero. A Úslar hay que sacarlo de las catacumbas, quitarle el almidón, desplancharlo, ya que muchos se dieron a la tarea de engominarlo, de petrificarlo. Sacudirle el aire de estatua, esas que envejecen olvidadas, cagadas por las palomas. Es preciso leerlo y releerlo, estudiarlo, interrogarlo, para que al fin y al cabo el diálogo construido suponga un toma y dame en función de cuanto hemos sido y vamos siendo. Las ideas de Arturo Úslar Pietri siguen tan vivas como siempre.
    El muchacho que lo descubrió en la tele permanece ahí, con ganas de otros hallazgos cada viernes. El muchacho del que hablo vive en Maturín, en Güiria o en Tucupita y ojalá dé con él, lo encuentre otra vez, siempre desde la sorpresa, la curiosidad, la magia y el disfrute.    

6/06/2019

Gargajos en las aceras


    Leo esa frase en un libro de Paul Auster y sonrío. Me parece que semejante imagen es una metáfora brillante del mundo y sus alrededores. Ahí está el anverso y el reverso, como pretendo sugerir, de lo que construimos a base de experiencias: gargajos/arcoíris, excrementos/manjares suculentos, tempestades en las noches/dulces atardeceres.    
    La verdad es que una acera refleja el universo. Cabe en ella un microcosmos sobre el que leer la fea o hermosa historia del bicho humano a su paso por el tiempo. Tu impronta, la mía, la de todos penetra, como clavadista en el agua, la superficie áspera de una acera que para la mayoría es sólo soporte, lugar donde arrastrar los pies con más pena que gloria.
    El otro día caminaba con Daniel entre la Foch y la Wilson y una flor machacada yacía en el suelo junto a una lata de cerveza. ¿Qué significa? ¿Qué supone un cuadro así? ¿La nada, la muerte, el gris absoluto de lo que ya no es? Luego, dos cuadras más allá, una moneda de veinticinco centavos apenas lograba distinguirse bajo una fina capa de arenilla. Mi hijo pudo verla, corrió feliz hacia ella y la guardó en un bolsillo. ¿Qué significa esto otro?, ¿qué de fantástico encierra este encuentro? De todo, hay de todo en la acera dispuesta como si nada en las orillas de la calle.
    ¿Es de antemano detestable un gargajo en plena vía? Lo es, claro, pero si te pones a pensar  existe ahí un tono, una gradación cromática que obsequia colores jamás vistos. Esputos de matices infinitos, de verdes a amarillos a morados abriéndose en abanico sin principio ni fin. La acera otra vez haciendo de las suyas, encaramada sobre el hecho sorprendente que la transforma en entraña, tubo digestivo por el que atraviesan el hombre y sus circunstancias.
    Dice el diccionario: Acera: “Orilla de la calle u otra vía pública por lo general ligeramente elevada y enlosada, situada junto a las fachadas de las casas y particularmente reservada al tránsito de peatones”. Mentira, el diccionario es un máquina de fabricar embutidos, salchichas de ardides de todos los tamaños. Y para remate: Gargajo: “Mucosidad formada en las vías respiratorias que se expulsa por la boca”. ¿Habráse visto tamaña necedad? ¿Puedes creer ficción de tal calibre?
    Acera y universo o gargajo y esmeralda, ahí está el detalle diría el buen Cantinflas. Un gargajo en una acera implica dinamita a punto de estallar, lo cual trae a colación eso de que vivimos a expensas de ciertos mecanismos muy bien aceitaditos, o lo que es lo mismo, piezas de relojería únicas, algo así como la “patafísica del escupitajo”, con perdón de lo pomposo.  
    De buenas a primeras un gargajo es a una rosa lo que sobaco a diadema, consideración arrastrada por los pelos en medio de este caleidoscopio que es la calle. La escatología de la vida cotidiana danza entre engaños y verdades relativas porque, dime tú, ¿qué es más asqueroso, un salivazo flemático en la acera por la que transitas o la predecible, expectorada respuesta de algún hijo de puta ante cualquiera que muere en una esquina?
    Un gargajo en una acera guarda adentro más respuestas que mocos dando grima. Un gargajo sobre el lienzo de la acera marca a la perfección buena parte de la historia que hemos tejido a fuerza de dentelladas, golpes bajos o sacrificios de mil y una raleas. Un gargajo, qué más da, llave maestra para irnos descubriendo con el lente de lo contemporáneo, del aquí y el ahora, a plena luz y sin muchas náuseas que digamos, siempre con el arma en la sien de eso que alguien denominó género humano.