1/30/2020

La inteligencia como un dolor de muelas


    Enciendes la tele o la radio, te das una vuelta por la cuadra, escuchas cierto murmullo en la mesa contigua a la que ocupas y dices hay que ver cómo está el patio. Y el patio, lo descubres cada vez que pones patitas en la calle, termina siendo músicas a toda pasta, turistas cámara al pescuezo para la foto de la estatua que aparece en los folletos y gente con el chicle a punto,  rascándose los huevos en cualquier esquina.
    Si lo anterior te cubre de cabo a rabo, suma y sigue. En mis cuentas entra de cajón el tipo que quiere ser inteligente, para remate no sólo dispuesto a restregarte lo listo que es a quemarropa sino a mantenerlo desplegado, como un pavo real del intelecto, las putas veces que se te ponga enfrente.
    Imagino que cualquiera desea serlo. Inteligente, digo. Pero una cosa es eso, anhelar cierta condición como algo natural y necesario y otra la patética intención de hacer ver, de mostrar, de soplar al cuello de los otros tu talento (real o no), tu capacidad de ser muy pilas (falsa o verdadera), tu encarnación del lince que todos deben conocer, apreciar, envidiar en sus fueros más profundos.
    Entonces basta poner un pie en las aceras para darte de bruces con semejantes personajes. Juro por todos los dioses que su número es directamente proporcional a la estupidez que hace mella en nosotros, con la facilidad del cuchillo atravesando la manteca. Frente a tales fenómenos saco mis pistolas: si el asunto toma el cariz que a todas luces pulula, pues abajo las neuronas, las circunvoluciones cerebrales, el coeficiente intelectual y demás pseudoindicadores parecidos. Estos bichos se metieron entre ceja y ceja que ser inteligente es el numerito que les tocó a rajatabla en la lotería de las cabezas súper amobladas, de modo que resulta urgente espantarlos, darles con la punta de la bota en la espinilla, mandar al diablo tanta  pelotudez empaquetada en un ego como el de Maradona.
    Como si ser inteligente fuese el único horizonte. Como si la inteligencia, esa masa informe, extraña, gelatinosa y tantas veces esquiva implicara un fin y no apenas el medio. He conocido brutos redomados sumamente listos y lumbreras andantes, verdaderos asnos por la línea del medio. Jumentos de pe a pa que los ves y no lo crees. Me saca de las casillas el cretino que frunce el ceño y se sostiene en ademán de genio el mentón con la mano izquierda, para soltar con airecillo superior la voz  en plan aquí estoy mira qué maravilla y pretender pontificado neuronal con pies de vidrio o barro. Estamos hasta las narices de individuos fagocitados por una creencia, la de que son la última Coca Cola en el erial de nosotros, pobres mentes coloquiales mondas y lirondas.
    En la panadería están, en las salas de espera de los hospitales, en el autobús, en la academia, en la reunión de padres y representantes de tu hijo, en el bar, en el salón de clases, en las farmacias y también en los burdeles. Como de infecciones parecidas casi que no hay lugar a salvo decides darte unas vacaciones, alejarte, procurarte la asepsia que supone el mar, las olas, el cielo estrellado de sus noches. En esas andas cuando echado en la tumbona miras de reojo el libro que lee un señor gordo a dos metros de ti: “Cómo ser inteligente en diez lecciones”. Y ahí acaba el asunto. Ahí coges tu cerveza y te largas en silencio, para no volver jamás.

1/22/2020

Yo, el inmigrante


    De alguna manera todos somos de todas partes así que nadie, de entrada, es originario de un único lugar. Semejante afirmación guarda bastante lógica pues a estas alturas hablar de pureza cultural, racial o cosa parecida es un disparate por donde lo mires. Cada quien crea sus afectos, construye un sentido de pertenencia, echa en la memoria la fascinación, alegrías, frustraciones y anhelos vinculados al sitio que le tocó vivir, pero en el fondo nos traviesa la condición múltiple de llevar en las alforjas esa transhumancia de quienes vinieron antes.
    Mi padre es el ejemplo más próximo que tengo al respecto. Llegó a Venezuela embadurnado de juventud y ahí labró sus días como extranjero que de a poco fue ganándose un lugar en la geografía que le sirvió de asiento. Hizo amigos, apreció y se sintió apreciado en aquel presente no exento de incertidumbres y erigió un futuro con las manos. Formó una familia, trabajó, soñó, murió años después en la Upata que se le incrustó como una estaca de vida en pleno corazón. Jamás hubo en él partición alguna en cuanto a su espacio existencial: era un francés venezolano y un venezolano francés. Así, sin más contradicciones, sin otros efectos mutuamente excluyentes.
    Nunca imaginé que me tocaría ir tras sus pasos. Mientras estuve en Venezuela juraba alejarme de ella sólo por períodos muy cortos. Unas vacaciones, un viaje debido a razones académicas, cierto traslado por motivos diversos pero con el punto de fuga anclado en mi zona de confort, no otra que esa donde coseché familia, amigos, sudores, proyectos, en fin, el día a día como invención y experiencia constitutiva.
    Pero ya sabes, el mundo es como es así que llegó el momento de partir. Lo que no sorprende a nadie ya: el país como espejo hecho pedazos; los hijos, que merecen un futuro cuya concreción estás cuando menos obligado a despejar; tú mismo, porque vivir supone esforzarte, quebrarte el lomo aquí o allá, darte de bruces con los fantasmas que te persiguen e intentar domarlos en función del horizonte que te habías metido entre ceja y ceja. De tal manera que irrumpe de pronto, como aguacero en el trópico, la palabra exilio. Uno autoimpuesto, abrazado a tu respiración, a cada minuto de tus días.
    Llevo más de tres años en Quito, ciudad que a decir verdad me atrapó a primera vista. Debo aclarar que soy un hombre con suerte, he escrito en otra parte que mi estadía en la Mérida venezolana durante mis años universitarios hizo lo suyo: al llegar aquí noté un no sé qué, cierta familiaridad que me arrojó otra vez a aquellos tiempos idos. Me los devolvió cubiertos de nostalgias, lo que supuso el primer paso de un encuentro menos duro con la nueva realidad. Después, tengo la impresión de que sucedió a la inversa: por razones que ignoro le caí bien a esta ciudad cargada de tanto por reconocer, de interrogantes y de frío y bueno, hay que celebrar que nos llevamos de puta madre hasta el presente.
    Decía arriba que jamás pasó por mis circunvoluciones cerebrales moverme de Venezuela, instalarme en otras latitudes. Eso que llaman venezolanidad, cosa que ignoro desde el intelecto pero que soy capaz de percibir, de asimilar con los poros, la adrenalina, el subconsciente o como diablos se diga, estuvo arraigada en mí hasta la médula. Emigrar era un verbo carente del cemento necesario para atarme siquiera a una posibilidad. Pero aquí estoy, hecho caldo de cultivo, magma con fondo de Ciudad Guayana, de Upata, de los Llanos o de Mérida entremezclado con una tierra extraña que también ahora conforma al hombre que voy siendo. Entonces recuerdo a mi padre y sonrío, lo comprendo mejor, lo conozco más que ayer, sé qué le cruzaba el alma al recordar historias de su infancia, lugares cotidianos de su juventud, la vida como abanico de momentos aceptados, incorporados, novedosos en función de realidades que llegan, que abarcan y asfixian y oxigenan luego, por fin hechas suyas sin que se contradigan o repelen. También soy un inmigrante en la ciudad de Quito, amalgama entre el país que traigo en las espaldas y éste que me recibe y me deja ser y me permite. Toda una experiencia que jamás busqué. Todo un entramado que enriquece.

1/08/2020

La punta de la nariz para los lentes


    De niño me causaba gracia la costumbre de ciertos señores: llevar lentes sobre la punta, a un milímetro de ese abismo que aparece enfrente cuando casi se acaba la nariz. Si me lo pidieras no podría explicar las causas, pero sí te puedo asegurar que semejante escena era tan risible como cualquiera de Chaplin protagonizando sus entuertos. Los anteojos en la punta de cualquier nariz colaban la idea de trozo de acetato en plena proyección, es decir, pedazo de cine metido en la vida real, en tu rutina cotidiana.
    Hoy, ya pasadas las lunas de rigor, instalada la presbicia como vieja desdentada para nublarte los ojos, llevo el estuche con mis lentes en el bolsillo de más de una camisa. Me gusta leer artículos, novelas, ensayos y textos de mil pelajes que se publican en las redes. Gozo al hacerlo, soy un hedonista en eso de buscar libros, probarlos, degustarlos como a un vino viejo, sorbo a sorbo -o trozo a trozo, ve tú a saber qué palabra utilizar aquí- de modo que no pierdo el chance de lanzarme de cabeza sobre algún café que aparezca en el camino cuando menos dos veces por semana. En tales paraísos enciendo la pipa, pido un macchiato, me enredo entre páginas escritas, veo pasar la vida alrededor.
    Y entonces los lentes. Mis gafas, especie de duendes que obran el milagro de dejarte coger letras y palabras por los cuernos hasta hacerlas otra vez visibles, mágicamente apreciables a través de los cristales ubicados sobre la punta lejana de tu respingada nariz. Horror, claro. El niño que fui me mira de reojo y le crujen las mandíbulas, ríe como hiena frente a mí. Yo encojo los hombros,  con indiferencia frunzo el ceño, sigo en mis trece, continúo haciendo lo que hago.
    Quién lo iba a decir. Mencioné antes que me gusta ver pasar la vida alrededor, de vez en cuando alzar la vista del libro que devoro en este café sobrado de transeúntes y para ello mis anteojos son cómplices perfectos: en la punta de la nariz hacen de la historia libresca que sostengo entre manos un plasma de cien pulgadas en tecnicolor. Para remate,  como si lo anterior fuese poco, cada tanto permiten un chapuzón en las aguas del contexto. Unos lentes ahí, justo por estar en la mera punta del órgano nasal posibilitan tal hazaña: leer lo que tienes a  treinta centímetros del rostro y si te da la gana, apenas con levantar los ojos por encima de los vidrios, definir con claridad a la dama que camina al otro lado de la calle.
    El niño que fui no deja de observarme. Pegado a la mesa, con pantalones cortos y franela de Brasil en el mundial ochenta y dos el muy cabrón sonríe mientras lo pícaro se le sale por los poros. Soy Charles Chaplin en mitad de sus enredos, soy uno de Los Tres Chiflados sentado en esta silla de café, soy Cantinflas en la escena que prefieras. Tengo doce años, me río de mí, hoy tan cómico, tan patéticamente domeñado, tan señor mayor con estos lentes de pasta verde en plena punta de una nariz que nunca jamás iba a saber de ellos. Entonces le devuelvo la mirada, el hombre que voy siendo fija los ojos en el muchacho que ríe ahora con más ganas y con las pupilas convertidas en puñal lo increpo, indago, pregunto qué ha sido de él, por qué ha vuelto de pronto, qué razones existieron para haberse largado del modo en que lo hizo.
    Como no hay respuestas -sólo carcajadas de lo más hirientes- me hago de la vista gorda. Regreso mi interés a “Lo que fue presente”, diario de Héctor Abad Faciolince para notar de inmediato que el título es mucho más que un título. En la página ciento veintidós leo: “Aquí todo lo feo recobra sus derechos porque mira lo hermoso con la frente alta. Y lo hermoso se ríe para hermosear, sin compasión, a lo feo”. Menuda explicación, vaya manera de ponerme frente a mí en este café de una ciudad que ahora es hogar, exilio, ruta que apunta a nuevas perspectivas. Quién lo hubiera imaginado.