12/22/2017

Muñecas rusas

    Los atardeceres en Quito son el destello de una playa en Margarita. Aquí el poniente es el lado especular de cuantas sensaciones escondo en mi ADN, o lo que es lo mismo, mirar el horizonte y sus colores desde la mesa en la que escribo supone experimentar, como un vicario del que fui en Venezuela, imágenes, matices, olores y ese tono de luz único que cubre todo cuanto toca a las cinco en punto de la tarde.
    A nueve grados, desde la terraza que me sirve de trinchera vislumbro el trópico. Calores y cayenas, olas, brisa y el aguamarina de un país que revienta en las entrañas. Quizás sea eso la nostalgia: un mundo dentro de otro mundo, muñeca rusa que se erige frente a ti mientras lees o intentas escribir en la atalaya que has labrado muy lejos de tu casa. Entonces piensas en los grandes solitarios de esta vida, seres que han llenado páginas de una literatura que no te es extraña, que has masticado desde niño. Piensas en el viejo Robinson allá en su isla desierta, piensas en la Maga y sus locuras, su modo de plantarse en el mundo y afirmar ésta soy yo y vivo desde la hondura más íngrima. Piensas en el fabuloso Leopold Bloom, en los heterónimos jamás acompañados de Pessoa. Piensas en las Soledades de alguien llamado Góngora. En ellos cabes, en ellos tienes la doble implicatura de verte y de sentirte.
    Mientras escribo contemplo la línea espumosa de una tarde en playa El Agua y veo desmigajarse el minutero del ocaso en Puerto Ordaz. Miro calles resplandecientes de mi pueblo justo ahora, cinco y cuarenta y siete, y te cuento que el reloj no se equivoca, como tampoco el hecho de saber que te mueves como pez en el mar de la memoria, en las babas del tiempo, y así nadas entre una muñeca y otra, deambulas por ellas, atraviesas como si tal cosa la malla elástica, porosa, finísima que separa lugares, soles o tempestades.
    Vuelvo y repito, es probable que en ello radique la nostalgia. Le das un puntapié al olvido hasta que por fin haces con él lo que el artista con el barro: creas tus utensilios, juegas con la tierra para inventar e inventarte. Morriña, saudade, ve tú a saber cuál es la etiqueta y qué puede importar.
    Busco en mi libreta una frase de Camus que anoté hace tiempo. “¿Qué es la felicidad sino el simple acuerdo entre un ser y la existencia que lleva?” La escribió en Nupcias, un libro de sus comienzos. Ahí, de semejante acuerdo deriva buena parte de lo que vamos siendo. Lo que vamos siendo, por supuesto, es el presente y es la memoria y ahora lo veo: el acto de recordar es un fenómeno que se abraza a la nostalgia, quizás única manera de patear en la ingle a la señora amnesia. Dime tú si no.
    En Quito, a esta hora el claroscuro le hace el amor al horizonte. Desde el frío pega el calor de otros instantes y me dejo llevar. Memorias, saudades, soledades a la sombra de una pipa o de un tabaco. Venezuela cabe por completo en una bocanada.

12/09/2017

Un clásico

Un regalo de los dioses: Poncho Sánchez & Óscar de León. Sin comentarios.
Les dejo el link: https://www.youtube.com/watch?v=RzLrzkbaRqk

Objetos polvorientos

    Desde niño tuve la sensación de que revelar el mundo equivale a cierta forma de felicidad. Cada quien opta por el tránsito que llevará a cabo, sigue recto o dobla hacia la izquierda, y en ese vaivén construye su día a día, su particular nicho en esta vida que es de todo menos de color rosa.
    Lo digo porque la otra vez, contemplando desde el sofá algunos ejemplares de mi colección de gatos, pensaba en lo que he aprendido sólo investigando aquí y allá para conocerlos más. Cuánto tiempo he invertido al hundirme en lugarejos de todos los pelajes con la esperanza de hallarlos en madera, en metal en arcilla o ve tú a saber qué más.
    De algo puedes estar seguro: coleccionar objetos no es sólo compilarlos. Menuda estupidez la equivalencia entre la simple, árida posesión y la satisfacción automática. Coleccionar postales, monedas, lápices o exlibris es regresar de alguna extraña manera a uno mismo porque, dime tú si no, semejante ruta trae aparejada la alegría, seguida de un aprendizaje sinónimo de autodescubrimiento.  En el fondo, coleccionar implica encontrarte a partir de eso que rastreas.
    Cuando te metes en el ojo del huracán que coleccionas buceas en la memoria, te sumerges en la historia menuda, sin mayores pretensiones, escrita en minúsculas sobre la piel del universo cotidiano mientras das cuenta del pasado,  esplendoroso o no, estimulante o no, pero humano al fin y bebes de él cuanto puedes, para bien y para mal.
    Coleccionar objetos es quizás otra forma de amor: amas aquello que persigues con la pasión a tope, y al encontrar lo que buscas arrancas un pedazo de felicidad quién sabe a qué o a quién. Por mi colección de marcalibros he vagado años enteros escudriñando formas, mensajes, diseños, historias de afecto o de vileza detrás de un objeto en especial, y por los felinos ocurre otro tanto: creo conocerlos hasta en su fuero interno, desde el divino rol que disfrutaron en el antiguo Egipto hasta el presente, no otro que deambular a veces entre bolsas de basura olisqueando sardinas, envases putrefactos, restos apenas comestibles mientras la elegancia hace de las suyas, mientras un mazazo de entera libertad ronronea por los solares a la luz de la Luna.
    Vale el esfuerzo de detener los minuteros y restregarle al tiempo la mueca del olvido hecho presente, rescatado de las garras, de las fauces del nunca jamás que, gracias a tu labor detectivesca, ya no tendrá el horizonte únicamente para sí. Coleccionar botellas, piedras o cajas de fósforos es al fin y al cabo limpiar de telarañas lo que vamos siendo y es así mismo zarandear a la alegría para que de cabo a rabo abra sus alas, de par en par y a plena luz. Ni más ni menos.

12/02/2017

Leer con hambre

    Cuando me acerco a un libro lo hago desde las tripas. Es lo que procuro mantener como función catalizadora entre tanta página escrita y entre el cúmulo de desechos  que en buena medida ofrecen las librerías.
    Semejante esperanza echa mano de la más pura condición hedonista, porque la verdad sea dicha: no concibo leer sin consecuencias placenteras, lo cual, llámenlo ustedes como quieran, a estas alturas va siendo poco menos que un vicio del que no estoy dispuesto a prescindir. La lectura por obligación, porque alguien la impone y se acabó, termina por trocarse en perversión. Supone el uso de la fuerza ante un ejercicio que debería ser voluntario. Leer porque algún hijo de la gran puta te pone un treinta y ocho en plena sien resulta un crimen, de lesa inteligencia para ser exacto, y no hay cárceles suficientes en La Haya para tanto bienintencionado a la hora de repartir el gusto por los libros. Pienso en padres y  maestros, instituciones de cualquier pelaje, ciertas campañas a favor de la literatura, Ministerios y demás lugarejos por el estilo.  Una de dos, o lees porque es un hacer apasionante o no lees y al carajo García Márquez, Heinrich Boll, Dumas, Rulfo  y la madre que los parió.
    Tengo la costumbre de largarme a  buscar historias tantas veces como pueda. Y si la cosa es justamente ésa, poder, créeme que soy capaz de echarme a las espaldas el trabajo pendiente de hoy, de mañana y de pasado, con el delicioso objetivo de entregarme entonces a una librería de viejo. En esto me acompañan Camila y Daniel, mis dos pequeños mosqueteros, y río de lo lindo al percatarme, al verlos escudriñar con la curiosidad comiéndoles el corazón, entre anaqueles polvorientos, pilas destartaladas o mesones cubiertos por ejemplares apolillados.
    Salir a buscar libros equivale a salir de cacería. Literalmente hurgamos en terrenos literarios para luego, con el botín a cuestas, caer sonrientes por el Sweet & Coffee y despedazar gozosos a las víctimas. No hay mayor placer, tenlo por seguro, que una mañana de sábado en trajines semejantes. Leer con la esperanza de hallar esa escritura que te agarra por el cuello y no te deja escapatoria, que te refleja en sus letras, que dibuja sobre el lecho profundo de algunas ideas el perfil que reconoces como tuyo. Cuando eso ocurre, lees seis o siete párrafos, te detienes de pronto, ves pasar la vida alrededor y de seguidas continúas hundiendo los colmillos en la carne blanda del papel.
    No quieres que se acaben las historias, no deseas que culmine el embrujo. Me ocurre con Cortázar, con  Mario Vargas Llosa, me pasa con Paul Auster y acabo de sentirlo al ingerir la autobiografía de Salman Rushdie, seiscientas y tantas páginas de magia pura y dura.
    Leer con hambre y descubrir, probado el plato, que el paladar agradece cada sílaba que engulles. A nada menos está llamado quien espera el goce como recompensa en su vaivén con títulos, carátulas, cubiertas de tapa blanda o dura e historias llegadas de todos los confines. Al final, por fin exclamas: hay que ver, menuda felicidad ésta. Y dices gracias, que se repita, y también Amén.