
Si miramos hacia atrás se muestra en ocasiones carcomido y lleno de telarañas, irreconocible a veces, saturado de ese claroscuro únicamente visible en las pinturas de Rembrandt. Ahí abreva la experiencia -el tiempo, motor de arrastre, sedimento, sapiencia- , fulgor indispensable para que la existencia cobre fisonomía propia. Y ahí también reina la historia, madre absoluta de todos los presentes. Si miramos adelante, entonces por ejemplo aquello que soñamos, aquello que en algún momento hemos podido imaginar (las utopías, incluidas las que existen y las que existirán), caben en los frágiles pétalos de su terrible cuenta regresiva. El tiempo, el implacable, como afirma el poeta en su canción, qué duda cabe, cubre con sus brazos la seguridad del presente y la incertidumbre de lo que vendrá. No en balde para los romanos aquel Saturno, rey de Lacio, fue dotado con el mágico conocimiento de lo que ha sido y de lo que podrá ser.
Esa especie casi en extinción, esas personan que gozan de una calma que parece de ultratumba, esos que viven con el milimétrico cálculo de las cosas por hacer, dicen con justicia que es que no hay otro remedio: al tiempo es preciso darle tiempo. Y algo más o menos parecido me arrojaron en la cara aquella tarde calurosa luego de un ataque de valor: “Dame tiempo, dame tiempo”, dijo la muchacha nada más al escuchar lo que a las claras emanaba el rancio tufo de las declaraciones amorosas. Y ese retazo que pedía, ese que de ningún modo entregué porque era joven, porque era un imberbe y blablablá, otorgó razón (es verdad que el tiempo es oro) a la trillada frase que desde entonces comprendí a cabalidad.
“Allá en el fondo está la muerte”, escribió Julio Cortázar, si recuerdo bien, refiriéndose a un reloj. Quizás por esto los de arena deshojan los días grano a grano, uno tras otro hasta el último, que nos sepulta para siempre. Está bien claro: el señor que mide esa invención llamada tiempo siempre ha tenido la última palabra, y la ha tenido porque también posee la hora final, que se acompaña con una campanada. En nosotros se tiende largo a largo, de Este a Oeste o viceversa, dando la impresión de la más larga línea recta que cada vida pueda sospechar, y contrasta por cierto con esa circularidad pasmosa adoptada en ciertos pueblos donde el regreso, la vuelta, el eterno retorno es una ley, presa, asimismo, de la inexorabilidad que sin perdón nos agobia en el presente.
Hay un tiempo para todo. “Todo tiene su tiempo”, reza la frase bíblica. Qué verdad tan contundente, ejemplo clarísimo de que el tránsito vital es sucesión de hechos yuxtapuestos; hacemos el amor o hacemos el almuerzo, hacemos la paz o hacemos la guerra... Yo, que soy un redomado terco, intento hallar a Cronos en diversas y variadas ocasiones con la sencilla intención de continuar hurgándolo, conociéndolo, sintiéndolo. Aquí nada mejor que la hora cenital, la del almuerzo, cuando una chica hermosa, pero que muy hermosa, habla de él en las noticias de la tele.
Un compañero de camino que se deja ver abrazado a mi muñeca. Un compañero para siempre que bien cabe en la palma de la mano (dicen que en sus líneas se ocultan sus secretos). Si nos abandona, en definitiva, estaremos para siempre muertos.
Esa especie casi en extinción, esas personan que gozan de una calma que parece de ultratumba, esos que viven con el milimétrico cálculo de las cosas por hacer, dicen con justicia que es que no hay otro remedio: al tiempo es preciso darle tiempo. Y algo más o menos parecido me arrojaron en la cara aquella tarde calurosa luego de un ataque de valor: “Dame tiempo, dame tiempo”, dijo la muchacha nada más al escuchar lo que a las claras emanaba el rancio tufo de las declaraciones amorosas. Y ese retazo que pedía, ese que de ningún modo entregué porque era joven, porque era un imberbe y blablablá, otorgó razón (es verdad que el tiempo es oro) a la trillada frase que desde entonces comprendí a cabalidad.
“Allá en el fondo está la muerte”, escribió Julio Cortázar, si recuerdo bien, refiriéndose a un reloj. Quizás por esto los de arena deshojan los días grano a grano, uno tras otro hasta el último, que nos sepulta para siempre. Está bien claro: el señor que mide esa invención llamada tiempo siempre ha tenido la última palabra, y la ha tenido porque también posee la hora final, que se acompaña con una campanada. En nosotros se tiende largo a largo, de Este a Oeste o viceversa, dando la impresión de la más larga línea recta que cada vida pueda sospechar, y contrasta por cierto con esa circularidad pasmosa adoptada en ciertos pueblos donde el regreso, la vuelta, el eterno retorno es una ley, presa, asimismo, de la inexorabilidad que sin perdón nos agobia en el presente.
Hay un tiempo para todo. “Todo tiene su tiempo”, reza la frase bíblica. Qué verdad tan contundente, ejemplo clarísimo de que el tránsito vital es sucesión de hechos yuxtapuestos; hacemos el amor o hacemos el almuerzo, hacemos la paz o hacemos la guerra... Yo, que soy un redomado terco, intento hallar a Cronos en diversas y variadas ocasiones con la sencilla intención de continuar hurgándolo, conociéndolo, sintiéndolo. Aquí nada mejor que la hora cenital, la del almuerzo, cuando una chica hermosa, pero que muy hermosa, habla de él en las noticias de la tele.
Un compañero de camino que se deja ver abrazado a mi muñeca. Un compañero para siempre que bien cabe en la palma de la mano (dicen que en sus líneas se ocultan sus secretos). Si nos abandona, en definitiva, estaremos para siempre muertos.
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