Desde niño tuve la sensación
de que revelar el mundo equivale a cierta forma de felicidad. Cada quien opta
por el tránsito que llevará a cabo, sigue recto o dobla hacia la izquierda, y
en ese vaivén construye su día a día, su particular nicho en esta vida que es
de todo menos de color rosa.
Lo digo porque la otra vez,
contemplando desde el sofá algunos ejemplares de mi colección de gatos, pensaba
en lo que he aprendido sólo investigando aquí y allá para conocerlos más. Cuánto
tiempo he invertido al hundirme en lugarejos de todos los pelajes con la
esperanza de hallarlos en madera, en metal en arcilla o ve tú a saber qué más.
De algo puedes estar seguro:
coleccionar objetos no es sólo compilarlos. Menuda estupidez la equivalencia
entre la simple, árida posesión y la satisfacción automática. Coleccionar
postales, monedas, lápices o exlibris es regresar de alguna extraña manera a
uno mismo porque, dime tú si no, semejante ruta trae aparejada la alegría,
seguida de un aprendizaje sinónimo de autodescubrimiento. En el fondo, coleccionar implica encontrarte
a partir de eso que rastreas.
Cuando te metes en el ojo del
huracán que coleccionas buceas en la memoria, te sumerges en la historia
menuda, sin mayores pretensiones, escrita en minúsculas sobre la piel del
universo cotidiano mientras das cuenta del pasado, esplendoroso o no, estimulante o no, pero
humano al fin y bebes de él cuanto puedes, para bien y para mal.
Coleccionar objetos es quizás
otra forma de amor: amas aquello que persigues con la pasión a tope, y al
encontrar lo que buscas arrancas un pedazo de felicidad quién sabe a qué o a
quién. Por mi colección de marcalibros he vagado años enteros escudriñando
formas, mensajes, diseños, historias de afecto o de vileza detrás de un objeto
en especial, y por los felinos ocurre otro tanto: creo conocerlos hasta en su
fuero interno, desde el divino rol que disfrutaron en el antiguo Egipto hasta
el presente, no otro que deambular a veces entre bolsas de basura olisqueando sardinas,
envases putrefactos, restos apenas comestibles mientras la elegancia hace de
las suyas, mientras un mazazo de entera libertad ronronea por los solares a la
luz de la Luna.
Vale el esfuerzo de detener
los minuteros y restregarle al tiempo la mueca del olvido hecho presente,
rescatado de las garras, de las fauces del nunca jamás que, gracias a tu labor
detectivesca, ya no tendrá el horizonte únicamente para sí. Coleccionar
botellas, piedras o cajas de fósforos es al fin y al cabo limpiar de telarañas
lo que vamos siendo y es así mismo zarandear a la alegría para que de cabo a
rabo abra sus alas, de par en par y a plena luz. Ni más ni menos.
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