2/22/2019

El ritmo gris de lo prosaico


    Imagina que eres un actor de cine mudo y andas por la calle en pleno perfomance. Imagina que la trama está por conocerse, que te das a improvisar sobre las tablas. Supón que no hay libreto, que no hay luces en el escenario, que no hay telón de fondo salvo el pulso cotidiano de la vida que ríe a mandíbula batiente o te enseña los colmillos según le venga en gana.
    Imagina que a pesar de los pesares disfrutas como nadie, gozas hasta lo indecible viéndote en blanco y negro mientras caminas por la acera, doblas en aquella esquina y entras a ese café con la pupila a punto para que se cuelen ámbitos, atmósferas, señores bebedores de Pepsi o de cerveza, chulos, putas, curas o  simples amiguetes de bien. Imagina, nada más imagina que tu nombre es Charles Chaplin, Harry Lagdon, Stan Laurel, Buster Keaton, Oliver Hardy o que te llamas -créeme que es lo de menos-  como lo gritas en la cédula y desde un rincón de ti mismo salpicas trozos de cuanto vas siendo.
    Entonces continúas en el plató, que es la calle solitaria, la calle semiiluminada  -como si fuese un cuadro de Masaccio- en la que no basta el soliloquio ni el monólogo interior ni tú eres tú y tus circunstancias. Continúas embutido de cabeza a pies en el metraje en blanco y negro y te observas, te escudriñas, te dices o desdices, cambias de canal en el Sony HD donde un tipo cualquiera hace de las suyas y es tan parecido a ti.
    Guardas la certeza de que eres un actor de cine mudo mientras pides el segundo café de la noche, o de la tarde o qué sé yo, y allá a dos mesas de distancia una dama con piernas de infarto y tetas que para qué te cuento, con ojos de luciérnaga y pinta de sirena en pleno bar, charla con una golondrina, y sabes que se entienden, que se dicen y se dicen cosas a la vez que brindan por la salud de alguien que también puedes ser tú. Nada raro, nada raro porque en blanco y negro todos los gatos son pardos, si a ver vamos.
    El ritmo gris de lo prosaico termina por engullir el universo en tus narices, y no te asombras, y no te impacientas gracias a que continúas improvisando, actuando, poniendo en escena, sorbiendo poco a poco el líquido caliente que tienes ahí, sobre la mesa. Eres un actor de cine mudo en este rodaje que desnuda la piel de los momentos. Y lo sabes, lo procuras, lo saboreas como ese pequeñín que lame su barquilla. Lo encarnas con la seguridad de que nadie antes lo hizo como ahora.
    La película de cine mudo yace a tus pies equilibrada, extraña, pura y dura, insatisfecha hasta que Apolo dictamine, hasta que el augurio de los dioses diga sí o diga no, hasta que todo vuele en mil pedazos. Eres un actor de cine mudo y guardas para ti, va en tu pellejo, la nostalgia completa de los tiempos idos y de los tiempos por venir, incluso aquellos que se te ocurra inventar sobre la marcha. Caminas, corres, vuelves a caminar sin ton ni son en tu película gracias al mundo que quieres encontrar bajo las sábanas, escondido en el baúl con telarañas o en el campanario de aquel templo abandonado.
    El ritmo gris de lo prosaico se llama la cinta que vas dilucidando en pleno desarrollo. El ritmo gris de lo prosaico que besa y muerde y llega a orgasmos entre  gatos en un basural, entre perros que no se llaman Bobby ni Laica ni Nerón y que pululan sin collares, sin amos, sin lechita tibia en plato y con caricias. El ritmo gris que va y viene mientras atraviesas la ciudad como un actor de cine mudo reinventando todo cuanto ve.

2/14/2019

El arte del aburrimiento


    Lo ves y no lo crees. Hay gente jurando que las cosas raras pasan al otro lado del planeta, a años luz de distancia o en confines dignos de ensoñaciones calenturientas. De ningún modo, Cuasimodo. Tengo un amigo que no se aburre nunca. Así como lo lees, cada día silba y sonríe feliz, divertido hasta las entrañas, loco de atar como Gene Kelly en Cantando bajo la lluvia. Cosa más rara, camarada.
    Y no es que semejante condición se dé del cerco de los dientes para afuera, como decía Homero (no Simpson sino el otro), qué va. La diversión y el cachondeo nacen en plenas cavernas de su yo, es decir, que la felicidad y la alegría bañan su minutero dándole la espalda a todo límite, a todo espacio, a toda negación del displacer, mira tú cuánta rareza propinándome un batazo en la nariz.
    Mi amigo, que no tiene un pelo de teórico -literariamente hablando es un hombre poeta, porque ensayista ni en broma-, ha realizado considerables esfuerzos por responder a cabalidad cuanto pregunto, frunciendo el ceño y rascándome la cabeza, a propósito de técnicas para patear la abulia, el tedio, la lata que sabemos son los días cuando aprieta el hastío. Entonces, como si nada, desde una frase solemne parecida a un templo cuenta que el secreto está en la entrevisión.
    Me deja de piedra, me pregunto si el hijo de puta me está tomando el pelo. Siento ganas de orinar y voy al baño y en el espejo observo el rostro de un bolsa redomado.  ¿Entrevisión? ¿Qué coño es la entrevisión? ¿De veras tengo, muestro, porto, correteo por la vida con la cara que escupe el azogue desde la pared? Pienso, luego existo, sostenía aquél, frase que en momentos así termina insuflándome una llamarada de terquedad mulera, así que me detengo un instante, busco la calma, respiro, tomo asiento, doblo el codo y asumo la irrevocable decisión de reflexionar, sí, como el mismísimo Dante en la escultura de Rodin.
    Nada. Niet. En lo absoluto. No sucede nada de nada por más que piense y piense y me rebane los sesos buscando. La entrevisión, joder, la entrevisión -menudo chiste, digo para mis adentros-. Pero como pensar no es un acto únicamente consciente ni únicamente intelectual, tiempo después, cuando casi había dejado la cuestión a un lado, me llama la atención cierta frase  que al voleo hallo en Dublinesca, novela de Enrique Vila-Matas que hojeo en este café donde me encuentro.
    Mira qué belleza: “Nada nos dice dónde nos encontramos y cada momento es un lugar donde nunca hemos estado”. Página sesenta y tres, Seix Barral, Biblioteca Breve para más señas. Me da por suponer que la escurridiza entrevisión tiene que ver con este párrafo que me revolotea en las meninges. Se hacen carantoñas, se encuentran y se abrazan, qué sé yo. Si la fulana entrevisión cobra un poco de sentido al tropezar con su paralelo literario, yo entreveo entonces que el enigma comienza acaso a hacerse menos denso. Hay que ver -me digo ahora- los recovecos que a veces damos para saltar de A y caer en B. La vida sabe poco de líneas rectas, de atajos, de trucos o vueltas de tuerca para llegar antes.
    Repito hasta el cansancio que el bueno de mi amigo nunca se aburre. Aburrirse para él es un arte que no ha pretendido nunca dominar, y con razón. Qué cabronada tan sutil e interesante, y remato añadiendo que qué cabronada tan simple, tan sencilla, tan ajena a confusos entramados o a nebulosas disquisiciones filosóficas. Es que “nada nos dice dónde nos encontramos y cada momento es un lugar donde nunca hemos estado”. ¿Lo ves?, ¿lo entrevés? Yo, lo que soy yo, intento meterme entre pecho y espalda tal cuestión desde el instante en que me di de bruces con la frase en la novela pero sostengo con tristeza que he fracasado hasta ahora. La sencillez de una sentencia como ésa no implica compresión de facto o cosa que se le parezca. Puedes resolver ecuaciones diferenciales con los ojos cerrados, desentrañar en un chasquido la Crítica de la razón pura o mascar chicle mientras conduces tu bicicleta pero fíjate que la entrevisión, con toda su simplicidad a cuestas según  sugiere Vila-Matas, es un muro que mil veces me pareció infranqueable, una roca impenetrable, llámala como te dé la gana, que algún día, escríbelo, atravesaré por fin como quien cruza una meta y bebe del éxito a verdaderos borbotones.
    Tengo un amigo que jamás se aburre y cuando quien escribe acceda por fin a semejante dimensión les juro que  hablaré por la línea del medio, que develaré códigos, combinaciones, señas, contraseñas y secretos, y que ya nada quedará en las sombras. En esas ando, en esas justamente ando, y  me despido hasta entonces.

2/08/2019

Un clásico

Michéle, de Gérad Lenorman, una canción que me acompañó en la adolescencia. Les dejo el enlace (con subtítulos en español):

https://www.youtube.com/watch?v=5PcODolL6rs

2/07/2019

El paraíso que llevamos dentro


    Permíteme llover sobre mojado pero hay que repetirlo en alta voz: la dictadura venezolana ha sido cruel, asesina, ladrona y violadora de absolutamente todos los Derechos Humanos. Su abyección sobrepasó cualquier parámetro, al punto de que hoy el mundo libre la condena sin matices. Quienes se autodenominan neutrales y quienes, vergüenza a un lado, apoyan a estas alturas las monstruosidades de Maduro, forman parte de un delirante cuerpo colegiado seccionado en dos fétidas porciones: nostálgicos del comunismo, del Padrecito Stalin, de la Guerra Fría por una parte, y víctimas esperanzadas de ideologías colectivistas e  interesados en negocios pingües que arrojaron millones en su momento, por la otra. Pura y dura real politik revolucionaria. Y hasta ahí.
    Jamás imaginaron mis compatriotas que las fiebres chavistas acabarían voladas en pedazos. La experiencia ha sido larga, cruenta y ojalá que aleccionadora. Se vivió el horror del socialismo del siglo XXI -siempre en minúsculas, por Dios- y quedaron nada más cenizas, dolores, restos humeantes. Probablemente las cicatrices no desaparezcan nunca, acaso como triste evidencia de lo que no debió ocurrir un solo instante. Es necesario, dicen, aprender por cuenta propia, digerir el abc de esos valores que es preciso mantener en tanto naciones libres y percatarse de que existen demonios cuyo sueño es mejor no perturbar. A propósito de Venezuela algunos lo advirtieron hace más de veinte años -pienso en Carlos Alberto Montaner o en Mario Vargas Llosa- pero ya sabemos adónde fueron a parar tales monsergas. Ha tocado recoger los vidrios rotos.
    La diáspora, la desesperanza, el hambre o la enfermedad, los crímenes del gobierno, siempre estando ahí  como animales que acechan y despedazan, no hundieron el puñal en lo que somos. ¿Y qué somos?, no voy a caer aquí en la pretensión de definir lo indefinible, pero tengo para mí que el país, como un todo más o menos unitario, lleva en sus adentros lo que necesita para sacudirse el polvo, lavarse la sangre y recuperarse de los golpes para reinventar la realidad, cosa que va siendo urgente. Urgente y posible. Venezuela requiere inventar otra vez el piso sobre el que hacer tienda y proseguir.
    Nada nuevo bajo el sol, o sea, nada que no hayan hecho otros igualmente humillados. La Europa de postguerra, los países del cono Sur latinoamericano, Sudáfrica luego del apartheid y Venezuela, sí, esta Venezuela que supo patearle el culo a Gómez, a Pérez Jiménez, hasta meterse de cabeza en el mundo civilizado, en el universo de la libertad, solo para hablar del siglo XX. Nada nuevo bajo el sol, pero con la impronta de lo que en el fondo rehacer entre tú, él, aquél y yo. Entre nosotros. Tal es el sino que nos define, uno que será abrazado, o no, con manos, entrañas e intelecto.
    Siempre se ha dicho que este país es capaz de reír incluso a costa de sus más descarnadas tragedias, esto es, reírse de sí mismo, lo cual es una bendición. El chavismo hecho gobierno ha sido justo eso, una tragedia de dimensiones quizás no del todo concebidas aún. No hay que olvidarlo: reímos y esa risa es medicina para el alma, para el cuerpo, para las migajas en que pretendieron convertirnos. La risa, el humor inteligente -tautología que de todas formas es imperativo pronunciar- son un carburante que jamás falló y ahora tampoco será la excepción. Cuando Maduro esté pudriéndose en la cárcel, cuando un demente llamado Diosdado sea apenas  roncha purulenta en la memoria, cuando Saab, los Rodríguez, Varela o El Aissami constituyan verrugas en la historia, echaremos la vista atrás para observar lo que la locura y el crimen son capaces de materializar pero, asimismo, respiraremos desde la reconstrucción, desde el país que vayamos soñando, forjando, instituyendo, y desde la sonrisa que alimenta el alma a partir de los escombros.
    Falta poco, falta muy poco para que se haga la luz, para la calma, para emprender hasta lograr lo que creamos merecer. Será duro y será lento, pero será. A nada menos podemos anhelar según el paraíso que llevamos dentro.