A los trece años me
compraron una máquina de escribir. Era Olivetti, y era la protagonista de uno
de mis sueños recurrentes: inventar con ella historias que como mínimo no
resbalaran, así como si nada, por la piel de los lectores. Imaginaba que mi
máquina y yo penetraríamos, abecedario de por medio, la humanidad de medio
mundo hasta danzar en sus adentros.
Con el tiempo
llegué a usarla como el mejor de los expertos. Aparte de los deberes del liceo
me habitué a acribillar el papel bond con letras, frases, párrafos, signos de
puntuación e ideas con la pretensión de convertirlos en algo más que la tarea
obligada. Fue entonces cuando descubrí que escribir supone también una
descarga -de dolor, alegría esperanza o rabia- y una búsqueda sinónimo de cacería. Mi
máquina se transformó en campo de batalla y en laboratorio: experimenté con
sueños, ocurrencias, imaginación, tramas, y en fin, acabé por aprender que para
decir, para abarcar este resbaladizo mundo desde lo que vamos siendo es preciso
armarse de lenguaje.
Los sonidos de mi
máquina no he vuelto a hallarlos en ningún lugar. La cadencia de las teclas del
computador, su suavidad aberrante, dista años luz del traqueteo romántico que
la Olivetti ofrecía en plena madrugada. Sí, la madrugada. Fueron aquellos
tiempos los que prefiguraron a quien años después sería un noctámbulo de
corazón y raza. El placer de la literatura a las dos de la mañana es uno de los
pocos que han salido indemnes del trapiche de la historia. La historia
particular de cada quien, en este caso mía. A las dos de la mañana no todos los
gatos son pardos, lo cual implica que a esas horas ciertos matices, algunos
ritmos, determinadas significaciones saltan al
-o del- papel como batracios o
duendes para insinuar mil cosas. Ese resultó otro hallazgo: el verbo insinuar
va de la mano con el hecho literario.
De la vieja
máquina, con sus teclas firmes y el cling al terminar la línea, con ese taca taca equivalente a
martillar la lengua, metáfora del hojalatero de palabras, acababa uno la faena
con los dedos sucios, manchados de blanco gracias a la labor de poda:
retroceder y comenzar en brazos del corrector líquido. Mi máquina Olivetti
estuvo conmigo hasta pasados unos años en la universidad. Luego desapareció en
silencio, tal y como había llegado, esfumándose una vez de mi habitación del
piso siete en la torre de Los Apamates.
Sobre el estuche de
plástico que servía para guardarla pegué un recorte de revista, el rostro de
Julio Cortázar con su cigarrillo a lo Bogart. Con ella, la Olivetti que llevo
en la memoria como acompañante de mil y una batallas, el mundo se abrió al
misterio agazapado detrás de las palabras. Imagino que es un sentimiento
parecido al del marino cuando, solo en medio de la noche y las olas y un cielo
con estrellas al más puro estilo de Van Gogh, piensa en la vida, en el pasado o
el presente mientras enciende su tabaco.
A mano o en
computadora, cada vez que escribo escucho a la Olivetti y su golpe de teclas, hecha un trasto sin perder la
reciedumbre. Veo los tipos de metal dándole a la cinta, al papel, al rodillo
que les sirve de apoyo. Entonces me digo que escribir, sin duda, es también y
por supuesto un ejercicio de memoria. Y de qué modo.
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