5/31/2019

La magia del día a día


    Un niño puede darse de bruces con la maravilla de vivir. Estar consciente de que sus días son en verdad la caja de resonancia de lo fabuloso. Lo descubrí hace una punta de años y hoy, leyendo a Hustvedt, lo he recordado a plenitud.
    Las comiquitas de la tarde hicieron lo suyo. Sin embargo lo asocias en el presente con la alegría que te produce el descubrimiento de algún libro, uno que muerde y no suelta hasta destrozar, algún pitbull de la literatura que de cuando en cuando ataca sin misericordia. Entonces eres presa, eres insecto engullido por cierta planta carnívora y sabes que no existe escapatoria.
    Fue en la niñez cuando tuviste conciencia de vivir y del esplendor que puede llevar consigo. Fue en aquellos tiempos cuando empezaste a saborear su miel y te decías, asombrado, que la vida era la mejor ocurrencia de Dios.  Aprendiste -ahora no podrías explicar cómo- a diferenciar lo sencillo de lo recargado, lo importante para ti de lo insignificante. Te ves subido a una mata de guayaba, deambulas por sus ramas, te acomodas, te instalas sobre una de ellas, la más sólida a tu juicio, y comes las frutas, maduras, apetecibles, y sientes después un golpe de brisa que te acaricia el rostro y te despeina y vuelves a repetirte que momentos así no tienen desperdicio. Contemplas, conversas contigo mismo, pasan las horas, hasta que recuerdas el colegio y las tareas pendientes por lo que corres a tu habitación para acabar tus deberes.   
    Eres capaz de abrazar la soledad y en instantes como ese la felicidad entra a borbotones. Te acostumbras a atesorar circunstancias, te empiezas a dar cuenta de que la alegría puede ser fabricada con las manos, con los materiales que encuentras a tu paso. Poco a poco vas otorgando más importancia a todo ello y aún en los días que corren piensas que ser feliz pasa por sostener en la cuenca de las manos verdades parecidas.
    Ahora mismo dejas de escribir, colocas el lápiz a un lado y ves a un niño observando por la mirilla de un caleidoscopio que alguien le ha obsequiado. Ese niño eres tú y en ese milisegundo llegas a comprender que el mundo no es como siempre has creído, que cambia, que lo que te han vendido como realidad y que supones inamovible puede de pronto estallar en mil pedazos,  transformarse en otra cosa, en otras formas, como el caleidoscopio que llevas en las manos. Lo que te alegró al principio termina por entristecerte porque supones que todo es relativo, piensas que nada es lo que parece, y te dices, desconcertado, que el día a día guarda entre las muelas mucho de espejismo, bastante de ilusión a cuestas. Es la primera vez que vislumbras la precariedad de las cosas.
    Sueñas. Con el paso del tiempo aprendes a soñar despierto, no en plan de papanatas -o sí- sino en función de registrar, de percibir por debajo de la alfombra, es decir, de hallar aristas escondidas que de buenas a primeras saltan a la vista al enfocar de otra manera. Descubrirlo, sentirte frente a frente ante este nuevo modo de andarte por ahí hace otra vez que te alegres, que te sientas como un explorador en plenas calles, en plena escuela, en plena reunión familiar o en plena charla con los amigotes.
    Piensas en aquellos tiempos idos, treinta y cinco, cuarenta años atrás, y agradeces al niño de ese entonces por la lección aprendida. Reconoces sus improntas, identificas cómo has llevado sobre las espaldas cuanto hallaste hace tanto y te dices hay que ver, en el fondo seguimos siendo bastante parecidos aunque Heráclito tenga razón, aunque jamás nos sumerjamos dos veces en un mismo río. Y luego sonríes, y enciendes un tabaco, y coges otra vez el lápiz y sigues escribiendo.

Hay que ver


    Hay que ver. Hay que joderse. Uno apenas responde ciertas interrogantes, íntimamente vinculadas con nuestra cotidianidad, con lo que somos, y las responde temblando. Son respuestas cargadas de incertidumbre y de dudas, formas que intentamos dar a eso que nos tuerce el pescuezo y que de algún modo exigen explicación, atención. Nos piden algo qué decir, y lo que decimos quizás anda más cerca del embuste o del autoengaño pero qué se le va a hacer, terminan siendo soporte, apoyadero, hombros sobre los que pretendemos empinarnos.
    Entonces hojeas una revista, lees algo en Internet y ahí está, sientes el puño en la nariz reventándote los cornetes. Miren ustedes el titular que me aplastó el otro día las fosas nasales: “La respuesta a todos los misterios del universo”. Es que tiene cojones el asunto. Imagino que semejante atrevimiento debe ser uno divino, cercano a la santidad o cosa parecida, lo cual supone ya un doble coñazo -el del título, claro, más sus implicaciones-.
    Tengo la impresión de que informar, lo que se llama hacer periodismo de raza, es actividad venida a menos en el vecindario. Importa el gancho al hígado más que el tratamiento informativo de la noticia. Si un titular estimula la curiosidad haciéndose llamativo por el titular mismo, eso es lo rentable, equivale al criterio sine qua non para darle alas al punto y ya, anúncialo que su opuesto es ínfimo en la escala de lo mediáticamente suculento, siempre a ojos de estos señores cuyas directrices confunden la gimnasia con la magnesia, es decir, información seria y bien trajinada con simple propaganda y se acabó.
    El artículo de marras pretende dar cuenta de los agujeros negros, esas oquedades tan de moda por estas fechas, y en él se afirma que “es allí donde espacio y tiempo se funden”, y los científicos entonces “esperan encontrar las respuestas a todas las preguntas que lleva haciéndose el ser humano”. Menuda pontificación, vaya lenguarada tan cogida por los pelos.
    Lo que soy yo, me río y estoy seguro de que el día en que respondamos a esas pregunticas estaremos definitivamente muertos. Fríos y tiesos como un fiambre, para ser preciso. Decía Ortega que “yo soy yo y mis circunstancias”, y créanme que las circunstancias juegan al gato y al ratón, cambian, van y vienen, se transfiguran como mejor les sale de la entrepierna y de paso inciden, como nada y como nadie, sobre las respuestas que en función de esto o lo otro se viene haciendo el bicho humano. Lo que soy yo, vuelvo y repito, me río a mandíbula batiente y me pregunto de seguidas sobre qué diablos  nos pondríamos a hacer luego de que contestáramos a la última entre las últimas interrogantes existentes o por existir. O sea, o sea. Y lo mejor: después de tener el cuestionario muy respondidito alguien se encogería de hombros, se rascaría el cogote y espetaría como si nada: ¿y ahora qué?
    Nacería así otro misterio, continuaría el enigma de la condición humana, levantaría cabeza el número infinito de signos de interrogación atravesando nuestras cajas craneanas. Pero en fin, es que hay que joderse, compañero, es que en verdad hay que joderse.

Chávez, Maduro y la mafia


    No cabe duda de que progresamos moralmente. La civilización consiste, entre otras cosas, en percatarnos de que hay valores por los cuales precisamos entregarlo todo.  Nos damos cuenta de que existen formas de vivir que enarbolan pulsiones capaces de enaltecer la humanidad. Hoy en día muy pocos osarían defender la esclavitud sin que les temblara un pelo del cuero cabelludo ni la autocracia como mejor forma de gobierno por encima de esa dama a veces tan esquiva que los griegos llamaron democracia. Esto únicamente que por darles dos ejemplos.
    Lo que pretendo decir es que en los tiempos actuales, por más hijo de puta que sea el bicho humano, gozamos de mayor libertad, de mayor igualdad que cuando Aristóteles, Bentham o Locke nos iluminaron con sus reflexiones acerca de la moral. Y por si acaso, no nos engañemos: lo anterior, aparte de cierto, no equivale al quebradizo axioma de que en el presente seamos mejores personas, pongo por caso, que quienes nos antecedieron en la Grecia Clásica, en el Medioevo o el Renacimiento. Perdónenme pero qué va.  Así, por mucho que el progreso moral haya dicho hola buenas, aquí estoy, más de uno se las arregla para sacarle la lengua, retorcer el asunto y, si los dejamos, ponerle una jaula a la libertad, un kalashnikov en la sien a la igualdad frente a  la ley y dinamita sin complejos a lo que huela a democracia.
    ¿Ejemplo para ilustrar el punto?, la satrapía de Venezuela, por no ir más lejos y porque me toca los cojones ya que vivo afuera pero soy uno más de ese país.  Chávez, Maduro,  Cabello, El Aisami, los hermanitos Rodríguez, William Saab y el resto de los criminales que han demolido, a base de muerte y latrocinio, cuanto hasta hace poco fue tierra próspera y de sueños, están ahí para corroborarlo. Todos se creyeron, se juraron beatos, portadores de un ideal cogido por los pelos que es el  famoso hombre nuevo. Un ideal harto manoseado por la izquierda carnívora  latinoamericana -Montaner dixit- abstracto e interesado, que deambula a sus anchas como gato sobre tejado gracias al blablablá de semejante corporación ideológica. La izquierda borbónica, según el buen Petkoff, que ni olvida ni aprende.
    Supone ésta, y cómo iba a ser de otra manera, valores inamovibles -jamás especifica cuáles salvo el consabido estribillo de lugares comunes- que de plano otorgan superioridad moral traducida en epicentro del progresismo que bajará el Paraíso a la Tierra. Sobre esta farsa, cuyos resultados aseguran el desastre, la izquierda en cuestión se ofrece almidonada y perfumada,  bellamente empaquetada en las vitrinas del mundo y el mundo -occidental para mayor escándalo-  cae rendido ante las luces de bengala. El fuego de artificio que estos vendedores de humo esgrime sirve como trampa mortal que, de acertar y llevarlos al poder, culminará en el triste final de los platos reventados cuando menos, y cuando más en la tragedia que padece el pueblo venezolano.
    Por supuesto que el progreso moral es característico de la civilización y es una conquista que da cuenta de la vida, de la convivencia pacífica en la diversidad, de la igualdad frente a la legalidad, de la democracia y de los Derechos Humanos. Pero lo otro también existe, es decir, la contraparte de la moral y el civismo, esa que muestra los colmillos apenas parpadeamos. El carnicero Maduro, Padrino López o Pedro Carreño son el ejemplo más cercano en pleno corazón de América. Creo que no llegarán a buen puerto.

Cortázar y yo


Buenos Aires, año cuarenta y uno: si no me equivoco, cuenta Leila Guerriero que la librería Viau era lugar para el encuentro de intelectuales, lectores, gente de la cultura y demás bichos librescos. Quito, año dos mil diecinueve: Juan Valdez de la Foch, libre en la universidad por ser día del trabajador. Cargo la pipa con tabaco ecuatoriano, “Raíces”, para más señas. No es lo mejor pero qué más da, siempre se agradecen algunas bocanadas mientras un americano con azúcar morena acomoda el terreno para echarse a leer como Dios manda. Traigo conmigo el primer tomo de las cartas completas de Julio Cortázar -por un ojo de la cara compré hace poco los cinco volúmenes y créeme que van siendo una delicia- y en eso ando, página 121, misiva a su amiga Mercedes Arias fechada en Chivilcoy, trece de julio.
El calor pega más fuerte que de costumbre en una ciudad donde la temperatura media obliga a abrigarse a diario y al paraguas. Desde la mesa escucho a unos árabes charlar y gesticular como italianos y a un nórdico en claro alarde de su geografía -lleva pantalones cortos, simple camiseta y sandalias en estas tierras del trópico, según la lógica que probablemente sigue-. Una mujer con sobretodo en los brazos, vestido diminuto, muy ceñido al cuerpo, entra junto a una chica que parece ser su hija. Piernas hechas a mano, paso de pantera, tetas incendiarias.
Leo y la prosa del argentino me agarra por el cuello. Tenía Cortázar esa cosa que sólo llamo talento, oficio, habilidad para decir con el lápiz, poder para doblegar a la palabra. Como si el libro fuese un espejo y como si yo fuese Alicia en el café de las maravillas, no puedo escapar al embrujo, ni quiero, ni lo intento. Entonces pienso que Buenos Aires es una ciudad cosmopolita, quizás la más literaria de América Latina. La librería Viau resulta ser como la he imaginado, sobria, sencilla, modesta, con aparadores y anaqueles que ofrecen material al alcance de cualquiera. Puedes tomarlos, hojearlos, leer un poco y devolverlos luego a su lugar y aquí no ha pasado nada. “Sin compromiso”, suele la gente decir en estos tiempos.
Ahora sí, como Alicia en el país de las maravillas recorro sorprendido el espacio, absorto en el paisaje, literalmente encantado, metido de cabeza en este lado del espejo. Viau produce la extraña sensación de ser y no ser, de estar y no estar, asunto chocante en un principio pero que de seguidas hago a un lado. Es lunes, es de mañana y se aproxima el mediodía, no me pregunten por qué pero lo sé. Es lunes y es de mañana, se acerca el mediodía y la gente entra, sale, algunos compran, otros nada más conversan un instante, fuman, comentan idioteces o cosas interesantes con libros y estanterías a modo de escenario. Música, jazz al fondo -Sidney Bechet, William Lee Conley- y literatura que flota en el ambiente al mejor estilo de un cuento de Cortázar, de El perseguidor, pongo por caso, o de Rayuela, ponte tú a pensar.
El Juan Valdez continúa como si nada, vibra en medio de la tarde. Enciendo otra vez la pipa, doy un sorbo al café que empieza a enfriarse y el muchacho de pie, al fondo del pasillo, toma un ejemplar y lo escudriña como entomólogo ocupado en tareas de disección, de estudio, de clasificación, cosas así. Desde mi metro ochenta y tres calculo sus diez o quince centímetros de más. Doy otra chupada, siento el humo haciendo de las suyas, jugueteando entre mi lengua, mis dientes mis fosas nasales, e insisto perplejo en observar. El entomólogo con su libro entre las manos es a su vez la libélula o quizás el lepidóptero que tengo justo enfrente. Blanco, muy lampiño, serio, bastante formal, devuelve el libro y da unos pasos más allá, con la intención de posarse sobre otro, de olisquear, de hacerlo suyo. Lo saca de su sitio y sin alejarse demasiado me doy cuenta de que se detiene en la contraportada.
Siento curiosidad por la obra de Borges, quiero de pronto preguntar por Borges en este sitio mítico, aprovechar que estoy en Viau porque con toda seguridad debe haber algo aquí que seguramente desconozco. Cierta edición rara, algún ejemplar inencontrable, en fin. Entonces me decido a preguntarle, dirijo los pasos hacia el jovencito que no se ha percatado de mi cercanía para intentar charlar un rato, convidarlo a un café, solicitar su orientación en esta maraña de textos, en esta librería que apareció como si nada.
Vuelvo a la carta. En el Juan Valdez el calor sigue apretando. Mercedes Arias, por lo visto, fue una amiga con quien Julio Cortázar, veintisiete años a lo sumo, se sentó más de una vez a charlar, a entregar sus horas sin remordimientos y a compartir lecturas. Acaba las líneas, termina de escribir a su destinataria, se despide con educación extrema y luego firma. En el antepenúltimo párrafo apunta: “¿Leyó The murder of Roger Ackroid, de Ágatha Christie? ¡Léalo! (pero ni se le ocurra espiar el final; pegue con goma las últimas páginas si la tentación le asalta). Lo encontrará, muy barato, en la colección Pocket Book (EE.UU.), también en Viau. (Usted va a creer que mi amistad hacia la gente de esa casa  me obliga a hacerles propaganda; la verdad es que yo compro casi todos mis libros allí y que su colección de libros en inglés es extraordinaria). Si usted quiere, ¿por qué no va allá algún lunes de mañana, a las once u once y media? Suelo andar huroneando por los estantes, y podríamos ver algo juntos”.  Me quedé de piedra. Lunes, lunes en la mañana cercano el mediodía. Comprendí. Cerré el libro, chupé largamente de la pipa y me dediqué a hurgar el horizonte.