1/15/2007

Objetividad a toda prueba

Hay gente dedicada a meterse en cosas raras. Sólo por mencionar a la familia, yo, por ejemplo, llevo trece años meditando sobre quién llegó primero, si el huevo o la gallina. Por si esto fuera poco, un primo lejano analiza de cabo a rabo, todos los días de su vida, el espín tal del electrón cuál, vaya usted a saber cómo y por qué.
Ayer, un señor muy afectuoso obsequiaba algunos besos a una dama, justo en la mesa contigua a la que había elegido quien escribe. Nadie de los presentes pudo percatarse, por simples razones de geografía (los otros comensales estaban lo suficientemente distanciados) que un mesonero, recatado y como quien cuenta algún secreto, le pedía al enamorado más decoro al expresar sus sentimientos. Lo que unos besos de lo más ingenuos provocaron, me pareció el colmo de la exageración llevada al plano del reclamo.
Entonces, cuando todo parece volver a lo normal, enciendo el televisor y la realidad supera nuevamente a la ficción. Ahora resulta que un político exige al periodista que practique la objetividad, asunto que me devuelve al inicio de este escrito: hay gente dedicada a meterse en cosas raras.
Supongo que lo de objetivo pasa por hecho tan normal como ir al baño o ponerse la camisa. Esa es una palabreja que efervece en la mayoría de las bocas. Andarse con objetividades, digo, para el político de marras debe consistir en cuadricular la realidad de modo que esa realidad no presente mayores diferencias con aquella que percibe un chino, un alemán o un esquimal. Para esta gente la objetividad tiene certificado de origen, fecha de caducidad y no es más que un buen aparatico listo para producir salchichas, es decir, nada menos que piezas en serie.
Soberbia estupidez, claro. Ocurre que la objetividad se da de bruces con el más puro concepto de lo humano, pues es sabido hasta el cansancio que cada cabeza es un mundo, y si no pregúntenle al psiquiatra. Para complacer al político, digamos que para darle gusto, tendríamos todos que estar locos, lo cual tampoco es que sea un embuste muy sonoro, pero lo que sí es cierto es que de la objetividad en cuestión se va directo al manicomio. En fin, que lo único objetivo que conozco es una piedra o un tornillo o un alambre retorcido.
Pero ser objetivo está de moda. La objetividad se balancea a sus anchas incluso en las escuelas de comunicación social. El periodismo objetivo, frase disparatada que más de una vez ha salido de las entrañas de los medios, pareciera ser usada para edulcorar textos o imágenes, lo que llama mucho la atención, por razones más que obvias. Que lo diga un político cualquiera, pasa. Pero que lo manifieste un comunicador es preocupante.
Me siento a teclear y, justo a tres para las doce, un insecto atraviesa la pantalla del computador. Es ajeno a mí, no me ve, no se percata. Lo sigo con la vista mientras mantengo el ritmo con los dedos hasta que alza el vuelo y se pierde en el estudio. Ese bicho es objetivo, desde luego. Yo sí que no lo soy, y no porque me sea negada de buenas a primeras la condición de insecto o cosa repugnante (hay quienes son eso y algo más, ¿no le parece?) sino porque he sido capaz de vislumbrarlo, de hacerme una idea, de formarme un concepto, de enredarlo entre neurona y neurona. De modo que la objetividad tiene poco que ver con el homo sapiens sapiens, si es que no me estoy equivocando demasiado. Total, que entre seguir con mis indagaciones sobre el huevo o la gallina y exigir ser objetivo a quienes por naturaleza son su antítesis, me quedo con lo primero. Cuando menos existe la posibilidad, remota pero posibilidad al fin, de entresacarle el misterio a quien lo guarde, sin abogar con semejante acto por la demencia colectiva. La objetividad, si a ver vamos, es el último grito de la necedad. Hay que ser bien politiquero, hay que ser.


1/07/2007

Cultura a secas

A raíz del artículo 14 de la Ley de Responsabilidad Social en Radio y Televisión, muchos intérpretes, compositores y gente vinculada con el arte aprueban felices que el cincuenta por ciento de la programación musical en los medios consista en producción nacional. Supongo que la idea está asociada con una mano cuidadora, es decir, con la confianza en que un artículo como ése protegerá lo nuestro de las fauces de lo foráneo, siempre listas a arrancar sus tajadas a costa de no importa qué.
El nacionalismo, la defensa de una identidad que nos adhiere a determinadas geografías, por supuesto, tiene relaciones consanguíneas justificadoras de la aceptación sin más cuando se trata de leyes que, en apariencia, preservan la esencia de nuestras raíces. Así, he escuchado últimamente que sin el brazo firme de Luis Herrera al respecto (también este señor llevó adelante leguleyismos parecidos), Ilan Chester o Yordano brillarían por su ausencia, o que Simón Díaz o Adrenalina Caribe serían menos conocidos, promocionados, y en consecuencia respetados y queridos.
Supongo que el concepto de lo venezolano, la idea de que nos cubre un manto prístino de cultura criolla linda con la noción de pureza. Del mismo modo en que existe pureza racial, pensarán erróneamente unos, existiría la cultural. Quienes razonan así, por fortuna, se equivocan. ¿Son Pedro Pérez o José García, ambos nombres llegados de España, más venezolanos que Ilan Czenstochouski Schehter o Giordano Di Marzo? Seguramente sí, pero no olvidemos que en su momento los dos primeros fueron tan ajenos a la consabida “identidad regional”, que a tantos quita el sueño, como la música que por ejemplo intentan mantener a raya. Y en verdad, tanto Ilan como Yordano o Simón Díaz calaron y se sembraron en estas tierras no gracias a la influencia de decretos y burócratas, sino a fuerza de talento, que para nada es lo mismo.
Igual ocurre con el joropo, con el arpa o con el cuatro. Del primero basta decir que la palabra viene del arábigo “xarop” y que nace asimismo de lo que trajo la conquista en sus alforjas: bailes flamencos y andaluces (de aquí que el zapateo sea uno de sus rasgos). En cuanto a la segunda, al parecer su origen es teutónico, y ya en el siglo IX presentaba, nada más y nada menos, la forma que le conocemos hoy. El tercero proviene del árabe “guitar”, y éste a su vez del griego “kithara”. Toda una trayectoria, notémoslo, que echa por tierra el concepto inamovible de cultura fraguado en lo meramente autóctono, en aquel disparate que supone a lo venezolano proveniente de lo venezolano. La identidad, vista a través de estos cristales, es un instrumento punzopenetrante a medio paso del peor chauvinismo.
Lo “venezolano” no se va a defender con mayor fuerza, ni se dará a conocer con más profundidad, ni llegará a relucir con brillo renovado mediante imposiciones. Por el contrario, me parece que realidades como la del artículo 14 desempeñan un rol que a la postre termina echando tiros por la culata. No son legalismos de ningún tipo los que harán levantar orejas, llenas de avidez ante lo producido aquí, sino el mercado, los consumidores, libres de elegir lo que desean escuchar o mirar justo al encender sus radios o televisores. No existe en la historia de la civilización música que trascienda ni libro que se sostenga ni película que permanezca en pie luego del paso del tiempo, luego del escrutinio ciego de una o dos generaciones. Para que continúen haciéndose y para que lleguen al gran público, la buena música y cualquier manifestación del arte exigen receptores capaces de apreciarlas, de disfrutarlas, de hacerlas suyas a través de la sensibilidad y no por obra y gracia de leguleyismos condenados al fracaso. En este punto, claro, es vital la educación. Sólo con ella, pienso yo, acaso el mercado elija las mejores opciones.