Los atardeceres en Quito son el destello de
una playa en Margarita. Aquí el poniente es el lado especular de cuantas
sensaciones escondo en mi ADN, o lo que es lo mismo, mirar el horizonte y sus
colores desde la mesa en la que escribo supone experimentar, como un vicario
del que fui en Venezuela, imágenes, matices, olores y ese tono de luz único que
cubre todo cuanto toca a las cinco en punto de la tarde.
A nueve grados, desde la terraza que me sirve
de trinchera vislumbro el trópico. Calores y cayenas, olas, brisa y el
aguamarina de un país que revienta en las entrañas. Quizás sea eso la
nostalgia: un mundo dentro de otro mundo, muñeca rusa que se erige frente a ti
mientras lees o intentas escribir en la atalaya que has labrado muy lejos de tu
casa. Entonces piensas en los grandes solitarios de esta vida, seres que han
llenado páginas de una literatura que no te es extraña, que has masticado desde
niño. Piensas en el viejo Robinson allá en su isla desierta, piensas en la Maga
y sus locuras, su modo de plantarse en el mundo y afirmar ésta soy yo y vivo
desde la hondura más íngrima. Piensas en el fabuloso Leopold Bloom, en los
heterónimos jamás acompañados de Pessoa. Piensas en las Soledades de alguien llamado
Góngora. En ellos cabes, en ellos tienes la doble implicatura de verte y de
sentirte.
Mientras escribo contemplo la línea
espumosa de una tarde en playa El Agua y veo desmigajarse el minutero del ocaso
en Puerto Ordaz. Miro calles resplandecientes de mi pueblo justo ahora, cinco y
cuarenta y siete, y te cuento que el reloj no se equivoca, como tampoco el
hecho de saber que te mueves como pez en el mar de la memoria, en las babas del
tiempo, y así nadas entre una muñeca y otra, deambulas por ellas, atraviesas
como si tal cosa la malla elástica, porosa, finísima que separa lugares, soles
o tempestades.
Vuelvo y repito, es probable que en ello
radique la nostalgia. Le das un puntapié al olvido hasta que por fin haces con
él lo que el artista con el barro: creas tus utensilios, juegas con la tierra
para inventar e inventarte. Morriña, saudade, ve tú a saber cuál es la etiqueta
y qué puede importar.
Busco en mi libreta una frase de Camus que
anoté hace tiempo. “¿Qué es la felicidad sino el simple acuerdo entre un ser y
la existencia que lleva?” La escribió en Nupcias,
un libro de sus comienzos. Ahí, de semejante acuerdo deriva buena parte de lo
que vamos siendo. Lo que vamos siendo, por supuesto, es el presente y es la
memoria y ahora lo veo: el acto de recordar es un fenómeno que se abraza a la
nostalgia, quizás única manera de patear en la ingle a la señora amnesia. Dime
tú si no.
En Quito, a esta hora el claroscuro le hace
el amor al horizonte. Desde el frío pega el calor de otros instantes y me dejo
llevar. Memorias, saudades, soledades a la sombra de una pipa o de un tabaco.
Venezuela cabe por completo en una bocanada.
2 comentarios:
¿Entiendo bien o también perteneces a esa diáspora construida deliberadamente, con precisión quirúrgica por los destructores de Venezuela?
Bueno, saludos desde Madrid...
Hola Antolín, recibe un abrazo fuerte desde estos confines. Tiempo sin saber de ti!
Sí, estoy en Quito, ciudad a la que llegué luego de ganar una cátedra universitaria.
Espero que hayas pasado una feliz Navidad a pesar de los pesares.
Seguimos en contacto!
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