Tomo asiento en un café cerca de la plaza
Foch y ahí vamos: marrón a lo venezolano, agua mineral, pipa cargada con tabaco
del Ecuador y libro de Adela Cortina. Más de una vez les he contado que me
gusta sentarme en los cafés a ver pasar la vida, y ver pasar la vida es
respirar el aire de ciertos instantes. Color local, dirían en otros tiempos. En
fin.
El edificio de enfrente me llama la
atención, no por su porte o su belleza sino por todo lo contrario. Es una fea
construcción de principios del siglo veinte, gris, sucio, descuidado por donde
lo mires. Noto además que ya entrada la tarde, aunque con cierta claridad aún,
sólo una ventana se encuentra iluminada. Está en el quinto piso, sin cortinas:
una lámina de vidrio dibujando un cuadrado perfecto.
El capítulo ocho de Cortina me hipnotiza.
“Construir una democracia auténtica”, lleva por título. Devoro párrafos y
páginas, tomo un sorbo de agua, me dispongo a encender por cuarta vez la pipa y
justo en el instante en que el fósforo arde noto que la luz de la ventana se
apaga. Seis y treinta. Pienso en la mano que oprimió el interruptor -¿de hombre?, ¿de mujer?, ¿de uñas cuidadas,
de piel madura, de acaso largos dedos?-
y sigo con la imaginación los pasos de ese personaje misterioso. Un hombre
con sombrero, guantes, portafolio y traje, todo de negro, abre la gran puerta
de la planta baja y sale a la calle. Avanza, dobla a la derecha, continúa por
la avenida General Ignacio de Veintemilla y se pierde a lo lejos.
“Sin capacidad de indignación”, escribe Cortina,
“podemos no percibir las injusticias”. Me viene a la cabeza Venezuela, no por
la incapacidad de cualquiera para indignarse sino porque mi país es a estas
alturas una estaca en el corazón, herida abierta que tarda más de la cuenta en
sanar. Venezuela cabe en los bolsillos, en la mochila ocupa siempre el lugar de
las entrañas. Es un sustantivo que para mí va siendo verbo no sé si
conjugable en futuro del indicativo. Pero olvídalo, no me hagas caso.
Al día siguiente regreso de nuevo a este lugar,
dispongo taza, papeles y libro sobre la misma mesa. Adela Cortina, como ayer,
teoriza sobre democracia, esa señora esquiva cada vez más ajena al país que ya
le pateará el culo a sus tiranos. Alzo la vista y ahí está, otra vez la única
luz encendida en esa extraña ventana del cuadrado perfecto. Entonces, como
jugando al gato y al ratón, se apaga de inmediato. Qué casualidad, me digo, a
las seis y media de la tarde la mano puntualísima baja el interruptor. Pasan
veinte, cuarenta, sesenta segundos y entonces el hombre de negro abre la puerta
de hierro, se lanza a las aceras, desaparece como si nada.
Ver pasar la vida sentado en un café tiene
la particularidad de hacerte pescar escenas, hechos, circunstancias azarosas
que ante un buen ojo implican fiesta para los sentidos. La filósofa escribe
ahora acerca de “Consumo y valores economicistas”, antes disertó sobre “El
ábaco de bienestar” y ya por último navegaré sobre lo que tituló “El
florecimiento humano”. Buena perspectiva. Enciendo la pipa, disfruto del
marrón, levanto los ojos y el punto de luz en el piso cinco vuelve a aparecer.
Miro el reloj impaciente porque espero a alguien esta vez. Seis y treinta en punto. Como
tenía que ser, la mano se desliza hasta el interruptor. Oscuridad. Veinte,
cuarenta, sesenta segundos y se abre la puerta de la planta baja.
Me levanto, camino, él también lo hace
embutido en su sobretodo oscuro. Al
llegar a la esquina cruza por la José Tamayo y avanza ahora acomodándose el
sombrero. Lo sigo, me acerco, acelera, más rápido, más rápido aún, yo aprieto
el paso, casi al trote me doy cuenta de que no podré alcanzarlo. Quería
identificarlo pero sé que resultará imposible ver su rostro. En la oscuridad
algo aletea muy cerca de mí en dirección
contraria a la que me dirijo. Un murciélago cruza el horizonte.
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