12/28/2018

Afán de comprensión


    La gente busca por todos los medios comprender. Desde las matemáticas a la pareja, o el sentido que quiso darle fulano de tal a sus escritos, comprender ha sido el motor que mueve a esta cosa que llamamos mundo.
    Pues no. Comprender es el punto final de una aventura que, de no contar con semejante acabóse, crece y crece y se expande como un gas o, para darles un ejemplo literario, llega hasta las nubes de forma parecida al árbol de habichuelas en aquel cuento de la infancia. Al diablo toda comprensión y al fuego cuanta exégesis guindada de los pelos merodee a un palmo de mi caja craneana. De hermeneutas y maniáticos está lleno el patio pero qué va, conmigo no cuenten. He comprobado que el horizonte se hace mucho más infinito cuando la falta de entendimiento lo horada sin orden ni medida, hasta que la vista alcanza, jadea, se aplasta contra la nada.
    Cierta vez me dio por intentar comprender a diario. Comprender ecuaciones diferenciales, comprender la relojería del cerebro femenino, comprender el misterio de la Santísima Trinidad, comprenderme a mí mismo. En fin. No hay que decir lo rudo que pintó el paisaje, la nula claridad que logré obtener luego de semejante atrevimiento. Comprender, linterna en mano como si fuésemos Diógenes actuales equivale a perdición tan completa, tan segura, que sólo tienes que salir a la calle para comprobarlo. ¿Qué comprendes tú? ¿Qué comprende él? ¿Qué comprendemos todos? ¿Qué comprendes, Méndez?
    Cuando mis estudiantes confiesan que no pudieron comprender a Epicteto, que les resultó imposible entrarle a Kant, que ni en cinco vidas lograrían hincarle el diente al Tractatus Logico Philosophicus, les doy una palmadita en el hombro y los convido a unas cervezas. No lo vas a creer, pero toda comprensión es inversamente proporcional al ánimo de entendimiento absoluto, elevado al cubo, de quienes buscan conocer  a cualquier precio. No sé si me entiendas  -ni falta que hace-, pero a tal conclusión llegué después de muchas lunas. Tampoco me pidas que lo explique  -no serviría de nada-, porque habrás notado ya que el cerebro poco tiene que ver con el asunto. Y así.
    Cuando medio mundo se rebana los sesos en procura de agudizar el intelecto y machacar los secretos de cuanto le haga fruncir el ceño, yo enciendo mi tabaco y sonrío feliz. El otro día se lo confesaba a un primo, semanas después a un amigo íntimo, y fíjate que ambos reaccionaron con displicencia, tosieron, cambiaron rápidamente el tema y, en nobles gestos de comprensión hacia mí, terminaron por disimular su desacuerdo, su lástima, su preocupación por cómo yo, antaño racional, calculador, planchado, almidonado y cartesiano hasta los huesos, derivé en esto que no tiene pie ni mucho menos cabeza. Es que para comprender, como diría  Kafka, hay que irse lejos para seguir aquí.
    Eso: pie y cabeza. Desde que me convencí de lo evidente  -pie y cabeza dependen de variables demasiado escurridizas-, soy un hombre que por fin halló la luz. Entonces duermo como oso, pienso como me salga de la entrepierna y gozo más del sexo y los atardeceres. Quién lo hubiera dicho a estas alturas. Quién lo hubiera imaginado.

12/20/2018

La chifladura de Augusto Pérez Roth


    Pulsó el botón, eligió cociente intelectual, estatura, carácter, disposición para una buena salud en general y tiró de la palanca. Una cápsula blanda, como las que antaño funcionaban a manera de píldoras-medicamento, emergió de la máquina tragamonedas. El óvulo fecundado era denso, gelatinoso, una especie de caldo espeso que hacía recordar el mundo primitivo en que surgió la vida.
    Pensó en la isla de Margarita, paraíso del Caribe. Contempló paisajes, cocoteros despuntando a contraluz en el poniente. Sintió el oleaje lamiéndole los pies mientras daba algunos pasos por la playa. A lo lejos tres barcazas de tamaño respetable y un velero de menor calado cortaban el agua atravesando la bahía. Cliqueó enter y al punto, titilante, apareció la clave que llevó al lector láser de la computadora. Cerró los ojos, pasó por el escáner incorporado a la máquina para estos casos y de inmediato el olor a sal, a yodo, la luz del mediodía, la brisa marina haciendo de las suyas.
    Soñó un lugar inexistente, ciudad amurallada parecida a la de aquellos días del Medioevo. Cafés, fuentes de agua, jardines colgantes en las calles, libros, conciertos, vino tinto de un sabor profundo, dulce y amargo a la vez, como un ponto apenas inventado por cierto Homero de los nuevos días. Imagina, vislumbra, siente, presiona la tecla azul donde puede leerse go, y ahí va, al sitio concebido dos minutos antes.
    Augusto Pérez Roth es un hombre de mediana edad, un hombre como otros. Construye el universo a su imagen y semejanza, da cuenta día a día de sus afectos, de sus desesperanzas, echa mano de las oportunidades cuando puede y, en fin, vive aplastado por la velocidad del presente, que siempre ahoga y a veces mata. Sin temor a equivocarme puedo decir que es un ser metido de cabeza en el mare magnum de su época, cuya telaraña lo cubre como traje a la medida. Augusto Pérez Roth es, qué duda cabe, un digno representante de su tiempo.
    Subasta de antigüedades en una calle de El Cairo. Por supuesto, desea como nadie estar ahí. Introduce la contraseña en el teclado: como por arte de magia bullicio, aromas de especias que  atacan la nariz, objetos conocidos y extraños  apareciendo alrededor en medio de un callejón ruidoso, largo, que se extiende de izquierda a derecha y enseguida el idioma milenario, áspero, un árabe que a la postre es el mismo (¿lo es?) que una vez habló el profeta o los oficiantes modernos del extraño rito en que ha derivado la antigua religión.
    Escuchó tonos de voz, conocidos, presentes en esa masa informe que a veces termina siendo la memoria. Recordó esquinas, vio las casas de sus antiguos compañeros, bares, plazas, cines, rostros. Era su pueblo, el de la infancia, un sitio del que joven aún se despidió para no regresar nunca, siempre con la idea de exorcizar viejos amores, dolorosas rencillas, hondos conflictos que en ocasiones aplastan sin remedio. La tecla adecuada, otra vez el botón go y sin demoras el viento pueblerino alborotando sus cabellos.
    Luego, mucho después, recordó lo que se lee en enciclopedias de silicio y ha observado en hologramas de historia universal: un tiempo en el que era imposible no volar, no navegar o no lanzarse a recorrer kilómetros de carretera, sólo por dar un ejemplo, si querías llegar a algún destino. Imaginó los días en que resultaba imprescindible hacer el amor, unir los cuerpos, fundirse en orgasmos que desconocía si llevabas la intención de procrear. Contempló su realidad, suspiró, frunció el ceño en la sospecha de que un mundo mejor quizá podría llegar aún. Entonces ahí, en el sillón de terciopelo verde donde se hallaba reclinado, durmió como niño de pecho. Al despertar todo permanecía igual, como si nada.

12/14/2018

El olor de aquellos días


    A veces me da por recordar momentos, escenas de la niñez y adolescencia porque un aroma o un sabor se posan ahí mismo, a un lado de donde me encuentro, y  se convierten  en disparadores.
    Frente a mí Daniel lee The crazy Haacks, un libro que me pidió esta mañana. Ríe como nadie desde el primer párrafo, lo cual supone el mejor comienzo para una historia que me parece terminará más que enganchándolo. Por mi parte, sigo en mis trece: desde hace una punta de años leo y releo los libros de Julio Cortázar, además de aquellos que lo hacen tema de cabecera. Ahora me gotea el colmillo mientras echo una mirada a la primera página de una biografía que quizás valga la pena. Cortázar sin barba, de Eduardo Montes-Bradley.
    Pero les decía arriba que a veces me da por recordar ciertos momentos casi al modo de mirando llover en Macondo. Entonces, por ejemplo, llega nítida la imagen del tío Perucho, en la Upata de mi infancia. Enciendo mi tabaco y de seguidas van apareciendo escenas: yo jugando con un guante, una pelota y un bate de béisbol (fue el primero en regalarme tales cosas allá en su casa de la calle Unión número cuarenta y ocho). Era un tío de esos que también son cómplices. Murió hace no demasiados años, avanzados sus ochenta.
    Lo recuerdo feliz a los cuatro vientos con mil y una historias a flor de labios. Las veces que  visitaba nuestra casa daba por sentado que era un hombre de aventuras sólo comparables a las de Tarzán o a las de aquellos héroes que descubrí en los suplementos de la época y que esperaba cada semana en el quiosco de la esquina con suspenso y ansias apenas disimuladas: Kalimán, Arandú, Martín Valiente, Águila Solitaria. Digo esto porque en esos días tenía un trabajo que lo obligaba a viajar todas las semanas de Upata a Caicara del Orinoco por caminos imposibles, cuya travesía solía relatarme mientras yo escuchaba admirado, deseoso de emularlo alguna vez e imaginando peligros en la selva, retos formidables en los ríos que atravesaba, experiencias que deliraba por vivir ahí mismo, de inmediato, sin excusas, largas ni demoras. De una de sus expediciones a Caicara (aún hoy ese nombre me suena a lo que después hallé sólo en Salgari, Julio Verne o Joseph Conrad) me trajo como obsequio una pequeña linterna, muy hermosa, que guardé con celo en mi mesita de noche para en muchas ocasiones, entrada la madrugada, rescatarla con sigilo y encenderla en mi habitación que en ese instante era jungla tenebrosa, pantano traicionero, volcán a punto de hacer erupción, todos lugares lejanísimos infectados de fieras y alimañas.
    Pensándolo bien el tío Perucho, sin saberlo, anidó en mí la vocación de lector. Escucharlo contar sus historias lograba el efecto mágico de desear que esos relatos jamás se terminasen, para luego yo mismo intentar llevarlos al papel. Era un primer acercamiento al oficio de escritor que mucho después trataría de practicar con uñas y dientes. Tales son los recovecos del lenguaje, de la palabra oral o escrita, de la imaginación encendida si se cuenta con el estímulo adecuado.
    Doy una chupada al tabaco y me veo sentado sobre sus piernas a mis siete u ocho años, llevando el volante de su pick-up amarilla. Entonces me transformo en capitán de un barco enorme, en solitario conductor de un tren como los que aparecían en la tele, en piloto de un avión que avanza a gran velocidad por la pista antes de levantar vuelo.
    Era mi tío, pero desde que tengo uso de razón lo llamé papá. Como he dicho, me contaba historias, me recitaba poemas y reía a placer cada vez que entraba en casa y me llevaba a pasear en carro por el pueblo. En secreto, el niño que yo era siempre se jactó de tener dos papás y dos mamás (a mi abuela también la llamé así), motivo suficiente para sentirme tan afortunado como uno más de aquellos felices personajes, privilegiados, que protagonizaban sus relatos.
    Murió hace algunos años, como dije antes, y hoy escribo, fumo mi tabaco, leo junto a Daniel y añoro esos tiempos con nostalgia. Fue envejeciendo, yo crecí, hasta que llegó el día en que las cosas cambiaron y entonces fui yo quien comenzó a pasearlo. En el carro, a menudo los fines de semana cuando desde otra ciudad iba a visitar a mi madre, salíamos por un café y a dar unas vueltas. Caminaba con esfuerzo, lentamente, pero su humor y su lucidez  intactos eran armas contundentes, punzopenetrantes. Contaba, evocaba, como quien lleva en la memoria un pedazo del cielo, y me daba cuenta de que hacer lo que hacíamos, conversar, recordar, hablar de lo humano y lo divino terminó siendo una actividad a la que jamás renunciaría. Donde quiera que esté seguirá charlando como nadie. Y riendo como ninguno.