1/31/2019

Los peligros de pensar


    Cuando era un imberbe me daba por creer que los demás podían adivinar mis pensamientos. Tengo la impresión de que por lo general otros niños hacen el experimento contrario, se divierten al soñar que son capaces de saber qué ocurre en la mente de terceros. Yo no, y no me preguntes por qué. Yo tenía la plena convicción de que cuanto pensaba de inmediato iba a parar a territorios ajenos. Un ser humano sin la posibilidad de guardar secretos, sin la íntima certeza de poseer en los recovecos del yo ese caudal de deseos, de anhelos, de opiniones que siempre albergamos, todo ello compilado en pensamientos efectivos, palabras mondas y lirondas, lenguaje que en condiciones normales yace custodiado, encerrado bajo siete llaves, las llaves de la intimidad. Así me sentía.
    De modo que para evitar males mayores llegué a la conclusión de que no debía pensar. Si el objetivo era salvaguardar mis cavernas y profundidades, es decir, mis diálogos interiores o las conversaciones que mantenía conmigo mismo  -o sea, garantizar particulares soliloquios-, el asunto requería ponerme en off, exigía que el cerebro fuese, en cuestiones de lenguaje, una simple página en blanco. Mira qué mecanismo de protección inventé.
    Entonces me di a la tarea de corretear por la vida en automático, lo cual implica mantener diálogos de variado pelaje, leer anuncios en la calle o resolver una ecuación de segundo grado nada más que llevado por lúdicas acciones de lógica elemental, sin intervención de la peligrosa lengua, la tétrica sintaxis, capaces, las muy cochinas, de ponerme en evidencia y de echarme en brazos tanto de amigos como de enemigos. Lo cierto fue que me empeñé en no pensar para resguardar justo eso, mis pensamientos, al punto de que acabé acostumbrado a la agradable sensación de no tener que pegar un sujeto con un predicado ni a realizar el esfuerzo de razonar mediante palabras.
    Y así, sin quererlo, sin buscarlo adrede, por azarosa intuición di en el clavo: pensar con imágenes, asociar A con B para llegar a C excusando cualquier intromisión del abecedario. No me lo vas a creer pero sentirse en un mundo aparte, flotar, concebir la realidad a partir de lo que catalogué después como de “cierta perspectiva plástica”, pictográfica –qué sé yo-, terminó siendo lo más adictivo de este mundo. Ya adolescente estuve seguro de que los pintores o escultores meditan o vislumbran de forma parecida, actúan de idéntica manera, captan el mundo en función de diagramas, dibujos mentales, potentes planos interiores que para qué demonios las letras y, en fin, la gramática como la conocemos.
    Después, en la adultez –la adultez es una máquina de destrucción masiva, yo que te lo digo-, las obligaciones cotidianas y los compromisos propios de la edad malograron ese estado fundamental en que me arrastraba por la vida, llevándome sin más al agujero negro de los días tal como los despacho hoy. La eme es la eme, la a es la a, la eme con la a ma y punto, y se acabó, adiós privacidad y universo interior a salvo de entrometidos o curiosos.
    A mis años, aunque con torpeza, he aprendido sin embargo a defenderme. Pienso, luego existo, afirmó un iluso hasta la médula. Qué va: pienso, luego lo sabes todo, digo sin que me tiemble un músculo del rostro. He tenido mil problemas, me han descubierto en plena urdimbre de estrategias intelectuales ante una discusión cualquiera, ante un debate público, ante una sencilla conversa de café. He caído de bruces, despojado de intimidad  y lleno de vergüenza, cuando pasaba por mi lado alguna dama con piernas, nalgas y tetas en su sitio, y pensaba, y me decía, y exclamaba para mis adentros las delicias que implicaba, lo hembra y lo salvaje que sería en plena cruzada. Válgame Dios, nada que hacer, nada que ocultar en lo más hondo de mis elucubraciones porque antes de terminarlas ella las había visto, las había leído como quien lee en un libro abierto.
    Así vivo, así llevo la existencia en el presente, pisando como gato en suelo húmedo para medio protegerme e inventando una u otra estratagema buena como escudo a la hora de pensar frente a cualquiera. A veces lo logro, a veces no, y en ésas ando. Cosa rara, qué le vamos a hacer. Cosa sumamente rara.

1/25/2019

La revolución frente al espejo


    Hablar de Venezuela es hablar del cielo y del infierno. Del primero, porque lo tiene todo para materializar, si se sabe cómo, el Paraíso. Del segundo, gracias a ejecutorias que encendieron las calderas del Diablo, es decir, el lado más oscuro del quehacer político irresponsable.
    Hay que ser honestos hasta el dolor. Cierta izquierda venezolana, a la sazón fósil de los sesenta, alimentó sin pudor el carácter mesiánico del líder del Socialismo del Siglo XXI, quien sustentado en el carisma, en la religión laica que promovía y sobre los hombros de empresarios de cortísima visión política, llegó a Miraflores montado en una ola de popularidad impresionante. La revolución aparecería en el escenario a través de los votos y era cuestión de tiempo: la ruina de las instituciones democráticas, desde la democracia misma, estaba cantada.
    El resto es parte de una historia conocida. La revolución bolivariana -así, en minúsculas- se tragó a sus hijos, fagocitó las estructuras fundamentales del país, intentó crear un imaginario heroico cuya narrativa  iniciaba y finalizaba en ella misma, todo aderezado con la retórica estéril de un izquierdismo trasnochado que, como dijera el buen Petkoff, ni olvida ni aprende, en esencia porque la capacidad de construir algo bueno, el talante romántico, la trayectoria violenta como elemento partero de la historia, la aventura guerrillera previa a la toma del cielo por asalto y, en fin, la narrativa mitológica tan cara a determinadas hazañas para que puedan ser hazañas, brillaron siempre por su ausencia.
    Saturados de dólares por el crecimiento astronómico en los precios del oro negro, los hombres de la revolución se frotaron las manos y chasquearon los dedos. Al primer chasquido expropiaron, confiscaron, arrebataron. Al segundo fabricaron ilusiones en función de las apetencias de quienes eran capaces de votar. Aún no era necesario trampear, desconocer candidaturas, usar las armas de la República como garrote personal. El dinero iba y venía a manos llenas, entraba en escena como la vedette que se sabe indispensable. Al tercero tronaron los fusiles. Cuando los platos volaron en pedazos, cuando hubo que recoger los vidrios rotos, metáfora de una realidad inocultable, se hizo necesario contener la rabia, el desencanto, el estupor, la sensación de engaño y resaca instalada en todo un país. Entonces las balas llovieron a mansalva.
    A estas horas parece llegar a su fin el disparate que ha reinado en Venezuela durante dos décadas. Sin embargo, la desgracia de este pueblo, el hecho de que un puñado de criminales usufructe un poder que nadie le ha otorgado, trasciende el plano militar y va más allá del carisma exacerbado de un caudillo felón. Para decirlo de una buena vez: la izquierda en Venezuela, salvo honrosas excepciones -que las hay-, jugó con fuego y se quemó. Junto con las locuras del santón mayor, esa izquierda fue incapaz de mirar el horizonte a un palmo de sus tupidas narices. Generó crispación, produjo división, polarización extrema, odios de mil pelajes, hasta resquebrajar las bases de una nación que, con sus defectos y virtudes, había sido hasta hace poco ejemplo de convivencia ciudadana en la diversidad.  
    La etapa inmediatamente anterior a la explosión del desastre fue una marcada por el relumbrón petrolero, es cierto, y hasta ahí nada nuevo en nuestras sociedades monoproductoras: cuando abundan los recursos hay fiesta y hay piñata, hasta que el período de vacas flacas cae como un peñasco para destrozar el espejismo. El ciclo histórico es harto conocido así que no vale la pena repetirlo aquí. Pero cabe resaltar una y otra vez, para que no se olvide, el ingrediente clave al momento de los balances. Antes de que a los gobernantes venezolanos la dinamita les estallara en plena cara, buena parte de la izquierda carnívora del país -uso aquí la nomenclatura de Carlos Alberto Montaner- hizo de la suyas. Preguntémonos: ¿por qué llegó la gente en Venezuela a polarizarse de esa manera? ¿Por qué un sector social, arengado por irresponsables, se sintió dueño y señor de la verdad, del futuro, de los hilos que nos acercan a la felicidad o lo contrario?, y finalmente, ¿por qué razones estos individuos se creyeron  nada menos que en brazos de la razón, de la justicia y de la historia? Es verdad que quienes gobernaron hasta ahora tienen las manos llenas de sangre. Violaron sistemáticamente derechos humanos, reprimieron, asesinaron, robaron. Pero también es evidente que un grueso espectro de esta izquierda, envalentonada, ayudó a destapar las consabidas cañerías del odio y, error imperdonable, vio para otro lado cuando la bota pisoteaba y los cimientos de la República crujían anunciando lo que llegaría.
    Y hay quienes aún hoy continúan en silencio frente a lo anterior. Intelectuales y gente de la cultura, por ejemplo, actúan ni más ni menos que como los reaccionarios que siempre criticaron. A estas alturas no reconocen su error y mucho menos parecieran estar dispuestos a celebrar el sano y necesario acto de contrición, a erigir su particular mea culpa sustentados en la rectificación y el encuentro con el país que por cobardía, ceguera o interés convalidaron en su devastación. Si la Venezuela del presente vive una tragedia que lacera sus entrañas, recordemos que el infierno estuvo aquí no por simple arte de magia. Fraguar una revolución, ésta que se empina sobre fundamentalismos de variada índole y cuya religión encumbra en sus altares a demagogos,  populistas, enfermos y delirantes sin redención, supone siempre la fractura de la democracia. Equivale a desmontarla de pe a pa, como lo hicieron Chávez y sus adláteres, labor de dinamiteros que pide a gritos cómplices  y enterradores sin ápice de escrúpulos..
    La revolución que la izquierda en su inmensa mayoría intentó erigir tenía los pies de barro. Y los tenía por el sencillo hecho de creerse dueña indiscutible del hoy y del mañana. Ya lo decía Karl Popper, palabras más, palabras menos: la verdad no es única, ni inamovible, ni siempre la posees sólo tú. La verdad es un constructo que se levanta de a poco, con tropiezos, equivocaciones, avances y retrocesos. La revolución bolivariana -mantengamos las minúsculas-, que ni fue revolución ni fue bolivariana, llenó el formulario de los sinsentidos y desató los demonios con los que es mejor no andarse acurrucando: violencia, incordio, resentimiento, cosificación del otro. Maduro, Cabello, William Saab, Padrino López, los hermanos Rodríguez y el resto de la cofradía asesina seguramente tiene ahora mismo los días contados en el poder. Su tiempo como eunucos de alma, como mandones de una propiedad llamada Venezuela se acaba. La cárcel es el horizonte que los abrigará pronto. Mientras, toca ahora plantarse ante el espejo hecho pedazos y recoger los trozos, unir, mirar hacia el futuro para comenzar a rehacer la democracia. No hay otro camino posible.

1/18/2019

La costumbre de vivir


    Les he contado muchas veces que me gusta sentarme en los cafés a ver pasar la vida. Ver pasar la vida supone leer a placer, escribir lo que venga a cuento o simplemente mirar, contemplar sentado, tabaco encendido, taza de macciato a un lado, mientras la gente y lo que te rodea cocina a fuego lento ese teatro que llamamos vida.
    Un joven entra y se presenta. Lleva una guitarra y un morral a cuestas. Su rostro destila lo que todos somos capaces de expresar si atravesamos las calles por la libre, a nuestro fuero, con la nostalgia encima o la alegría inesquivable porque vendrán tiempos mejores. Entonces, de un bolsillo saca un papel doblado en cuatro y lee un poema, de su autoría según nos dice, para rematar con canciones de Yordano, Juanes y Sabina.
    Doy una chupada y observo. Joven, sí, igual que miles que trasiegan la geografía universal con la idea de tomar el cielo por asalto. Y pensar -me digo- que cierta izquierda latinoamericana llegó a inspirar algo parecido: echar abajo las puertas del Paraíso, fusil en mano y sueños en ristre, acabando después volada en pedazos, absurda, sin pantalones frente a caudillos y delirios cuyos flatos Maduro, Ortega o Morales ofrecen respirar hoy.
    Tiene talento. Canta, toca la guitarra con destreza, se ve que domina lo que hace. Se llama Enrique y viene de Venezuela. Sonríe con sinceridad, es espontáneo, lo que ayuda sin dudas a que poco a poco la terraza se fije en él, preste atención, le obsequie aplausos y propinas. Cuenta, entre canción y canción, cómo fue que llegó al lugar donde nos encontramos, cómo era la vida que dejó atrás en un abrir y cerrar de ojos. Habla desde la melancolía, desde la esperanza, desde el recuerdo de su casa, de sus padres, de sus amigos, de su loro Lucio -a quien confiesa haber empezado a alimentar cuando aún no tenía plumas-, y de su abuelo Abdel, muerto días atrás de mengua, de hambre, de la imposibilidad de mínima atención.
    A pesar de los pesares creo que este muchacho vive, crece, me da por suponer que cuando los criminales estén pudriéndose en la cárcel y Enrique se mire de frente en los espejos, aparecerá un hombre distinto, de una fibra mejor lograda, más asentado en su visión del mundo  y en el cómo y por qué un país llamado Venezuela se catapultó a insospechados niveles de abyección.  Un hombre con las manos más hechas  y el aprendizaje más metido entre las uñas.
    En un momento de silencio, cuando termina su última canción, noto que se dirige a una mesa. Veo a una chica también joven, vislumbrando quizás otras ventanas y otros amaneceres. Él se planta ante ella, le extiende la mano y, siempre sonriendo, le obsequia el poema que leyó minutos antes. Ella también sonríe y en una fracción de segundo -mira la rapidez de este cabroncete-  toma asiento, deja la guitarra a un lado y conversan vaya uno a saber sobre cuáles reinos, mares o unicornios. Lo que soy yo, alzo mi taza y brindo por ellos, por su posible historia, que ojalá sea hermosa y cargada de romance y de aventuras, mientras enciendo otro tabaco para seguir leyendo a Kundera.

1/12/2019

El otro que me habita


    Voy al Juan Valdez en plena plaza Foch porque a veces el bullicio no es lo que la mayoría supone. La mayoría supone que un café atestado de transeúntes es la antítesis de la quietud, del silencio, de esas condiciones necesarias para entregarse a la lectura o la escritura. Y quizás tengan razón, aunque en mi caso, que acudo a estos lugares entre otras razones para contemplar, para rasguñar papel y para atragantarme de historias literarias, la gente alrededor, el hervidero, el tráfico o las  escenas que ocurren a un palmo de donde me encuentro producen el caldo que me resulta estimulante. Qué le voy a hacer, a unos les encanta el verde y a otros el azul. Y así.
    Pero les decía que llego a este café a ver pasar la vida y entonces la mesa a dos pasos de la calle, la mochila a un lado, el tabaco, el macciato, el libro que dejé marcado en la página noventa y seis, es decir, la atmósfera perfecta para entregarse al fisgoneo, a la escucha, al escrutinio fabuloso del streptease que la vida ofrece sin pudores tan pronto afinas la mirada. De eso se trata: de acercarte cuanto puedas a ciertos hilos que nos unen. No hay nada más revelador que un diálogo cogido al vuelo. Nada más sugerente que darte de bruces con el juego de miradas que dos mantienen en secreto mientras beben un té a tres mesas de distancia. Nada, en fin, como seguir las huellas del azar que hace al pelo su trabajo, que te pone enfrente a buenos para nada, a chulos, putas, santos o simples comensales. La terraza de un café es escuela a su manera porque más allá del lugar donde te sientas, te arrellanas y pides tu cerveza fría es asimismo trinchera donde se echa panza arriba el cúmulo de circunstancias, elementos y respuestas que hasta hace dos segundos deambulaba oculto en tu cabeza.
    A tales asuntos les entraba cuando dos chiquillos se plantaron ante mí. A lo sumo tendrían siete u ocho años. El primero llevaba un bolso a las espaldas y el segundo ofrecía chicles, tabaco y caramelos. Señalo la caja de los mentolados y les extiendo un trozo de los panecillos que muerdo mientras leo. Ambos, vivos como ardillas, se miran a las caras y sonríen, aceptan, se abalanzan sobre el botín. Les pregunto sus nombres, los dejo decir, los escucho, charlamos un rato. Cuentan lo que ya sé pero que es necesario escribir: ayudan en la casa, trabajan, juegan en la calle y mientras juegan en realidad trajinan los centavos que al final del día entregarán a su madre, con quien viven desde siempre.
    Se despiden, dicen adiós con la palabra y con la mano. Yo también les regalo un hasta luego junto con el último pedazo de pan azucarado que nos queda. Al verlos alejarse tomo un sorbo de café y en silencio les deseo la mejor venta, buena tarde y buena entraña, mientras pienso que no todo está perdido, que en ellos va algo del futuro que todos luchamos por forjarnos. Y también sonrío, y regreso a la lectura, ahora con una emoción que me reconcilia con el mundo.

1/04/2019

Tinta, papel y lágrimas


    Soy del Carbonífero, de eso no cabe duda. Ante la pantalla del computador suelo actuar como perro frente a gato: cerril, gruñón, en definitiva bronco. Para qué decir no, si sí. En fin.
    Leo en estos días que una anciana ha recibido, luego de varias décadas, la misiva de amor escrita por su enamorado, un soldado británico muerto en la II Guerra Mundial. La carta fue encontrada hace poco, junto con muchas otras, entre los restos del mercante Gairsoppa, hundido nada menos que en 1941.
    Phyllis Pontting recibió la nota a la venerable edad de 99 años. Hace tres cuartos de siglo había aceptado la propuesta de matrimonio que le hiciera Bill Walker y dio cuenta de ello también mediante carta, con el inesperado desenlace referido arriba. A veces la vida juega al gato y al ratón mientras sus piruetas van desarrollando un entramado de sombras jamás tenido en cuenta por los protagonistas. Dice el periódico  que la señora Pontting se casó dos veces, es abuela de siete nietos y ya, por fin, se ha enterado de que míster Walker arrojó lágrimas de felicidad al saber del sí de la mujer amada. El Anagké, el destino caprichoso, dirían los griegos, sacándonos la lengua a placer.
    Les comentaba al inicio que soy del Carbonífero. La verdad sea dicha: reconozco el valor de los chips, de las pantallas líquidas y del silicio. Le doy y le sigo dando a la tecla en una hp como Dios manda  -aclaro: las Remington siempre me parecieron más hermosas, qué le voy a hacer-, pero me gotea el colmillo y una especie de brillo relamido me chorrea de las pupilas cuando el viento de relatos como el de Pontting sopla fuerte en plena era de la digitalización, bendita sea, y de los superconductores, el ciberespacio, los internautas y bla-bla-bla-bla-blá.
    Entonces frunzo el ceño, arrugo la piel de la nariz, enarco las cejas. Para serles sincero, me froto las manos y me pregunto qué habría sido de esta historia si el papel  -para alegría de ecologistas, progres y otros yerbateros de las buenas conciencias- termina, como sueñan éstos y otros notables sepultureros, encajado en algún reducto polvoriento de la memoria, en cierto romántico lugar de la nostalgia. Es decir, en el museo del ya nunca jamás.
    Lo que soy yo, creo de pe a pa que tinta y papel tienen bastante qué decir. Decir, claro, no sólo en el sentido literal  -la escritura de tu puño y letra, para que me entiendan-, sino un decir que trasciende el rasguño tipográfico y va a parar a los confines de situaciones, circunstancias, hechos y, en fin, suma de realizaciones aleatorias que acaban cogiéndonos por la pechera o doblándonos el cuello porque la vida es así, absurda a veces, impredecible, sorprendente, injusta, cruel, maravillosa, y muestra los dientes cuando menos lo esperamos, por ejemplo, gracias a esa carta escrita como se escribían las cartas, a mano, a lápiz, a ida y vuelta de correo con matasellos de por medio y todo el intríngulis que se les ocurra. Pontting y Walker, para más señas.
    Ya sé que soy un dinosaurio, no es preciso que me lo repitan. Lo que sí repito yo es que me gotea el colmillo, saliva pura, después de la noticia que el diario trajo una mañana cualquiera. Joder -me digo-, una historia que pudo haberse ido al carajo yace aquí, para que se sorprendan y admiren y piensen que no todo está perdido, vía tinta, papel y lágrimas. Es que aplaudo de pie. Por un buen rato aplaudo de pie.


CORDIALMENTE INVITADOS: 
("Noche de las ideas", tema: "De cara al presente").
Lanzada en 2016 en París, la Nuit des idées (Noche de las Ideas) reúne cada año a las principales voces francesas e internacionales para debatir sobre los grandes temas de nuestro tiempo. Así, año tras año, el último jueves de enero, el Instituto Francés solicita a portadores de la cultura y del conocimiento, tanto de Francia como de los cinco continentes, a celebrar la libre circulación de las ideas, proponiendo, durante esa misma velada, conferencias, encuentros, foros, mesas redondas, en torno a un tema común, que cada sitio ambienta a su manera.

Este año, para esta 3ª edición, debatiremos sobre la temática: “De Cara al Presente”. Para ello, la AllianceFrançaise de Quito invitó a cuatro instituciones quiteñas a formar parte de esta reflexión conjunta, cada una tratando el tema con un enfoque particular: el Fondo de Cultura Económica (enfoque social), el Instituto Nacional de Patrimonio (enfoque histórico), el Centro Cultural Benjamín Carrión (enfoque literario), y la Universidad San Francisco (enfoque económico). En cuanto a la AllianceFrançaise de Quito, presentaremos una reflexión sobre las distintas percepciones culturales frente al presente y la violencia que pueden engendrar.

DE CARA AL PRESENTE  INVITADO DE HONOR: Dr. Philippe CHARLIER.
Expositores: Dr. Julian García Labrador, Dr. Roger Vilain, Dr. Stéphane Vinolo, Dennis Schutijser y Dra. Nora Sigal.
"Las sociedades contemporáneas parecen haber perdido la concepción de los tiempos largos. En las políticas públicas, en la urgencia de la rentabilidad financiera, en la dificultad de los compromisos, en los trastornos del sujeto o en las redes sociales, se puede ver que nuestros tiempos se ha acelerado de manera vertiginosa. Pero ¿en qué medida podemos aceptar esta violencia del presente? ¿Qué humanidad se construye sin proyección ni memoria?".
Lugar: Alliance Francaise, Quito. 31-01-2019, 19h00.