11/29/2019

La ceniza del cigarro


    Hay cosas que aún después de acabarse expresan mucho. La ceniza del cigarro es una de ellas, en principio porque toda ceniza lleva adentro cierta presencia evocadora capaz de sugerir, de guiñarte un ojo, de decir a su real gana mil y un asuntos pues carga en las espaldas todo de cuanto ha sido testigo.
    Me pongo a contemplar un cigarro reducido a la mitad. Reposa al borde de un pequeño recipiente que está sobre la mesa, adosado a una columna de ceniza que no se desprendió. Ahí se muestra semidesnudo algún pedazo de historia, cabe en ella la punta de un témpano en cuyas profundidades júralo que palpitó la vida, reverberaron los sueños, se agitaron esperanzas. La ceniza de un cigarro, como libro abierto, da cuenta de ese espacio lleno de sístoles y diástoles que existió a su antojo mientras no ardió el fósforo que acabó con todo.
    ¿Qué carga en la memoria el cadáver de un Marlboro? ¿De qué será testigo ese Gitane consumado? ¿Qué puede contarte un L&M hecho añicos? El cigarrillo luego de almorzar, el cigarrillo para coronar orgasmos memorables, el cigarrillo a lo Bogart mientras Sam Spade charla muy muy de cerca con Ruth Wonderly, el cigarrillo que fumó Sharon Stone cruzando esas piernazas en Bajos instintos, el último cigarrillo que Julio Cortázar se llevó a los labios cuando escribía Rayuela, el cigarrillo como personaje en Sólo para fumadores -obra maestra de Ramón Ribeyro-, el cigarrillo en aquella foto de Albert Camus, el cigarrillo compañía de un escritor junto al sonido de las teclas, el cigarrillo que enciendes echándote en brazos del simple placer, el cigarrillo y el café en una canción del grupo Guaco, el cigarrillo que cuelga de los labios del soldado viendo llover bombas tirado en su trinchera, el cigarrillo lleno aún de rojo carmesí aplastado contra el cenicero, el cigarrillo que ansías para soportar mejor la espera. Entonces observo la ceniza de lo que parece un Lucky Strike desvencijado y digo hay que ver, imagina un poco la de cuentos, la de chismes, la de escenas normalitas o no, reprochables o no, eróticas o no, y supón que por un mínimo instante puedes entrever lo que hubo antes, la carga de memoria y de sentido que guarda en las entrañas ese cúmulo de nada y todo que implica la ceniza de un Camel. Lo que soy yo, respeto y reverencio tantas colillas arrojadas al suelo, tantas echadas a los contenedores cuyos secretos propiciarían escándalos sin parangón, historias de porno para arriba, sádico voyeurismo que en algún momento ha tocado la existencia sin importar horas ni lugares.
    En el cuerpo semicalcinado de un cigarro las cenizas guardan el alcohol de mareos y borracheras. Por eso digo que me da por preguntarles, mirarlos de frente, increparlos hasta acariciar respuestas para enigmas insondables. Dime tú si no: entras a esa habitación, contemplas sábanas, mesa de noche, cortinaje, respiras el aire de un hotel que no está mal y ahí, resquebrajando la asepsia que te envuelve, descubres el pequeño cenicero, el cigarrillo truncado a medio fumar. Entonces, un poco más allá, ves otro con rouge intenso sobre el filtro. Luego piensas: menudo perfomance, qué batalla campal en el king size. Después guardas las maletas, te echas sobre la cama, cierras los ojos, duermes. Y al amanecer el día transcurre como si nada.

11/21/2019

Cortázar en gotas, Thomas Mann, ungüento



       Josefo Pérez Papadopoulos, amigo y colega de la universidad, es un apasionado de la antropología. Por serlo, anda averiguando ciertas relaciones entre la medicina tradicional y la indígena, lo cual hoy por hoy hace de él un experto en tales lides. Si tienes un mal que te impide vivir como deseas, mi amigo tendrá al pelo sugerencias prácticas, ancestrales por decir lo menos, que acabarán con el problema. Créeme que saldrás renovado, lleno de energías repotenciadas, como liebre saltarina lista para continuar en este valle de lágrimas.
    Cada vez que podemos compartimos charla entremezclada con café, y también créeme que de sólo atender a cuanto manifiesta he experimentado mejoría en todo nivel. Soy más perspicaz, menos enfermizo, mucho más apto para la felicidad, cuestión directamente proporcional al objetivo que, en el fondo, siempre perseguí en el plano del vivir.
    Pues nada, que un descreído como yo terminó por introducir en primer lugar los pies, luego las piernas y por último el cuerpo todo en las aguas sanadoras que hasta hace meses tenía puta idea de que existieran. Dime tú si no: de lo humano descubrí que poco me es ajeno, corroborado de pe a pa en función de la experiencia que me engulle.
    La experiencia que me engulle, claro, ha desplegado sus alas, va siendo una que jamás supuse para mí. Entonces eureka, de a ratos desato las amarras y aquí voy, cogiendo impulso gracias a extrañas brazadas, a inconcebibles movimientos, a trampolines que fabrico a punta de uñas, dientes, manotazos y sinuosidades de todos los pelajes. Hoy en día he creado un sistema propio, una terapia individual sustentada en búsquedas no sé si valoradas por otros en el pasado, por ti o por aquél en el afán de hacerle morisquetas a la adversidad.
    Me explico: la literatura también hace de las suyas, más allá del arte y por encima de metáforas, estilos o estéticas de cualquier índole, de modo que ya no voy al médico ni tomo aspirinas o antibióticos como solía hacerlo tiempo atrás. Me explico aún más: puedo decir que he dado en el clavo a propósito del hecho literario, que descubrí, pongo por caso, que para malestares respiratorios Thomas Mann es especial. “La montaña mágica” funciona no sólo como expectorante sino que hace las veces de caldo puesto a punto para inhalaciones. Despeja, afloja el pecho, descongestiona, limpia a fondo los pulmones. Cógela y lee, haz el intento, practícalo y después me cuentas.
    Para dolores musculares los cuentos de Fernando Iwasaki. Para la obesidad, “Un artista del hambre”, del gran Kafka. Si lo tuyo son jaquecas o migrañas el remedio es “Cefalea”, que Cortázar escribió quizás para exorcizar tamaños malestares. Hago aquí un inciso y, ahora que lo pienso, buena parte del misterio de la creación, de las novelas, cuentos o poemas, sé que está más que vinculada con indagaciones para nada relativas a lo estrictamente literario. Ja, quién lo hubiera dicho, es que quién lo hubiera sospechado.
    Cuando hay pérdida del apetito hallé luego de mucho escudriñar la solución: seis páginas diarias -no más, para evitar indigestión- de “La gente feliz lee y toma café”, cuya autora es Agnés Martin-Lugard, y si hay complicaciones artríticas las novelas de Heinrich Böll o los libros de Iván Égüez resultan una maravilla -el por qué de esta dupla no me lo preguntes. Ignoro razones específicas-. Hasta aquí y únicamente por ahora los descubrimientos, mis encontronazos terapéuticos con letras, párrafos, capítulos cuyos recovecos sanitarios he probado una y mil veces. Sé que no son bastantes pero ten por seguro que su cortedad no supone falencias en cuanto al hecho que nos interesa: mandar al cuerno los males referidos. Mientras, trabajo, indago, continúo en mis trece. Ya verá Papadopoulos cómo le planto este hallazgo diferente. Por lo pronto aquí lo dejo para ustedes.

11/14/2019

Mi amigo y yo


    La amistad tiene sus cosas raras. Hay gente a la que frecuento a diario y dista de ser cofrade, y están los que veo poco, incluso demasiado poco, pero son amigos entrañables.
    Tampoco es que haya muchos. Un tipo con tantas amistades como estrellas en el cielo confieso que me pone los pelos de punta: o es un mentecato o un vulgar estafador, y de semejantes personajes aprendí a cuidarme desde hace bastante. En fin, que un amigo viene siendo aquello que lleva en las alforjas eso que también tú portas en las tuyas, porque ambos saben que cuando se cuecen las habas se erigen asimismo los afectos, y las habas se cuecen a fuego lento entre actos cómplices, fidelidades e intereses más o menos comunes a propósito de lo labrado. Lo labrado, aquí, implica brazos abiertos, manos estrechadas, señas, comprensiones mutuas, patadas en la ingle a tiempos y lugares.
    Tengo amigos que no veo desde hace una punta de años. La última vez que estuvimos juntos, libando unas cervezas y dándole a la lengua como si conversar fuera la actividad que más nos humaniza, fue tan fluido y simple que nos parecía que a la mañana siguiente todos coincidiríamos en la oficina, como si viviéramos en esta ciudad y fuésemos alegres compañeros de trabajo. Por mucho tiempo que transcurra, por bastante geografía que se atraviese en medio, cuando nos encontramos las cosas discurren tocadas por aguas jabonosas y apenas sentimos que ese señor llamado cronos ha pasado, que ha lanzado sus escupitajos sobre nosotros, y entonces seguimos la charla, destrozamos temas, acuchillamos razones, obviamos excusas y vacíos, dándole luz verde a aquella discusión suspendida al amanecer de un pasado añoso porque se iba haciendo hora de largarse al aeropuerto.
    Para mis amigos -y clarines que para mí también- un viernes, pongo por caso, es día del almanaque al que llegamos y un abrazo, cubitos de hielo, whisky clink clink, brindo por ti, por tus hijos, ¿cómo ha estado tu madre?, y ese encuentro, repito, es la extensión de uno anterior ocurrido dos, tres, cinco años atrás pero qué diablos importa porque el gran secreto es que somos jodidamente amigos, jodidamente entrañables, y el secreto viene aparejado con la llave maestra que abre los candados y te arroja al fondo del aquí, todo a punto en el ahora que es ese viernes cualquiera de dos mil ocho, dos mil dieciséis, diecisiete o diecinueve.
    Creo que en el fondo la amistad lleva consigo una sensación de pertenencia -más bien una seguridad- que al ser compartida tiende puentes de acero inoxidable. La amistad deviene así en punto en común muy duro de fraguar. En estos días leía algo de Borges y me enteré de que en cierta ocasión se le ocurrió afirmar que la amistad no requiere de frecuencia, a diferencia del amor entre parejas que la exige so pena de que el asunto acabe con las patas para arriba. Por eso a Bioy Casares, su amigo del alma, se le olvidó participarle de su boda. Yo lo entiendo, claro, y me atrevo a decir más: si un amigo es un amigo, verlo todos los días carece de importancia. Mi amigo lo es  por la razón compleja de que atamos cabos por debajo de la mesa, al punto de que tal cuestión permite obsequiarle un manotazo al mapa y echar los relojes a los siete mares.
    Mis amigos lo saben, firman y confirman al pelo lo anterior,  así que palabras como las que llevo escritas han calado en sus certezas. Lo otro -coincidir a cada rato, coger el teléfono para charlar a diario- resulta el acto políticamente correcto que, estoy seguro, terminamos detestando. Celebro que en mi caso no sea así. Ni en el de ellos.