7/31/2020

Las tapas de los libros


    Ya sabemos que cada cabeza es un mundo, y los libros también. Me acostumbré a observarlos como a gemas, objetos preciosos envueltos por un aire de misterio que siempre acaba fascinando. Lo cierto es que, pongo por caso, suelo entrar a las bibliotecas como quien se pasea por joyerías, de modo que ahí están, relucientes en sus estantes, tentadores no sólo por lo que cuentan sino por el enigma que los atraviesa.

    Hará una punta de años que los imagino así, ideas de todos los pelajes apretujadas entre solapas, lomos y demás, con una carga adicional que vaya uno a saber qué diablos es. Menuda forma de embellecer cuanto sale de neuronas y meninges, allá en el fondo de ciertos seres que llamamos escritores. ¿Tú has visto?, cofre y joya metidos de cabeza en el Paraíso de librerías y otros encantamientos. Razón tenía el señor Borges, para quien la felicidad engordaba en tales sitios.

    Pues nada, que una tapa bien ejecutada es bomba de neutrones en pleno centro del peor gusto. Hay portadas que dicen más de lo posible, superan con creces aquello expresado entre un puñado de hojas. Las hay también cargadas de esperanza -al verlas sientes un golpe seco de confianza en la nariz-. Y existen otras egoístas que pretenden llevarse la magia y sus alrededores sólo ellas, mientras el pobre lomo -el lomo puede ser todo él un lujo de portada-, digo, mientras el pobre lomo va a un olvido de lo más injusto, hostigado por tapa y contratapa.

    Una buena portada implica sendero cuyo punto de fuga supone el regalo de los dioses, especie de guía material y espiritual que es pieza de arte, sensibilidad a flor de piel, pedazo de historia capaz de contener a esa otra que comienza en la primera página. Y claro, las hay atribuladas, luctuosas, compungidas, apenas intentos en el resbaladizo aquí y ahora de una tapa de libro que se respete. Mediocridad aparte, encuentras asimismo las inexpresivas, las insípidas, cuando su objetivo es clavarse en la retina, permanecer ahí, obsequiar moretones y magulladuras entre sacudidas, temblores y tumultos.

    Confieso que las he hallado justo cuando más lo necesité. No sé tú, pero mirarlas sobre el escritorio o contemplar lomos apretujados en los anaqueles del estudio se transforma en experiencia casi mística que guarda en las entrañas curaciones inmediatas, efectos inefables, realidades de otro cuño sin la intervención de analgésicos, ungüentos o jarabes.  Una tapa de libro es eso: dardo clavado entre sístoles y diástoles para desplegar verdades más allá de las ventanas.

    Entre tapa y contratapa se cuela la memoria como en un fondo marino. Ahí te ves, años atrás o en el presente que te engulle. Ahí tienes tu reflejo y allá tú y lo que decidas, pero entre la solapa de un libro y el resumen de la contracara vives como jamás lo imaginaste, y estás y esperas que ese otro, allá afuera, extienda el brazo para darse de bruces con el hombre que ahora eres.

7/24/2020

El arte de ser lector correcto


    Hay quienes compran libros por moda, por las carátulas o por el simple goce de leer. Tengo un primo que cumple con lo anterior y un poco más.
    A ver, el hombre es un lector consumado -todo hay que decirlo-. Me agrada visitarlo, o encontrarlo en un café y disfrutar de su sapiencia. Se trata de un versado no sólo en obras literarias sino en el celofán que las envuelve, es decir, flashes, tintineos de copas y la crème de la crème alrededor. El “contexto”, como diría algún crítico enarcando las cejas.
    De modo que entre un macchiato y un cigarrillo suelta el último chisme del mundillo en cuestión. Mientras pide la cuenta y se acomoda la bufanda para irnos, en un chasquido torpedea la mala leche que infecta a escritores, academia, canon y vedettes. Y así. Me gusta escucharlo, la paso bien entre el comentario genial sobre los cuentos de Monzó, pongo por caso, y uno que otro escupitajo hecho bilis contra, según afirma, los rastrojos del ambiente literario en nuestros días. Fuego de artificio con mira telescópica.
    Pero decía arriba que mi primo compra libros por varias razones, y la principal, la que más llama mi atención, obedece a cierta costumbre tan extraña como alucinante. Mi primo lee novelas, relatos e incluso poemas porque se sabe personaje en todos ellos. Jura que es capaz de  albergar esas piezas tan ajenas a su mundo y circunstancias y está convencido de que encarna el espíritu de cuanto sin su intervención apenas pasaría de la hoja impresa, la imaginación sin más o el puro intelecto transformado en arte.
    Con cada obra que despacha vive de inmediato la trama que el autor perpetra. Lleno de sorpresa, uno a uno reconozco qué montaje lleva a cabo, cuál idiosincrasia va comiéndole hasta las entrañas. El otro día tuve ante mí a Aureliano Buendía, tal cual, vivo y entero como diciendo mírame, asómbrate, diviértete pedazo de imbécil, y yo lelo miraba, me asombraba y también me divertía en medio del prodigio a un palmo de mis frías narices. Ha pasado con Tiresias, el ciego augur de la Odisea, ocurrió con Oliveira, de Rayuela, y vi al escritor Nathan Glass, de Paul Auster en su Brooklyn follies, hacer y deshacer mientras me acercaba hasta la barra para pedir cerveza en un bar del centro en Quito. Por si fuera poco, reí a mandíbula batiente con las ocurrencias de infinitos personajes de Nazoa.
    Mi primo dice que lee libros, los mastica y saborea porque cada uno de sus días es la  magnífica alucinación de quien los inventó: un escritor al otro lado del espejo capaz de imaginarlo muy campante haciendo siempre esto que hace. Entonces fíjate -nunca jugaría con algo así- basta observarlo dos minutos para comprender, para corroborar perplejo cómo se materializa el ser que de golpe gana forma, identidad, carnadura y lugar en este mundo. Aquiles, La Maga, Jean Valjean, pónle el nombre que te dé la gana. Ahora que lo pienso es raro, pero lo anterior ocurre nada más en el plano literario, jamás vi metamorfosis parecida desde el cine, el teatro o series de t.v. Qué se le va a hacer.
    La otra vez le di uno de mis libros con la intención de averiguar qué iba a ocurrir. Ya en la mesa del café pues nada, no sucedió nada y lo peor fue que empecé a notar cómo de pronto se materializaba Samuel Riba, personaje novelesco de Enrique Vila-Matas que resultó el colmo del desprecio, de la humillación en el mero centro del ego literario. Callé, permanecí absorto en un silencio que casi se podía tocar y antes de apurar el último sorbo del americano grité, con toda la furia pertinente, que semejante individuo, un tipo como Riba, no le iba en lo absoluto, no le calzaba para nada, no le lucía de ningún modo posible. Es más, Riba era un fiasco, un fracaso tan rotundo como deplorable. Me llamó envidioso, falso, embustero, saco de mediocridad y otras lindezas. Arrojó un billete sobre la mesa y se largó.
    Volví a verlo hace poco, nos abrazamos como si nada y habló de un par de libros que en esos días releía con devoción. Entonces, poco a poco fue ganando nitidez el monstruo, una sombra al comienzo, especie de Frankenstein con retazos de Medea y el Satanás de Milton. Dejé las cosas como estaban y salí en volandas. Todavía hoy no he vuelto a saber de él.

7/16/2020

Webinar y otras alergias


    Las palabras, como ciertos hongos o mariscos, pueden producir alergias. Descubrirlas  en esas páginas donde retozan origina vómitos, alucinaciones, visión nublada y, en el peor de los casos, pérdida de la conciencia. ¿Te imaginas?, vas por la calle y entre silbidos de contento y sonrisas de alegría chocas de golpe con ese término y es imposible voltear, hacerte el loco, alejarte, impedir tragártelo como si fuese espina de pescado porque ya lo has leído, lo engulliste, sientes su paso por garganta, tórax, un peso muerto en caída libre hacia el tracto digestivo cuya forma de arruinarte el día apenas comienza.
    Identidad, por ejemplo. La identidad de los pueblos, la identidad de algunas minorías, la identidad que nos denota en el presente debido a la preservación de lo más propio. Menuda palabreja, hueca hasta la última molécula de nada en el vacío. ¿Qué diablos es la identidad?, ¿qué supone frente a un universo de humanidad súper complejo? Existe identidad en alguien, en lo individual: Juan es así, Martha es quizás asao, y se acabó. Cada vez que identidad abre las fauces y se cruza en mi camino para decirme cómo son los maquiritares, los escandinavos o franceses, saco mis pistolas, y las saco en vano, claro: quedan sin efecto gracias al letal veneno que se cuece en sus entrañas. Basta una mordida, apenas su aliento mortecino para que cefaleas vayan y vengan, jadeos incontrolables aparezcan, erupciones de la piel gocen a sus anchas.
    O temática, pongo por caso. Ya no hay temas que tratar, sólo temáticas. Vaya lío el asunto, la temática del calentamiento global, la temática del transporte universal a propósito de los combustibles fósiles, la temática de cómo duermen las hormigas. Tengo un amigo también alérgico que solía responder, cuando un despistado desenvainaba el sable para esparcir el término maldito, que “cada temática tiene su solucionática”, y punto, y adiós, a otra cosa, a otras palabras y horizontes.
    Las hay para cualquier antojo, existen en función de gustos que son colas de pavo real. Aperturar, tensionante, empoderar -mal gusto por donde lo mires- . Apertura la puerta, apertura la nevera, apertura esa boca. Juro por lo más sagrado que el espanto cabe completo en esas líneas. Un horror tal que de lo lingüístico pasa suavecito al cuerpo, como baba salida de película de Hitchcock, dejando a su paso trozos de sí misma que cuelgan de tus dientes, embadurnan el paladar, se te enredan en las manos y chorrean vientre abajo como pasta maloliente mientras anida en tus pies. Una realidad sin asidero cuyas causas, por si te interesan, hay que buscarlas en pleno corazón de nuestro particular modo de vida, indolencia, analfabetismo y mala fe.
    Y el último grito de la moda: webinar. Fíjate qué moderna y acorde con los tiempos. La otra vez hallé tal monstruo en la pantalla del ordenador y casi muero asfixiado. Webinar posee la facultad de ir engordando apenas roza con tu lengua, así que acabas por atragantarte sin tiempo para espabilar y huir horripilado. Mal de consecuencias todavía inimaginables.
    Lo cierto es que el lenguaje carga en sus espaldas más que fonemas, letras, párrafos e información. Identidad o temática, aperturar, empoderar y webinar, tú suma y sigue, alimentados por la pólvora del sinsentido haciendo juego con el mundo descocado en el que chapoteamos. En cuanto a mí, por razones médicas y de otros pelajes me mantengo al margen. Así que no me vengan con la identidad de la tribu tal del Amazonas o con aperturar la exposición de fulano, zutano, mengano y perengano. Menos con la temática del día. Y con webinar, el colmo de los colmos, paso para siempre porque ya se me termina la paciencia, llega a su fin el equilibrio y, para aprovechar las malas pulgas, acabo también de una buena vez este escrito.Tengan todos un bonito día.

7/10/2020

Otras orillas


    Me enteré esta semana de la muerte de Morricone y los recuerdos volaron como confetis. Años ochenta, estudiante universitario, mes de agosto o diciembre. Como Caracas se atravesaba en la ruta Mérida-Upata y como tenía amigos en la capital que también hacían vida entre libros, salones de clase y cierta bohemia que nunca caía mal, las vacaciones empezaban por ahí, en plena urbe a la que me entregaba un par de días con la sola idea de atragantarme de películas, cine, cervezas, teatro, amistad y charlas, sobre todo charlas, pongamos por caso, en el café de la Sala Rajatabla.
    En esas andaba, saliendo de algún lugar en Sabana Grande, acompañado por amigos del alma que hasta hoy dicen presente, cuando no sé quién mencionó la película que no demasiado lejos podríamos ver si apurábamos el paso. En la marquesina de La Previsora se leía: Cinema Paradiso.
    Con Jean Claude y Fayad Douaihy, Gerardo González, Jorge Nazzur, Agustín Millán y Kinen Aboud salí hecho polvo. Era una historia concéntrica en la que otra, y otra, como en espiral ascendente, te engullían, despanzurraban, molían a golpes de vida, de nostalgias, de amores, poniéndote enfrente un espejo con el que te estrellabas de cabeza.  Vi en esa película el recuento de cualquier existencia digna de tal nombre y descubrí asimismo cómo un rollo de acetato tiene mucho de cuanto somos sin llegar a sustituir, jamás de los jamases, la realidad en la que permaneces incrustado como estaca.
    Fue en esa instancia, al salir de la sala, al procesar el estado de ánimo en que todos habíamos caído cuando reconocimos, unánimes, la magia de la música, esas melodías casi fundidas con escenas, gestos, diálogos a lo largo y ancho de Cinema Paradiso. Entonces Ennio Morricone no fue el compositor ni el maestro recién hallado en lo alto del Olimpo cinematográfico sino el genio de la lámpara, especie de mago a ras del suelo capaz de concederte el don de la memoria untada de saudade, un ir y venir  a otras orillas gracias a solos de violín, escupitajos de piano, notas, acordes y qué sé yo qué otros embrujos parecidos. Con Cinema Paradiso, con Morricone, encontré una arista adicional en la geometría fantástica que en la adolescencia intentaba mordisquear, una colgada del cine como ámbito para entrever allá adentro, en tus profundidades, lo que has sido y eres. Menuda pretensión la de aquel chico.
    En esos días tenía la seguridad, o cuando menos la intuición, de que la literatura en particular y el arte en general constituían pilares sin los cuales ningún hombre podría ser capaz de sostenerse. Era una ingenuidad, por supuesto, pero haciendo las sumas y las restas llego a la conclusión de que sin tales búsquedas, sin el posterior hallazgo, sin darme de bruces con una novela, una sinfonía, una película, una pieza como las de Morricone o una representación de Macbeth no sería ahora el que soy, para bien, para mal o para regular. Por eso creo que una obra de arte existe no sólo para que la admires y clic clic, hagas la foto, sino para cambiar modos de concebir esto que llamamos mundo, para transformar, para actuar como explosivo que vuela en pedazos -pónle aquí cámara lenta si quieres- maneras de pensar, de estar y de existir. Ocurre poco a poco, muy lentamente, pero estoy convencido de que en el plano de lo artístico es una fabulosa consecuencia.
    Tengo la certeza de que Morricone, un músico con alma de dinamitero, hizo lo suyo al respecto, a su manera, como le dio la gana. Si no me crees anda, levántate y escribe Cinema Paradiso-Ennio Morricone ahí en Youtube y date vida. Y dime después si estoy equivocado. Dime entonces si no hablamos de un genio, sin aspavientos ni chorradas, que hizo de la música artilugio para llevarte a otras orillas.

7/02/2020

Me llevo a París un solo disco


    La editorial Alfaguara publicó cinco tomos con las cartas de Julio Cortázar. La verdad es que durante mucho tiempo fui dado a cierta idea que luego deseché de cabo a rabo: no husmear en la correspondencia de mis ídolos literarios, entre otras razones por aquello del respeto. A la privacidad, al plano íntimo, a ese mundo que no tiene por qué salir a la luz si no nos da la gana y que Cortázar defendía con uñas y dientes. Todo un hacer que preserva de miradas furtivas, chismes de pasillo o cotilleos que nunca vienen al caso.  Sin embargo, vislumbré después que aproximarse con reverencia al universo de nuestros creadores abre puertas para ahondar en una cosmovisión que de otro modo se mantendría siempre a la sombra. Entonces cedí a la tentación.
    Puse los ojos como platos al instante en que los vi sobre el mesón. Cinco libracos de puro magma literario, vital, a dos metros de mí. Acaricié sus portadas, los cogí para saborearlos también gracias al tacto y de inmediato sentí la conexión. O la seña, o el guiño, o como diablos se diga. Ahí, en la librería del Fondo de Cultura Económica ipso facto los introduje en mi mochila previa visita a la sonriente dama de la caja registradora. Entonces chin chin, pagué el precio que dicho sea de paso aterrizó con oferta de por medio. Salí, salí feliz con el tesoro a cuestas igual que cualquier niño en medio de un cajón de golosinas.
    De 1937 a 1984, sí, tal como suena, pero por si acaso devuélvete y relee. Treinta y siete largos años el buen Julio dando volteretas entre un sello postal, París, Buenos Aires y el sistema planetario que erigió a su medida.  En estas cartas lo primero que notas es que el autor de Rayuela fue el sastre de sí mismo, ni más ni menos. Un modisto que para qué Dior o Philippe Laurent y la madre que los parió. Es más,  confieso que el banquete es de troglodita -aún leo y leo, pues no termino los tomos en cuestión-, con el beneficio adicional de que no hay indigestión posible. Desde mis catorce años, época en que descubrí al argentino en una Upata que ya va quedando lejos, leerlo ha significado plena revelación de mil hechos literarios colgados de la vida misma, de las calles o las cafeterías, como si fuesen pellejos desprendidos a fuerza de intensidad y de pasión. Si algo me enseñó este escritor fue a concebir cada mañana, tarde y noche impregnadas de literatura, como algo natural, normalísimo, que colma, que enriquece, que chorrea por la comisura de los labios de modo que vida cotidiana y cuentos y novelas van de la mano entremezclados, fundidos, siendo dos cosas y una misma, lista para llevársela a la boca.
    No tienes idea de cuántas pistas, señas, azares y descubrimientos caben en estas páginas. Un  Cortázar ávido de Francia, un parisino sin haber pisado la ciudad se ve de pronto en determinada habitación de la Casa Argentina de París, en 1952, y entonces comienza la aventura, una que lo lleva a mirarse de golpe por dentro, a toparse sin aviso y sin protesta con Julio Florencio Cortázar en una especie de autohallazgo que le obsequiará las armas para iniciar tarea: ser argentino como ninguno, latinoamericano como el que más y edificar obra tan bonaerense y universal que qué puede importar seguir hablándote de estos asuntos si existen ya los tomazos de marras para que te los comas como se come el pollo con los dedos. Pero ni modo, sumo y sigo.
    He gozado con este Cortázar lleno de asombro en la ciudad que lo recibe, en la París que era nostalgia antes de llegar a ser lo que significó, donde un escritor se prepara, tonifica los músculos y anda y chupa, como las esponjas, el tuétano de la existencia desparramado a izquierda y a derecha. Del lado de acá y del lado de allá, si lo prefieres. Un ser que abre de par en par las ventanas de lo lúdico, de la entrevisión, metido de cabeza en el océano del arte, del intelecto puro y duro, del jazz, del tango, de Stravinski, de Cocteau y del pensamiento por donde te dé la gana, todo en su primera madurez, hasta que como imagen de caleidoscopio se desdibuja paciente, muy de a poco, borroneándose el intelectual en su burbuja y emergiendo por allá alguien cuyo destino pasó de la página impresa, de los libros, de la exquisitez purista del esteta al día a día cuyo punto de fuga es el claxon de los automóviles, la señora que hace los bizcochos al doblar la esquina o el aroma del café en esta realidad que nos aplasta la nariz.
    Noto cómo nacen sus cuentos, el por qué de “Axolotl”, el germen de “La noche boca arriba”, la huella de La Maga antes de soñar con Rayuela. Aquí, en este epistolario, los cronopios dejan su particular estela, hilo de Ariadna que te permite seguirlos hasta sus orígenes. Vaya datos con los que me cruzo y fíjate qué forma tan cortazariana de dar con todos ellos mientras nado entre palabras por el mar a veces sosegado y a veces proceloso de su pluma. “Me llevo a París un solo disco metido entre la ropa”, escribió antes de partir y luego de regalar música, libros, objetos que fueron suyos tantos años en la Argentina que dejaba atrás, “es un viejísimo blues de mi tiempo de estudiante que se llama Stack O’Lee Blues, y que me guarda toda la juventud”. Yo, lo que soy yo, mientras tanto sigo leyendo el tomo cuatro.