9/03/2013

Fumo, observo, pienso

    La magia de la lectura tiene que ver con darle todo el crédito a cada cuartilla que nos pasa por enfrente, asunto que supone un acto de fe con clima religioso: es preciso creer lo que nos cuentan. De tal premisa la conclusión será una o ninguna, es decir, caeremos atrapados por la historia que el prestidigitador de palabras lanza como hechizo o simplemente el libro no habrá cumplido su tarea más importante: coger al lector por el pescuezo y llevarlo así hasta la página final.
    Seis de la tarde. Camila y yo vamos a nuestro café de costumbre. Leemos. Desde esta terraza las luces del crepúsculo cubren hasta la última molécula de todo y con ellas me gusta desmigajar cuentos, saborear un marrón, fumar el tabaco poco a poco. Créeme que la experiencia resulta extraordinaria. El silencio termina imponiéndose a pesar del tránsito, de la gente, de la calle en plena ebullición. Ella devora la Historia de Judy  y yo despacho Filosofía feroz, de Michel Onfray, que al fin y al cabo fue decepcionante.
    Onfray pretende una condición que no cualquiera alcanza: la de enfant terrible. Y no termina siéndolo porque su pretensión es evidente. En vez de arrojar verdades a contracorriente de lo políticamente correcto y se acabó, su puesta en escena no convence. Demasiadas luces de bengala. Mucho ruido y pocas nueces. Leo estos ensayos y pienso que el autor devino en un Eduardo Galeano francés, otro irredento que ya crecidito supone al universo binario desde las entrañas hasta la epidermis. La izquierda y la derecha, o sea, los buenos y los malos, permítanme reír a mandíbula batiente. El mundo en perfecto blanco y negro, el libro como puñado de señalamientos: contra los ricos, contra el imperio, contra las grandes religiones monoteístas, contra las elecciones, contra los gringos, contra el capitalismo, contra el liberalismo. Y hasta ahí. Un catecismo manoseado hasta el hartazgo por la izquierda dinosáurica latinoamericana. No hay propuestas, ni aporte intelectual, ni alternativas que trasciendan el lloriqueo simplón. Si el capital es el lobo feroz, el culpable de la miseria universal, de los piojos en las cabelleras del mundo o de la putería en París y en San Fernando de Atabapo, si las elecciones en las democracias occidentales son el golpe concebido para la dominación  de los pueblos, si un liberal es el vivo retrato de un apestado pululando tranquilamente por ahí,  ¿qué pone usted sobre la mesa, señor Onfray? ¿Dónde están los sustitutos para el acabóse? ¿Qué hacer para paliarlo? Silencio sepulcral.
    Enciendo mi tabaco, dejo los lentes sobre el libro aún abierto, observo a Camila en lo suyo, transfigurándose en hada, en pirata, en dragón. Sigo sus ojos, fijos en cada cuartilla que es el mundo para ella en este instante. Imagino la aventura que vive ya mismo, las imágenes que pasarán por su cabeza, la curiosidad, la disposición para el ensueño que la caracteriza, la creatividad en plena faena, regalándole voces, movimientos, vida a cuanto ofrece el autor embutido en cada línea.
    Es curioso, desde luego, pero leer resulta justamente eso, construir otra vez lo que de algún modo viene empaquetado a manera de propuesta por un demiurgo que llaman escritor. Sí, un libro es una compilación de sugerencias, un streep tease a propósito de las ideas y lo más interesante es que tienes participación directa, ayudas a desvestir, formas parte del elenco. No dejo de observarla, me encanta hallar gestos casi imperceptibles en su rostro, alguna sonrisa diminuta, el entrecejo fruncido apenas un instante después. Tal es la geografía del goce literario expresado en quien se acerca a una novela o a un fajo de poemas nada más que por placer. Camila navega los siete mares y está absorta. Eso es leer, resucitar lo que tienes entre manos, recrear la obra que se desata ante ti y hacerla tuya. Me alegra saber que a su edad ya lo disfruta.

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