No me vengas a decir que no se te han
perdido cosas. Perder cosas es lo más común de la vida, pero lo que me quita el
sueño, lo que en verdad motiva mis desvelos es el punto de fuga de semejantes
extravíos.
Me explico: botas los anteojos, botas las
llaves, botas el carnet de conducir, maldices y remaldices hasta que das o no
con ellos, pero nunca preguntas por el lugar que es su guarida. Lo que soy yo,
siempre fruncí el ceño al respecto, desde muy niño intenté descubrir adónde van
a parar los objetos perdidos y a estas alturas, créeme, puedo jurar que hay una
tierra extraña que los contiene. Plaf, plaf, aterrizan ahí mientras te rebanas
los sesos revolviendo hasta el último rincón con la esperanza de encontrarlos.
Menuda pérdida de tiempo.
Y eso no es lo peor, claro. Así como a
veces notamos que somos un imán para atraer ciertos hechos, para materializar
actos, sucesos que quizás deseamos o tememos, de igual modo terminamos por ser
pieza clave del jueguito de otro, una especie de algo o alguien capaz de hacer de las suyas a costa de tu mala
suerte, si es que es posible llamar de esa manera a todo esto. En fin.
Lo digo porque de las mil y una cosas que
he extraviado, nada como un lápiz Móngol. Ellos vinieron a mí y se esfumaron en
un abrir y cerrar de ojos. Lo sé desde
los años en la escuela, desde el primer grado cuando los regaños de mi
madre se afincaban no en darle a la lata
para que aprendiera la lección o hiciera los deberes -jamás tuve problemas al respecto, puedo
confesarlo sin pecar de vanidoso- sino
en advertirme que ése, el que tenía en mis manos, sería el último lápiz que
compraba para mí hasta el nuevo año escolar. Nada, a las veinticuatro horas
perdía el Móngol, como de costumbre.
Supe, no me pidan ahora explicaciones, que existía
un lugar al que llamé Paraíso de los Objetos Perdidos. Semejante isla oculta -pues
sí, era una isla- idéntica a la de Crusoe
o quizás a la de Stevenson, era el hogar de cuanta cosa puedas imaginar, todas
desaparecidas, todas engullidas por el Mar de los Zargazos, esas arenas
movedizas en las que pataleamos día a día. Cada
lápiz Móngol al que dije adiós se hallaba de cabo a rabo en ella,
viviendo una curiosa existencia, sin mayores aventuras, sin escribir o dibujar
o todo lo que suelo hacer cuando un Móngol reposa entre mi medio y mi índice,
asistidos por el buen pulgar. Lo cierto es que el misterio había sido resuelto.
Ya suponía yo que tanta pérdida, tanto Móngol arrebatado frente a mis narices
obedecía a algo más que el descuido, es decir, a causas mucho más profundas que
mi constante chapotear entre las nubes. Desde entonces papar moscas mañana,
tarde y noche no fue la explicación de por qué un Móngol invisibilizado, evaporado
cada tres o cuatro días. Respiré tranquilo.
Como podrás adivinar, a mis cuarenta y seis
tacos sé muy bien lo que sucede cuando pierdo algún objeto. Por eso no caigo en
inútiles lamentaciones, ni cosa parecida, como suele hacer la mayoría. La otra
vez, para variar, extravié el bolígrafo con el que escribo cuentos, tomo apuntes
y hago anotaciones varias. Lo imaginé contento en su isla del nunca jamás,
trabando amistad con otros lápices que corrieron igual suerte. Solución: fui
por otro al kiosco de la esquina. En fin, la vida continúa, me digo, y ya, asunto
resuelto.
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