8/31/2012

Tú en el guardarropas



Uno vive pensando en lo concreto, en lo que está. La gente se desvive por ver una imagen, sentir olores, reconocer volúmenes, y la verdad es que optan por lo más fácil: referirse a, dar con, hablar de lo que resulta obvio. Lo complicado es lo no obvio.
Cada vez que abro el guardarropas y veo trajes colgados, ya no pienso en trajes como tales sino en ausencias. Un traje colgado es lo que evoca, la otra cara de una realidad que supones constreñida a límites precisos y que de súbito no tiene fin. Un traje abrazado a su perchero es como los zapatos en la estantería o las pantuflas debajo de la cama, consisten en vacíos que se llenan con cuerpos reales o imaginarios, por lo general soñados, ansiados, prestos a ocupar el espacio que esas prendas conforman a modo de guante listo para que la mano entre.
Así como abrir el guardarropas es lanzarse de cabeza a un mundo desconocido para la mayoría, lo real a veces no es tan cuadriculado como suponemos. A ver si le doy vuelta a esta frase. Si usted observa con detenimiento su chaqueta de piel, o su vestido de gala, o incluso la ropa interior de encaje que guarda la señora en la segunda gaveta a la derecha, notará quizás que son más interesantes las ausencias que las presencias, lo irreal más que la realidad, lo a simple vista inexistente más que lo existente, y es que, como digo, tiene sentido para nosotros la otra cara de la moneda, o de la Luna, o como quiera usted llamarlo, porque dicen mucho, muchísimo, esas oquedades en pantalones o jerseys que todo el entramado de supuestas objetividades en las que nos movemos. La otra vez miraba un pañuelo azul marino y ahí estaba ella, hace años, mordiendo su pizza y lanzándome besos desde el otro lado de la mesa. Observaba los puños de una camisa blanca y lo cierto es que los puños no importaban, aparecía otra vez ella enrollándomelos hasta los codos. Y así. Un guardarropas es como un baúl, un baúl con fondo (los sin fondo terminan siendo demasiado complicados) en los que la memoria tiene la medida exacta de los trapos que llevan por dentro.
Tengo la seguridad de que Freud tenía razón, pienso que hoy por hoy sale ileso de tanta crítica mal habida y de tanto deslenguado con poca inteligencia. Y digo más: Freud era un asiduo de su guardarropas, que por supuesto trascendía el hecho grosero de sólo contener algunos pantalones. Entre un guardarropas y la mente humana hay una distancia imperceptible, tanto, que esas prendas envolventes, esos cuerpos que cabrían en ellas son como los sueños. En ellos, un objeto es símbolo de otro, como un sostén la evocación de unos senos o una blusa descotada el molde de esa espalda llena de pecas. Imagino al doctor Freud dándole un puntapié al escritorio y al diván e instalándose cómodamente, copa de vino en la mano, tabaco encendido en la otra, frente al guardarropas de su dormitorio ocupado en la tarea de arrancarle sus secretos.
En la mente que habita un guardarropas o en el guardarropas que llevamos dentro del cerebro cabe el mundo a sus anchas. Me asusta pensar que esa franela desvencijada es mi madre o mi abuelita. Es asombroso darse cuenta de que aquellos calcetines sin color son el tipo que en la adolescencia me quitó una novia. Impresiona descubrir implicaciones, darse de bruces con significados que de otro modo jamás hubiesen hecho acto de presencia.
Quizá deberíamos aprender más de guardarropas y menos de otras cosas tan poco funcionales. En las escuelas de psiquiatría, en los libros de psicología, en la vida diaria, en fin, semejantes muebles son el abismo, el pozo insondable de lo que vamos construyendo. Son lo que fuimos, somos y podemos ser. Hay más de Pedro o Juan en un traje que cuelga de un gancho en el armario que Pedro o Juan ante nosotros, lo cual lleva a concluir que eso que no está, que se dibuja gracias al contorno de unas telas, que se insinúa y se mete en nuestros pliegues como gusano en la manzana, toca más a fondo que todas las presencias, digamos, a la manera de este vaso o este computador.
Te veo en el guardarropas. Tú en el guardarropas. Poco importa esa foto que me regalaste en el 82. ¿Para qué el vídeo de aquel viaje a los Andes en el 95? Tú en el guardarropas, que es un cerebro cargado de lo menos obvio, de lo que más perdura.

8/24/2012

Política al revés



Chávez es un zorro viejo. A estas alturas más viejo que zorro, pero igual vale. Está seguro de que el tiempo se detuvo, para él los años han pasado pero no sus ideas: actúa como si nadara a sus anchas en las aguas de la política. Craso error.
Para empezar, el caudillo que hace más de trece años cobró altos dividendos en los lodazales que dejó el sistema de partidos del antiguo stablishmet, es hoy una mueca retorcida. Y lo es porque no ha sabido leer los signos, las aristas, ciertos pliegues que los años elaboran sin piedad. Hugo Chávez continúa en sus trece, es decir, pretende dividir, oxigenar resentimientos, insulta a cada instante, miente, engaña, elude la confrontación de altura, cara a cara con quienes lo adversan, lo cual lleva implícito un único objetivo, no otro que evitar un hecho que de sólo imaginarlo le produce escalofríos: debatir su obra de gobierno, conversar sobre los problemas reales de Venezuela, centrar la discusión en la gestión que ha hecho de este país uno peor del que encontró.
Lo que el Presidente lleva a cabo a estas alturas es desenterrar la antipolítica trocándose en resucitador, justo a la manera de aquel iluminado que apareció en los noventa y que tanto le ha servido todos estos lustros. Hoy por hoy su estrategia es tan torpe que se le saltan las costuras. Otra vez los gringos, otra vez la burguesía, otra vez los imperios cargan con las culpas y pagan el desastre, otra vez el capital y los traidores a la patria, otra vez los fantasmas que se inventa a propósito de las fiebres que jamás llegó a sudar.
Lo que la gente de esta sociedad anhela es simplemente un gobierno decente, eficiente, que en verdad se ocupe de lo que es su principal deber: procurar educación de calidad, hospitales de primera, combate a la miseria, control de la inflación, ofertas de trabajo, vivienda, vialidad, tranquilidad, que no la maten en las calles, y por ahí el desempeño de este bodrio revolucionario es una vergüenza y una calamidad.
No, la antipolítica en el presente es una búsqueda gobiernera inútil porque tantos años de locuras arrojan un lastre que resulta imposible ocultar bajo la alfombra. Chávez es un zorro viejo, más viejo que zorro, no cabe duda, y la prueba fehaciente de su decrepitud es el guion de esta campaña electoral, copia fiel y amarillenta de eso que le funcionó en los estertores del bipartidismo cuando adecos, copeyanos y demás hierbas daban las últimas brazadas de agonía, tal como él en estas horas. Fíjense cómo el hombre terminó emulándolos.

8/09/2012

Un autor, un libro, una historia




Tomo asiento en mi café de siempre, pido una taza, enciendo el tabaco, y de pronto parece que el mundo se hace más vivible. Acabo de terminar "Mientras escribo" (Random House Mondadori, 2001), de Stephen King, recomendación puntual de mi amigo Francisco Arévalo. Nos encontramos frente a frente en una librería caraqueña en estos días (el libro y yo, quiero decir), y lo compré, y aquí está sobre la mesa, rozando el platillo de la taza, entre el cenicero y el agua mineral.
De King no había leído media letra, y no lo había hecho por simples razones de mundos que no parecen encontrarse un ápice. No me atraen las novelas de terror y supongo que este señor se especializa en ellas. Aún lo creo. Pero explicaciones aparte, "Mientras escribo" es una obra que pretende reflexionar sobre el trabajo de escritor, sobre el quehacer literario y las variables que lo circundan. Escribir es un oficio, tan oficio como el de herrero o plomero, y entonces hay que dominarlo, de modo que con esa idea abrí el libro para cerrarlo trescientas trece páginas después.
Creo que no hay texto que valga demasiado al configurarse sólo como manual de escritura creativa. Si tal hubiese sido el norte de King la etiqueta del fracaso, en mayúsculas, luciría ahora mismo colgando de su frente. Escribir es un oficio, ya lo he dicho arriba, pero es también uno de los ejercicios más subjetivos de este mundo. Los misterios de la creación literaria empalman con los de la literatura misma en tanto objeto concreto, para lo cual sobran pócimas, recetas, embrujos de cualquier ralea. No hay forma de producir escritores en serie porque una obra de arte tiene poco de Oscar Mayer o Plumrose. A escribir se aprende escribiendo, y por supuesto leyendo, sin caminos verdes de por medio.
No, no se trata de enseñar a escribir. Tampoco de hurgar en los enigmas de la obra literaria para transformarse en el pirata de un océano libresco con la intención de robarle sus secretos, es decir, sus múltiples tesoros. Ahí de ningún modo funciona semejante lógica, y si no pregúntenle a los formalistas rusos, a la crítica freudiana, a insufribles como Derrida y compañía, a lacanianos, marxistas y otras hierbas, al grueso de la teoría literaria de todo el siglo veinte.
El mérito de Stephen King radica en que ha logrado un libro que es en primer lugar una historia: la de sus vínculos con la hechura literaria. Es un texto que en el fondo narra su formación como escritor, la novela de su vida como autor, y eso ya es asunto que, si se hace bien, vale la pena leer porque da luces a propósito de una manera, íntima y única, de aproximarse al ámbito del arte. No es poca cosa.
Lo que el autor obsequia a lo largo de "Mientras escribo" es ni más ni menos que el ars poética de alguien que escribe novelas y cuentos pero que además se entregó a la tarea de pensar de qué va el asunto. Transita los recovecos de la imaginación hecha libro, lo que al fin y al cabo es el cuento de cómo un prestidigitador de palabras (él o cualquier otro) lidia con una frase, con la sintaxis, con la fantasía, con la obligatoriedad de cerrar la puerta del estudio para escribir historias de domingo a domingo llueve, truene o relampaguee. Nos cuenta su labor como orfebre de relatos quizás no tan dignos del fuego o del olvido, y al hacerlo en verdad echa mano de sus poderes de fabulación, y nos atrapa. Francisco Arévalo, con quien semanalmente comparto un café o más para hablar del mundo y de la vida, no estaba equivocado: leerlo resultó divertido y provechoso. Y de qué modo.

8/03/2012

Dioses en la Tierra




No pude ver a Diosa Canales. Yo viajaba mientras la ninfa paseaba su cuerpazo por Upata y Puerto Ordaz. Nada, gajes del oficio, cuestiones de trabajo: ella en el suyo y yo en el mío.
Piernas de infarto, un metro no sé cuánto de carne hecha escultura, da la impresión de que Afrodita se equivocó de arriba a abajo y en vez de bailar en el Olimpo aterrizó por estas playas. Y uno feliz, claro. Para qué decir no, si sí.
Si vamos a hablar de arte, hoy en día lo divertido parece cuajar más que lo sesudo, sostiene Mario Vargas Llosa, aunque no necesariamente lo primero es refractario a lo segundo, o viceversa. ¿Pero quién va a contemplar a una Diosa, Canales para más señas, esperando que te explique el Tractatus de un tal Wittgenstein o la Crítica de la razón pura de ese aburrido que es Kant? Si llega a darse, si por un descalabro de las proporciones ocurre semejante aberración, paso por taquilla, que me devuelvan mis reales y a otro bar porque la noche es joven.
Mi admirado Vargas Llosa acaba de publicar un ensayo como los que me gustan: polémico, atrevido, audaz. Lo que se dice un coñazo en la nariz. En él frunce el ceño a propósito de los tiempos que corren. El simple espectáculo supera lo que décadas atrás sin dudas constituía factor clave en una obra de arte: rigor en la propuesta, profundidad en función de lo expresado, lo cual no llega abrazadito con cierta pirotecnia fácil o el fiasco de artilugios espectaculares para captar público sin mayores exigencias.
El mercado de opciones, de posibilidades, de ofertas en el plano de lo que uno paga para ver es plural, bastante más ancho y ajeno que lo evidente a la primera ojeada (esto lo digo yo), medio vacío o medio lleno según se vea, lo que está requetebién si consideramos aquello que siempre nos ha pateado la espinilla: cada cabeza es un mundo y muy bueno que así sea. No todo es arte, no todo es cánon a lo occidental y san, se acabó. Este planeta no es menos o más porque tal verdad se imponga y la civilización del espectáculo, según la conseja del peruano, pierde fuerza pues cada quien con su cada cual, así de sencillito, sobre todo si la Diosa de tus sueños debe estar tan clara como el agua, despejadita y lúcida como filósofa alemana: no le interesa para nada, qué demonios va a importarle a ella, o a mí en la media luz del escenario, soñando con la planicie de su vientre a pocos pasos, hacer arte o no hacerlo. Afrodita obsequia exactamente eso, un despliegue de música, sudor, poca ropa, feromonas, luces en el cielo, y su figura danzarina termina por ser golpe directo a los sentidos, chorro de adrenalina que te abrasa, te bendice, te deja patitieso, patidifuá, feliz entre cerveza y cerveza y el abismo entre ella y tú termina por aproximarse a dos milímetros. ¿Me comprendes Méndez?
De modo que en mi altar particular Diosa Canales hace de las suyas. La religión del erotismo humedece el pedestal desde el que lanza sus miradas lúbricas y yo, pobre terrícola, pobre mortal, feligrés absoluto o como se llame, soy equilibrista del deseo, trapecista de su cabellera, navegante de sus líquidos y sí, pago el tequila que brinda su espectáculo, y échemelo doble, compa, porque los dioses andan de juerga, deambulan como si nada por el patio, se sientan en mis piernas así sea por cuestiones de taquilla.