8/28/2020

El dulce encanto de lo cotidiano



    Tengo la impresión de que esa cosa llamada realidad a veces nos pone de cabeza. Muchos creen que lo extraño o lo insólito, situaciones cargadas de pólvora que terminan  haciendo  bum por el  lado  más flaco, sólo ocurren cada tantos años.

    Jejeje, y se equivocan, por supuesto. Juro y rejuro que este mundo posee menos compartimentos estancos de los que te imaginas. Lo uno y lo otro viven abrazados, besuqueándose a plena luz del día y allá tú si esperas la noche, sus embrujos, sus mitos o sus sombras para darte de bruces con lo inesperado.

    En lo que a mí respecta -como diría un señor muy serio y para remate rascándose las barbas y enarcando mucho las cejas- soy la abstención completa en tales menesteres. Traducido a mi lengua: conmigo no cuenten para eso. A diario lo más raro del universo cabe entero por la hendija de lo cotidiano, de modo que olvídate de lo demás: a mediodía, a cualquier hora de la tarde o mientras disfrutas del café luego del almuerzo ahí está, la caja de Pandora libera sus aromas, suelta sus demonios, entra de cabeza -por puerta principal o por ventanas- a la sala y se acomoda sin vergüenza en el sofá frente a la tele. Dime tú qué le vamos a hacer.

    De niño tenía la seguridad de que la vida era un gigantesco plató de filmación. Cuanto hacías o dejabas de hacer siempre iba a parar al lente de una Sony, manejado con habilidad por el Fellini de turno, así que vivir consistía en sumergirse hasta las narices en una película sin fin. Después me dio por pensar que en la calle todo automóvil implicaba la versión menos humana de ciertos personajes conocidos. Mirar de frente al Ford Fairlane 78 impresionaba por el parecido con el tío Francisco. El parachoques, los focos, la cara del Fiat Superfiorino del 80 expresaba el vivo retrato del primo Edgar, y así. 

    Más adelante, quizás a los once o doce años, gocé encontrando a mis actrices favoritas. No me lo creerás pero en la calle Miranda de Upata, justo a media cuadra de la plaza, topé de frente con Ursula Andress. En cierto punto del mercado, por la esquina de la Ayacucho, noté que caminaba hacia mí nada menos que Uschi Digard, con sus piernas de infarto, culpable de sueños eróticos a diario. Y sólo para darles otro ejemplo, en plena adolescencia me divertí hasta lo indecible sentado en algún banco y mirando los zapatos de algunos caminantes. Imaginaba el rostro de la joven, del chiquillo andando con su madre o de ese anciano que lucía bastón, anteojos y mocasines brillantes y de trenzas. Al cerrar los ojos y soñar fisonomías, y luego abrirlos, tenía enfrente la cara que daba por exacta mi elección. Créeme que todavía hoy experimento asuntos similares pero no, qué va, olvídate de que los cuente aquí.

    Hay escritores, pongo por caso, que se dicen hacedores de historias sobrenaturales. Bien por ellos. A mí me parece un disparate semejante afirmación, sobre todo cuando la rutina, esa señora desdentada tan llena de bostezos para tantos, en verdad acaba por obsequiarte una patada en la nariz.  Leía el otro día a Juan José Millás y como liebre saltó a la palma de mi mano una frase que fue bala en el centro de la diana: “existen autores que buscan la puerta de lo fantástico. Yo busco la puerta de la realidad”. Entonces dije hay que ver, mira a este individuo que anda por ahí con muchísimo en común contigo, y qué bueno y qué divertido sería convidarlo a un café, a una cerveza o lo que sea, mientras enciendes tu tabaco y charlan de lo que les dé la gana.

    Aquí, sentado en esta mesa que da al fondo de una terraza adornada con calefactores llamativos y macetas de flores apiñadas, distingo a un hombre embutido en sobretodo negro. Lleva lentes, hojea el periódico, usa bufanda gris y observo un libro -no alcanzo a leer cuál- a un lado de su taza. Juan José Millás goza tanto de la tarde como yo.

8/14/2020

El café de Jaramillo

 

    Como les he contado antes, me gusta sentarme en los cafés a contemplar, a ver pasar la vida. En ellos pienso, escribo, leo, y a lo largo de los años terminé siendo fiel a algunos pocos.

    En Upata, Puerto Ordaz o Caracas hice de cuatro o cinco  ese lugar al que llegas, tomas asiento, enciendes tu tabaco y las cosas empiezan a perfilarse de otro modo. En París hubo uno, Terrasse 17, donde acudía todas las noches a leer en una mesa con dibujos surrealistas de lo más llamativos. En Quito tengo unos cuantos que no cambio por nada a estas alturas.

    Pero ninguno como el café de Jaramillo, en la entrañable Mérida. Viví los años universitarios en esa ciudad, que también fue un hogar -no cualquiera merece el sustantivo-. En la avenida 4, en pleno centro y a media cuadra de la plaza, el café de Jaramillo apenas se distinguía. Mínimo, sin aviso que lo identificara, sólo si mirabas hacia adentro por la única puerta de entrada y de salida te percatabas del asunto. Café de tres metros por cuatro, par de mesas, barra humilde e iluminación precaria.

    Ahí, en el pasillo formado entre aquella barra y la pared de fondo hallabas de pie a Jaramillo. Hombre de mundo afincado en una Mérida que lo atrapó por su belleza, conversador, cascarrabias, lanzaba improperios cada diez minutos a fiscales de tránsito que hacían sonar sus pitos desde la  vereda. En uno de sus extremos, sobre la barra, la máquina para el café daba cuenta del espacio como una extraña nave sideral. Era una Gaggia viejísima que en aquellos tiempos debió tener más de cuarenta años y vomitaba sin pudor el peor café sobre la faz de la Tierra. Pero qué importaba eso, el café de Jaramillo era mágico por donde lo vieras y al poner tus zapatos en él accedías a otra dimensión. Todo ayudaba en un escenario de película: el aroma del grano molido, la estampa literaria del dueño -como salido de un cuento de Cortázar-, los afiches, cuadros, avisos publicitarios en las paredes y la Gaggia, rodeada de un vapor que jamás se disipaba. En fin.

    Cada tarde acabé yendo a ese lugar fantasmagórico por el sencillo placer de conversar con aquel hombre y verlo metamorfosearse en mil individuos diferentes. Gentleman cuando los interlocutores daban para ello, viejo de muy malas pulgas si quienes pedían una Pepsi eran colegiales alborotadores, galán piropero en medio de señoras de buen ver, y así. El café intragable del monstruo sobre la barra apenas era un mal menor porque Jaramillo pasó a ser la parada necesaria a las cinco de la tarde. En sus mesas polvorientas escuché, presencié, tuve frente a mis narices el teatro de lo más genuino multiplicado por cien.

    A un lado el Santa Rosa, amplio y cómodo, entraba de lleno en el imaginario de lo que entendemos por el típico establecimiento de un café venezolano. Muchas veces, mientras pasaba frente a él, vi a Ednodio Quintero íngrimo y solo, con su taza y su cigarro y su rostro hundido en pensamientos quizás soñando un cuento. Si caminabas algunos metros hacia la plaza y atravesabas la calle, te dabas de bruces con el Rodos, éste sí, café pomposo con terraza y pretensiones que para entonces poco llamaban mi atención.

    Cuando terminé los estudios dejé Mérida y por cuestiones académicas regresé ocho años después. Llegué a un congreso en el Instituto de Investigaciones Literarias de la Universidad de Los Andes, espacio al que aparte de lo profesional me unían afectos muy profundos. La ciudad que me había marcado desde mil horizontes continuaba ahí, cálida y hermosa, lista para saborearla como lo había hecho tanto tiempo atrás. Vagué por la avenida 4, busqué con ansias el café de Jaramillo como si nunca me hubiera ido, como si aún el estudiante que fui, mochila al hombro, se dirigiera una tarde cualquiera a ese recinto novelesco. El Rodos lucía igual, el Santa Rosa permanecía en su sitio y el café de Jaramillo, cerrado ahora, dejaba ver un anuncio comercial sobre el marco de la puerta. Era una tienda de pantaletas, sostenes, perfumes baratos y bisutería. Estuve contemplando un rato, volvieron los recuerdos, entonces seguí mi camino. Había acabado un mito.

8/07/2020

Borges y yo

     Una biblioteca es ese espacio donde los amigos se reúnen para decir. Los amigos son los libros y tú, claro está, de modo que hay de todo: solemnes personajes tapa dura con letras doradas en el lomo, humildes individuos salidos de ediciones de bolsillo o apolillados ejemplares de segunda mano.

    Cada quien con su  cada cual, toda obra se abre camino en función de lo que guarda en las alforjas. Llegan a ti, también tú te aproximas a ellas, hasta que en algún momento ocurre la alianza, sello de fuego en honor a guiños establecidos, complicidades poco a poco forjadas y gustos compartidos sobre esto, aquello o lo otro.

    Mis libros ganaron presencia gracias al forcejeo que llevamos a cabo, pulseada de camioneros donde lo importante es descubrir si vales o no la pena para el otro. Mientras Diálogos de conversos, por ejemplo, se empeña en imponer sus postulados, o El olor de la guayaba dice lo que le dé la gana, por llevarles la contraria me planto en la línea de enfrente, al otro lado de la acera, y así el toma y dame cobra carnadura. Ojos morados, dientes volando por los aires, magulladuras y raspones, cualquier cosa puede suceder. Él dice A, yo digo B, hasta que quizás termino por devolverlo a su anaquel y ya, y no pasa nada, y otro día, el menos esperado, como si los astros de pronto coincidieran para que la constelación exista, ocurre el milagro: teníamos que conectarnos, y nos conectamos; teníamos que ser mano que entra con suavidad en el guante, y es lo que se cumple; había que transformarse en lomo de gato listo para la caricia y la acción se desarrolla a la medida.

    Porque cada libro tiene su tiempo para ser leído, alzo la vista y lo noto. Toda una vida en esa tabla donde reposa junto a Lección del maestro -Henry James siempre hace de las suyas- y La metamorfosis, no me animo todavía a abrirlo, a echarme entre sus hojas. Entonces de golpe siento, no me preguntes cómo ni por qué, que llegó la hora, que es el instante preciso, y golosamente devoro cada letra, cada página, cada hecho de la trama, y el júbilo colma y se desparrama y brinco y canto como lo que soy, duende o niño encantado por el más perfecto acto de magia.

    En mi biblioteca caben todos los momentos, todas las historias. Quizás por eso en semejante punto sé que el mañana es ayer y el hoy se cuela por la retina de un ojo que sólo contempla, asombrado, un mundo sin minuteros donde para qué diablos  los relojes. Si los fantasmas existen ocupan la morada sembrada de volúmenes que cualquier biblioteca digna de ese nombre es capaz de llevar en sus profundidades. Espíritus de escribidores, fantasmas de ideas que de a poco fueron convirtiéndose en historias, espectros de versos, églogas o cantos donde la Ilíada y Homero, pongo por caso, miran de reojo cada noche.

    Leo en mi sillón y de repente salto como liebre. Escribe Jacques Bonnet que “los libros no sólo permitían sanas escapadas de la realidad sino que contenían también herramientas que ayudaban a descifrarla”. Es decir, huir del espacio que te asfixia y a la vez dar cuenta del modo como hacerle frente, hurgándolo para adivinarlo. Menuda realidad. Entonces esperas lo que ciertos ejemplares únicos pueden regalarte, si llegas al momento y a la hora. ¿Tu obsequio?, llaves para continuar abriendo puertas.

    De las bibliotecas busco y procuro la paz que siempre encuentro en ellas. Entre un libro y yo funciona el justo mecanismo cuyo derivado es la alegría. Razón tuvo otra vez Jorge Luis Borges, para quien -cito de memoria- lo anterior se traduce en nada menos que una de las formas de la felicidad.