10/24/2019

La verdadera realidad


    Siendo niño me convencí de que el mundo está mal hecho. En el colegio las monjas explicaban cómo el mismo Dios se había entregado a la tarea de materializar el universo pero yo, abatido, fruncía el ceño en mi pupitre mientras restaba crédito a semejante historia, no por su condición divina sino por tanto resultado chapucero. Dios, mi Dios, nunca habría firmado obra parecida.
    Entonces, como vivía absorto por los dibujos animados, terminé persuadido de una verdad a rajatabla: ahí yace la perfección total, esa es la realidad digna de los dioses, una tan lejos de este valle de lágrimas que olvídate, somos apenas un deseo, anhelo utópico flotando en líquidos oníricos. Tristes sombras de ve tú a saber qué proyectos abortados.
    En el santoral de mis comiquitas Tom y Jerry ocupó lugar preponderante, y no es para menos. Como en la vida misma, lo bueno y lo malo, lo apetecible y lo aborrecible, etcétera, etcétera, etcétera, hacen de las suyas mientras luchan a brazo partido por llegar triunfantes a la meta. El combate a dentelladas para imponer cuanto creemos, eso que a la postre originó lo que Darwin llamaba victoria de los más aptos -con la diferencia aquí de que los más aptos podían ser los menos, los débiles, los vulnerables, seres a quienes la biología habría barrido de un plumazo- erige como foco ciertas aventuras de un gato y un ratón, con la particularidad de que éstos envían al mismo infierno tanta cotidianidad, tanta cosa predecible de este lado del televisor. Marcan una realidad distinta, permiten suponer un mundo en cuyas leyes tiene cabida el disparate, la sinrazón, la lógica asentada sobre otra forma de contemplarnos ante los espejos. Y ahí aparecía yo, me sentía cómodo entre esos personajes, mi fe en lo que se dejaba ver en la pantalla cobraba carnadura, seguridad a prueba de cañones y entonces no, podía jurar que no vivíamos en el mejor de los mundos posibles -te pelaste de cabo a rabo, Gottfried Wilhelm Leibniz- sino todo lo contrario.
    Las comiquitas eran tan reales como la mesa o la licuadora, tan verdaderas como el lápiz o el maletín de la maestra. Para mí eran la realidad viva y coleando, y lo eran porque llevaban sobre las espaldas el universo que aprendí a meterme entre ceja y ceja. Por eso nunca me intrigó lo que a muchos marcaba frontera con esto que somos: desde su cueva Jerry estiraba el brazo cuarenta o cincuenta metros y al mover con sigilo una mano, tomaba el queso que Tom guardaba a un palmo de su cama. Y Tom, al abrir un ojo y percatarse del robo en pleno desarrollo, alargaba los dedos de una pata, los extendía hasta la cocina, abría con ellos el gabinete, reptaba en su interior y cogía el martillo de aplastar la carne para estrellarlo en las sienes del ladrón. Asunto resuelto, no más problemas por ahora. Al ratoncito le lloverían otras oportunidades para ganar y desquitarse.
    El mundo de El lagarto Juancho, Las Urracas parlanchinas, Mazinger Z o El conejo de la suerte fue uno que sustituyó con creces las verdades truculentas de esa masa gelatinosa, incomprensible, poco agraciada, injusta las más de las veces, en que se había convertido el día a día. Una clase de historia, los ejercicios de matemáticas, delirios como algunas explicaciones sobre el origen del sol o los volcanes y, para remate, fantasías tipo oración yuxtapuesta copulativa, sujeto, predicado, complemento circunstancial y otros chasquidos de la lengua sí que suponían embustes colosales. ¿Qué era en verdad creíble, real, aceptable, el fototropismo negativo de las raíces de los árboles o la voz astuta del zorro Brillantín en Las fábulas del bosque verde? Piensa un poco, adivina. ¿Acaso la realidad invisible de inaguantables restas y divisiones de quebrados, la multiplicación de polinomios, o más bien el vuelo de una nave, entre cometas y asteroides por toda la Vía Láctea, transportando al Capitán Futuro? Sumo y sigo: ¿el concepto de patria, la noción de ciudadano, los deberes y derechos en la Constitución o las fabulosas peripecias del gallo Claudio? Elige tú.
    Lo que soy yo, tomé partido desde pequeñín. Aún en estos días me pregunto por el buen Jerry y sus avatares, recuerdo a Porkys y su tartamudez, vislumbro en el pasado a la tortuga D’artagnan, colgada de una liana, en mil fragores blandiendo su espada nada menos que en combate con un rayo. Esa era, con toda razón, la realidad. Y es que no podía ser de otra manera. Dime tú si no.

10/18/2019

El arte de subrayar los libros


    Voy al café de costumbre: un libro entre las manos, tabaco, macchiato, agua mineral. “Lección pasada de moda”, de Javier Marías, página ciento dieciséis. Entonces comienzo a leer, me atrapan los tentáculos que un buen libro utiliza para enganchar a su presa.
    Y los síntomas van apareciendo. Son sensaciones que disparan sin perdón a quemarropa, pues la magia de la historia ingerida por los ojos no da tregua, y al no darla quiero retenerla, de algún modo obligarla a permanecer conmigo, a la vista, dispuesta siempre a brincarme en los brazos tan pronto haya cerrado el libro y vuelva luego a él con ánimo de perderme en sus entrañas. Leo, operan los mecanismos del simple seducir, entro de golpe en ese estado cuya analogía exacta es la levitación.
    Ya no puedo, ni quiero, evitar el asunto. Cojo el bolígrafo y subrayo. Subrayo lo que me patea, todo aquello escrito con la fuerza para estremecer desde la frase, desde las imágenes, desde el lenguaje, desde las ideas. Resalto, hago anotaciones al margen, también convierto esa hoja impresa en block de notas, consecuencia inevitable de la fascinación. Leer supone entre otras cosas incrementar cuanto me gusta, marcar esto que hallo en los intersticios de un párrafo o en las meras tripas de un decir que no tiene vuelta atrás: hay, repito, que subrayarlo, hay que insuflarle neón a tope, hay que preservarlo en las alturas.
    No te imaginas las mil escenas que he protagonizado gracias a rasguñar folios aquí o allá, porque me da la gana. La gente, tan circunspecta donde se encuentre haciendo de las suyas -quizá en la mesa contigua devorándose un yogurt, engullendo feliz la torta de manzana o dándole a la lengua mientras acaba el helado-, más de una vez me mira como a bicho raro, entomólogo frente al microscopio, y en ocasiones se aproxima sin perder ápice de circunspección para atreverse a gruñir: “¿Sabe qué?, los libros no se rayan, los libros no se maltratan, es que los libros, señor, no se destruyen”.
    Menuda confesión y vaya manera de ponerla en práctica. Como si echarte en brazos de lo que lees, con pasión cultivada desde la niñez, fuese un acto equivalente a monstruosidad sin par, es decir, perfecto crimen de lesa bibliofilia. Frente a tamaña intromisión opto -con circunspección idéntica a la de esta artillera de café- por mandarla al mismo infierno y cerrar de una buena vez el capítulo en cuestión, pero antes de que la potencia se transforme en acto me muerdo la lengua y nada más me limito a sonreír, a dar las gracias, a desear suerte y continuar pegado al buen Marías.
    Tengo para mí que enredarme con un libro implica un toma y dame que pasa por el diálogo, el dime y también te digo, la captura al vuelo de ciertos guiños mutuos y, sin duda, la lúdica experiencia de llevarles la contraria o sucumbir frente a sus argumentos. Para eso es necesario lápiz, bolígrafo, resaltador o cualquier instrumento capaz de dejar huella sobre el texto que leo y que me reta. Subrayar se transforma en diana, punto de fuga de una relación que entre ese objeto y yo hemos labrado a pulso y subrayar, lo digo sin remordimientos, es la mejor forma de ponerme los guantes y recibir mi buena tunda, no sin antes lanzar ganchos, rectos, ramalazos a la cabeza o al hígado y, en fin, intercambiar los golpes necesarios.
    Hay quienes tienen libros, bibliotecas enteras, volúmenes exquisitos cuyos lomos cuchis lucen de lo lindo frente a las cortinas de la sala. Combinan que te cagas. A mí que me registren, pero un libro sin rasguños, sin cicatrices que evidencien su paso por la vida termina siendo algo así como la imagen casta de un puritanismo ajeno a las hormonas, a los líquidos sexuales o al juego de caricias que llevará por fin a la entrega y al orgasmo.
    Desde la mesa del café practico, porque me sale de los cojones, el hecho de subrayar mis ejemplares. De tapa blanda o dura, de bolsillo o de la colección fulana por la que te sacan una buena pasta, subrayar es demostrar cariño, amor mondo y lirondo, interés por cuanto cabe esperar de una charla entre nosotros. Lo demás es monserga y fruslería que para qué te cuento. Y punto, y se acabó.  

10/13/2019

Salir, irse, emigrar


    Emigrar supone mudar el cuerpo pero también el alma. Irse, cuando lo que tenías como horizonte era permanecer en tu lugar de origen, lleva en las entrañas una realidad que no es fácil describir, sobre todo porque irse equivale al destierro que te fractura por lo menos en dos: un pedazo se queda en la tierra donde naciste y otro lleva la mochila a cuestas por esos mundos de Dios.   
    En cuanto a mí, he sido afortunado. Salí con trabajo, con un norte más o menos visible allá a lo lejos. Obtuve una plaza como profesor en la Pontificia Universidad Católica del Ecuador y desde mi llegada sólo encontré muestras de afecto, de amistad, de respeto por el quehacer intelectual, de profundo y consolador espacio para llegar, para intentar crear, para estar.
    En mis tres años en Quito, ciudad que va siendo parte de mis querencias más profundas, he hallado a muchos con menos suerte pero con agallas infinitas si lo que resta es plantarle cara al presente, al futuro. Después de todo, lo urgente pasa por darle un manotazo a la ignominia, eso que Maduro y su corporación del crimen instalaron a lo largo y ancho de un país, lo cual exige tomar el morral, echar ahí lo poco que puedas remolcar en la huida, y lanzarte a la aventura como Quijote lanza en ristre para desfacer entuertos.
    Los he visto llegar apenas con lo que llevan puesto. Los he visto ofrecer en las aceras caramelos por algunos centavos y los he visto agradecer con sinceridad a prueba de fuego la ayuda que viene -a veces tarde, a menudo insuficiente- de otros capaces de encontrar enfrente el reflejo de sí mismos. En el fondo albergamos cierto sedimento que nos aproxima, humanidad que danza codo a codo en Quito, Buenos Aires,Tegucigalpa, Lima o Madrid.
    Me alegra saber que desde aquí, a pesar de los pesares y más allá de incomprensiones bullendo a la vuelta de la esquina, gente hecha de madera única ha dado un golpe sobre la mesa. En Quito, nada más que por mencionar un par de ejemplos, el Servicio Jesuita a Refugiados (SJR) y la Pontificia Universidad Católica del Ecuador (PUCE) llevan adelante planes de ayuda que trascienden paños de agua tibia. La labor desplegada con uñas, corazón y dientes, dice mucho acerca de la realidad que atravesamos: frente a la indiferencia o señalamientos vanos, digamos, por el lugar de procedencia, cabe el trabajo apostólico, la entrega desinteresada de tantos, de muchísimos cuyo punto de fuga es echar una mano, curar, salvar vidas, ofrecer un lugar amplio para que no mueran anhelos e ilusiones. Lo digo con conocimiento de causa: desde la Universidad  he tenido la magnífica oportunidad de acercarme, de participar en el proyecto PUCE-Solidaria y me faltan palabras para agradecer la buena voluntad, el espíritu de hermanos puesto a la orden mediante su Dirección de Identidad y Misión, a la que estoy adscrito. En fin, que la mano amiga y el abrazo sanador viven día a día, sin desfallecer.
    Emigrar es una experiencia que implica cierta esquizofrenia, partición de cuerpo y alma que, como creo haber insinuado al comienzo, desgaja vidas enteras. Me refiero a la migración no sustentada en un proyecto de futuro. Me refiero por supuesto al hecho de salir como sinónimo de escape, de único y urgente modo de salvación cuando en tu tierra eres preso de conciencia, un convicto por tus ideas, por tu pobreza material o por tu falta de oportunidades. Exiliado aún sin haber echado a andar más allá de las fronteras.
    Siento profundo respeto por quienes decidieron quedarse. Gente que resiste, que lucha con fiereza y estoicismo contra los zarpazos del poder omnímodo. Y siento asimismo admiración por quienes forman la diáspora, en su mayoría esparcidos por este planeta sin más andamios para caminar erguidos que la voluntad y la esperanza. Sé que esta verdad terminará por hacer del sufrimiento la escuela del renacimiento. Nada ni nadie me saca de la cabeza una convicción plena: la concreción de un ideal de libertad, la vuelta a sus orígenes de una familia desmembrada -Venezuela- cuya tragedia jamás debió ocurrir.

10/11/2019

Quito, justo ahora


    Vivo en Quito desde hace tres años y hoy cabe de lleno en mis entrañas. Llegar a una ciudad supone un movimiento originado en varios flancos, por lo que llegar a una ciudad implica hacerlo desde la alegría, la obligación, el dolor o la esperanza. En mi caso, todo ello perfiló razones válidas para hacer el equipaje.
    Es verdad que la nostalgia crea nido incluso antes de que el viaje cobre carnadura. Somos animales nostálgicos porque el centro de nuestra condición en gran medida pasa por la necesidad de evocación, punta de lanza a la hora de labrar identidad, mantener afectos y darle un manotazo a esa señora que llamamos desmemoria.
    Llegué a la mitad del mundo un veintinueve de septiembre del año dos mil dieciséis. Camila y Daniel andaban de mi mano. Ana Luisa, mi esposa, arribaría un mes después. Veinticinco días atrás la Pontificia Universidad Católica del Ecuador me daba luz verde para recoger los trapos: había obtenido una plaza como profesor luego de presentarme a concurso gracias al mundo virtual y aquí estaba, plantado en tierra extraña un día antes de mi cita con las autoridades de la Facultad. Eran las ocho de la noche.
    La incertidumbre siempre hace de las suyas, por lo que fue casi imposible descansar. Al amanecer me acerqué a la ventana y un océano de edificios, entre neblina y llovizna sin fin, se extendía como si nada. Ya en la calle el viento helado, unas montañas elegantes, ese ir y venir de la gente ignorándome en su día a día me hicieron sentir bien. Poco a poco comprobaba la nueva realidad. Era un extranjero, debía arreglar papeles, decodificar el entramado en el que estaba y, en fin, acomodarme lo mejor posible al nuevo espacio.
    Una ciudad -esa que puedas llamar tuya-, o cuando menos la idea que de ella me he forjado, pasa por asemejarse al lugar que reviste de algún modo tus expectativas. Si éstas se ven mínimamente incluidas, respiras tranquilo, vislumbras futuros más amables, descubres en ese mismo instante guiños que calan en tu espíritu. La ciudad de Quito, una geografía desconocida horas antes, implicó amor a primera vista. Como en las películas cursis, como esas puestas en escena que ipso facto te dibujan una sonrisa de desdén. Poner pie en ella y comenzar a recorrerla supuso sin embargo aceptación inmediata. Estuve seguro, no me preguntes por qué, de que las cosas estaban en su sitio. Pude haber jurado que todo marcharía de lo mejor.
    Siempre deseé regresar a la Mérida de mis tiempos universitarios, especie de Ítaca que me ha llevado -y me lleva todavía- más de los veinte años que Odiseo necesitó para volver. Ahí fui feliz, quise quedarme, hallé a una mujer, aprendí a conocerme un poco más y dejé amigos que hasta el sol de hoy han dicho hola buenas, pasa adelante, cuando he tocado  a sus puertas. La literatura, el cine, la farra a punta de música y cerveza, baile, decepciones y anhelos de  cualquier pelaje rondaron al alcance de la mano. Alirio Pérez Lo Presti, Mariano Nava, José Rodríguez, Lis Torres, Lubio Cardoso, María Fuentes, Jesús Alberto López, Juan Sebastián Rodríguez, gente que sabía trocar pedazos del minutero en amistad pura y dura aún forman parte de mis posesiones más profundas.
    Así, en Quito, los pasos iniciales se convirtieron en regreso a los orígenes, ámbito en el que aprendí a ver en la ciudad una extensión de la casa, del nicho infantil o adolescente cargado de fútbol, patineta, novias furtivas y sueños tramados para cuando asomara la adultez. Quito trajo de inmediato remembranzas que llevaban rato hundidas en el pozo de lo tantas veces ansiado y  tantas veces confinado al pasado, hecho extraño  que en buena hora vino a aparecer, ya con la amenaza de concreción inesperada, sorpresiva, fabulosa. Justo cuando el desarraigo toca el portón sin solicitar permiso, dos ciudades se abrazan en casi idéntico horizonte.
    Durante tres años la experiencia no ha variado un ápice. Semejante diálogo fructífero, tan sencillo y mágico como evocar o soñar continúa vivo. Una ciudad y otra juegan al gato y al ratón, buscándose, hallándose en rincones escondidos, desencontrándose después y volviendo a hurgarse mutuamente, de modo que la nostalgia, asunto de lo más curioso, envuelve con su aliento traducido en país y en época ya ida -de aulas universitarias, habitaciones baratas, vida estudiantil, mochilas y cuadernos- y deja a su vez la estela de sosiego tan necesario en momentos lejos del lugar amado.
    Entonces aquí, justo ahora, Venezuela cabe en una acera, un café o el libro de turno que llevo bajo el brazo. Más de una vez, sentado en cualquier terraza con el marrón enfrente, novela a mano, agua mineral y tabaco, los atardeceres bien podrían ser alguno en Margarita, Upata o Puerto Ordaz. El dolor y los crímenes que ha soportado mi país tienen la particularidad de inmiscuirse hasta en lo que suponía más refractario a ellos: cuando Heinrich Böll o Thomas Mann se desmigajan entre los dedos a las cinco en punto de la tarde, pienso, rememoro, me hundo hasta lo indecible en una Venezuela que, ultrajada durante veinte años de inquina, insiste en continuar de pie, erguida, entre heridas abiertas y cicatrices supurantes.
    Pero decía arriba que desde el primero de mis días en Quito la complicidad apareció como fantasma en las esquinas, en los buses, en la universidad, en el frío de una ciudad donde he hallado amistad, trabajo, refugio, motivos para hacer de los recuerdos el amasijo de afectos que son también terapia, puesta al día en función de lo que he sido y soy. Y es una verdad monda y lironda. Nunca como en estas horas me doy cuenta de que ha sido bueno andar tantos kilómetros para corroborar que estés donde estés y pase lo que pase, la maleta que llevas contigo termina por increparte cuando te miras al espejo y ahí apareces, ahí te ves de cuerpo entero: perteneces a un lugar, cargas tus memorias y tus muertos y el mundo te alberga sin que dejes de anhelar aquel espacio donde una vez todo comenzó. Es una verdad y es un alivio compartirlo. Tres años después lo confirmo a plenitud.

10/04/2019

El filósofo


    Que la vida no es un valle de lágrimas Percy lo suscribe de pe a pa.”Dolce far niente” es una frase que le viene como anillo al dedo, hay que ver, sobre todo por esa disposición, ese buen tono para vivir demostrado hasta en los peores días de su existencia (no te creas, los ha tenido y muy muy feos).
    Aprendí a verlo como el mejor de los ejemplos si es preciso darle un manotazo a la tristeza, al pesimismo o la apatía. Nunca conocí a un ser capaz de buscarle un último sentido a la lógica más aplastante o al absurdo más rocambolesco. No te imaginas cómo es, cómo se maneja ante la adversidad, qué haceres le da por desplegar donde y cuando se le venga en gana y de qué forma le saca punta incluso hasta a las piedras. Para decirlo de una buena vez, es un filósofo por donde lo mires.
    Si el saber ocupa espacio no te quepa duda de que se encuentra en sus entrañas. Lo veo, escudriño su conducta, observo con impaciencia el método que poco a poco tengo la esperanza de llegar a descubrir  y juro por mis muertos más frescos que es como para no creerlo. Un filósofo, es de verdad un filósofo de cabo a rabo, un filósofo como los de antes, duro, abrasivo, abarcador, capaz el muy cabrón de haber elaborado un sistema apto para hurgar aquí y allá, para explicar mil y una cosas y ahí lo ves, tan tranquilazo, echado en brazos de la modorra como quien nunca rompió un plato. Los platos de la sabiduría, claro, esa cosa típica de iluminados, gente rara, personajes convocados ve tú a saber por qué o quién para hurgarlo y comprenderlo todo. Menudo hallazgo, vaya forma de andarse como si nada por el mundo.
    Aprovecho para decir que me siento afortunado. No es asunto de todos los días recibir de golpe una enseñanza, algún ejemplo inigualable, cierta revelación a propósito de los misterios del universo o como diablos se le diga. Soy un hombre con suerte entre otras cosas porque nada hice para merecer tal privilegio. Imagina cuántos viven detrás de lo que a mí se me ofreció sin más. Imagina lo que significa verse de pronto arropado por la buena estrella. Qué va, compañerito, no y no. Ni hablar de lo que esto significa.
    Alguna vez, estando yo a punto de quebrarme por razones que no viene a cuento detallar, lo vi pasar y detenerse justo frente a mí para de seguidas escrutarme con ojos llenos de profunda lucidez. Era una mirada más allá de las miradas,  con el instrumental a cuestas listo para afrontar las grandes o mínimas tribulaciones del día a día. Ahí estaba inmóvil, enfrente, y bastó verlo un segundo para que esas pupilas encendidas arrojaran la solución perfecta a cuanto me aplastaba. Inspiradora, intuitiva, estimulante, aleccionadora, llámala como quieras, pero la verdad es que en lo más hondo de su entrevisión me hallé de pronto, en pleno abordaje de otros planos, otras realidades y otras maneras de entrarle al arte de existir.
    Desde ese día soy un hombre nuevo. No con la novedad que -falsa y ridícula- pregonan profetas de a pie, charlatanes de la política y personajillos del New Age, sino alguien cuya esencia rodó con los patines bien calzados por los oscuros rieles del conocimiento.
    Entonces permaneció quieto, con sus ojos clavados en mí, observándome paciente y no sin un dejo de desdén. Por fin, después de haber visto la luz, comprendido y siendo otro, seguí mi camino, chasqueé los dedos para que se acercara y como de costumbre acaricié su lomo y le busqué galletas en señal de gratitud. Se quedó ahí, feliz, moviendo rápido la cola y mordisqueando sus manjares.