La infancia suele ofrecernos el tiempo
perfecto para ser felices. Me refiero a la felicidad absoluta, por supuesto, y
no a esa otra que luego, años después, intentamos mordisquear de a ratos
mientras dura la adultez.
En mi caso ser feliz va aparejado al cine
que, a cuadra y media de la casa, llevaba en las entrañas la posibilidad de
darle un puntapié a la vida cotidiana. Bud Spencer y Terence Hill, Bruce Lee y
la “Operación Dragón”, Mario Moreno haciendo de las suyas, todo esto suponía
entrarle a las cosas por su lado menos rígido, más alegre, diferente por donde
lo vieras de ese modo tan cargado de bostezo que tenían los días cuando sólo el
colegio, los deberes, la hojarasca rutinaria
-pesada como una montaña- se arrojaba
sobre mí.
Confieso con la nostalgia del caso que el
cine Principal, lugarejo clave en horas de la adolescencia, invadió a su antojo el corazón de un puñado de manganzones ávidos de respirar otros aires. La
Upata de esos tiempos, echada en brazos del V.H.S., de los patines en la plaza,
del mundial México 86 o de las permanentes luciendo furiosas en las cabelleras
de cuanta quinceañera se paseara por la calle, fue un pueblo que sin pena ni
gloria daba cobijo a la anarquía en medio de sus inamovibles coordenadas: 8°1’00’’ de latitud norte y 62°24’0’’W de longitud.
Entonces el cine latía a fuerza de sístoles y diástoles arrastrándonos
por las aguas de la imaginación, haciéndonos intuir que en ese rayo de luz
cabía también, aparte de la carcajada fácil o la evasión más oportuna, la
mirada diferente que inventaba un mundo cuando menos más interesante, jamás
antes contemplado.
No
era poca cosa. Me atrevo a sostener que para mi generación el cine Principal, a
pocos metros de ese otro tesoro gigantesco que fue la plaza Bolívar, significa
hoy pilar de valor incalculable a la hora de evocar aquellos años. Los primeros
besos, las primeras novias, los primeros cigarrillos, los primeros tragos de un
ron más que barato a pico de la carterita que corría de mano en mano entre los
amigotes, las primeras piernas dibujándose bajo nuestras manos, las primeras,
en fin, caminatas por la arena de una playa llamada descubrimiento. Ahí, en las
butacas del cine Principal contemplamos mil y una películas, excelentes,
buenas, regulares, malas y malísimas, y vi proyectado asimismo el despliegue de
mi propio encuentro con la condición adulta.
El
cine de cinco, de siete, de nueve, todas las funciones colmaron los bolsillos
donde danzaban entremezclados algunas monedas, un chocolate, una caja de
chiclet’s o las simples manos vacías. Viéndolo bien, mi amor por la pantalla
grande, mi interés por la forma en que una buena película da en el clavo al
momento de poner la vida patas arriba y sacudirla, nace en la inmensa sala del Principal, hoy guarida de un supermercado chino en el que escasean la Harina
Pan, los pañales y el aceite junto con los gritos destemplados de la
muchedumbre porque la película había sido cortada. Joder, cómo pasa el tiempo.
Hay que ver.
Todas
las veces que soñé con una chica, en las muchas o pocas ocasiones que tuve para
sentirme a solas con ella, salir al cine y convidarla a ver “Flashdance” supuso el modo expedito de,
llegado ese momento no apto para cardíacos, acercar mi mano a la suya y jugarme
el premio gordo de la lotería. El cine fue más que el cine, y ahí, a oscuras,
la película que iba siendo mi propia existencia, con sus esperanzas a cuestas,
con la alegría del romance o la bofetada a punto, terminaba fundida con la
historia de Richard Gere y Debra Winger en “Reto
al destino” o con las ocurrencias de Buster Keaton en sus múltiples
variantes. Coronar un amor a la saga de Robby Benson y Lynn-Holly Johnson en “Castillos de Hielo”, música de fondo de Melissa
Manchester fue, lo reconozco a miles de kilómetros andados, el non plus ultra de un idilio tantas veces
esperado.
Siempre he tenido la sensación de que la realidad parece en ocasiones un
plató de filmación. Y no es para menos: el cine, desde la lejana infancia,
llegó a constituir el día a día, ese punto de fuga que es lo cotidiano como
centro y señor de todas las verdades. La vida, ni más ni menos, como sucedánea
de una obra de arte.