Siendo niño me convencí de que el mundo
está mal hecho. En el colegio las monjas explicaban cómo el mismo Dios se había
entregado a la tarea de materializar el universo pero yo, abatido, fruncía el
ceño en mi pupitre mientras restaba crédito a semejante historia, no por su
condición divina sino por tanto resultado chapucero. Dios, mi Dios, nunca
habría firmado obra parecida.
Entonces, como vivía absorto por los
dibujos animados, terminé persuadido de una verdad a rajatabla: ahí yace la
perfección total, esa es la realidad digna de los dioses, una tan lejos de este
valle de lágrimas que olvídate, somos apenas un deseo, anhelo utópico flotando
en líquidos oníricos. Tristes sombras de ve tú a saber qué proyectos abortados.
En el santoral de mis comiquitas Tom y Jerry
ocupó lugar preponderante, y no es para menos. Como en la vida misma, lo bueno
y lo malo, lo apetecible y lo aborrecible, etcétera, etcétera, etcétera, hacen
de las suyas mientras luchan a brazo partido por llegar triunfantes a la meta. El
combate a dentelladas para imponer cuanto creemos, eso que a la postre originó
lo que Darwin llamaba victoria de los más aptos -con la diferencia aquí de que
los más aptos podían ser los menos, los débiles, los vulnerables, seres a
quienes la biología habría barrido de un plumazo- erige como foco ciertas
aventuras de un gato y un ratón, con la particularidad de que éstos envían al mismo
infierno tanta cotidianidad, tanta cosa predecible de este lado del televisor. Marcan
una realidad distinta, permiten suponer un mundo en cuyas leyes tiene cabida el
disparate, la sinrazón, la lógica asentada sobre otra forma de contemplarnos
ante los espejos. Y ahí aparecía yo, me sentía cómodo entre esos personajes, mi
fe en lo que se dejaba ver en la pantalla cobraba carnadura, seguridad a prueba
de cañones y entonces no, podía jurar que no vivíamos en el mejor de los mundos
posibles -te pelaste de cabo a rabo, Gottfried Wilhelm Leibniz- sino todo lo
contrario.
Las comiquitas eran tan reales como la mesa
o la licuadora, tan verdaderas como el lápiz o el maletín de la maestra. Para
mí eran la realidad viva y coleando, y lo eran porque llevaban sobre las espaldas
el universo que aprendí a meterme entre ceja y ceja. Por eso nunca me intrigó
lo que a muchos marcaba frontera con esto que somos: desde su cueva Jerry
estiraba el brazo cuarenta o cincuenta metros y al mover con sigilo una mano,
tomaba el queso que Tom guardaba a un palmo de su cama. Y Tom, al abrir un ojo
y percatarse del robo en pleno desarrollo, alargaba los dedos de una pata, los
extendía hasta la cocina, abría con ellos el gabinete, reptaba en su interior y
cogía el martillo de aplastar la carne para estrellarlo en las sienes del
ladrón. Asunto resuelto, no más problemas por ahora. Al ratoncito le lloverían
otras oportunidades para ganar y desquitarse.
El
mundo de El lagarto Juancho, Las Urracas
parlanchinas, Mazinger Z o El conejo de la suerte fue uno que
sustituyó con creces las verdades truculentas de esa masa gelatinosa, incomprensible,
poco agraciada, injusta las más de las veces, en que se había convertido el día
a día. Una clase de historia, los ejercicios de matemáticas, delirios como
algunas explicaciones sobre el origen del sol o los volcanes y, para remate,
fantasías tipo oración yuxtapuesta copulativa, sujeto, predicado, complemento
circunstancial y otros chasquidos de la lengua sí que suponían embustes
colosales. ¿Qué era en verdad creíble, real, aceptable, el fototropismo
negativo de las raíces de los árboles o la voz astuta del zorro Brillantín en Las fábulas del bosque verde? Piensa un
poco, adivina. ¿Acaso la realidad invisible de inaguantables restas y
divisiones de quebrados, la multiplicación de polinomios, o más bien el vuelo
de una nave, entre cometas y asteroides por toda la Vía Láctea, transportando
al Capitán Futuro? Sumo y sigo: ¿el concepto de patria, la noción de ciudadano,
los deberes y derechos en la Constitución o las fabulosas peripecias del gallo
Claudio? Elige tú.
Lo que soy yo, tomé partido desde pequeñín.
Aún en estos días me pregunto por el buen Jerry y sus avatares, recuerdo a
Porkys y su tartamudez, vislumbro en el pasado a la tortuga D’artagnan, colgada
de una liana, en mil fragores blandiendo su espada nada menos que en combate
con un rayo. Esa era, con toda razón, la realidad. Y es que no podía ser de
otra manera. Dime tú si no.