Soy del Carbonífero, de eso no cabe duda. Ante la pantalla del computador suelo actuar como perro frente a gato: cerril, gruñón, en definitiva bronco. Para qué decir no, si sí. En fin.
Leo en estos días que una anciana ha
recibido, luego de varias décadas, la misiva de amor escrita por su enamorado,
un soldado británico muerto en la II Guerra Mundial. La carta fue encontrada
hace poco, junto con muchas otras, entre los restos del mercante Gairsoppa, hundido nada menos que en
1941.
Phyllis Pontting recibió la nota a la venerable
edad de 99 años. Hace tres cuartos de siglo había aceptado la propuesta de
matrimonio que le hiciera Bill Walker y dio cuenta de ello también mediante
carta, con el inesperado desenlace referido arriba. A veces la vida juega al
gato y al ratón mientras sus piruetas van desarrollando un entramado de sombras
jamás tenido en cuenta por los protagonistas. Dice el periódico que la señora Pontting se casó dos veces, es
abuela de siete nietos y ya, por fin, se ha enterado de que míster Walker arrojó
lágrimas de felicidad al saber del sí de
la mujer amada. El Anagké, el destino
caprichoso, dirían los griegos, sacándonos la lengua a placer.
Les comentaba al inicio que soy del
Carbonífero. La verdad sea dicha: reconozco el valor de los chips, de las
pantallas líquidas y del silicio. Le doy y le sigo dando a la tecla en una hp como Dios manda -aclaro: las Remington siempre me parecieron
más hermosas, qué le voy a hacer-, pero me gotea el colmillo y una especie de
brillo relamido me chorrea de las pupilas cuando el viento de relatos como el de
Pontting sopla fuerte en plena era de la digitalización, bendita sea, y de los
superconductores, el ciberespacio, los internautas y bla-bla-bla-bla-blá.
Entonces frunzo el ceño, arrugo la piel de
la nariz, enarco las cejas. Para serles sincero, me froto las manos y me
pregunto qué habría sido de esta historia si el papel -para alegría de ecologistas, progres y otros
yerbateros de las buenas conciencias- termina, como sueñan éstos y otros
notables sepultureros, encajado en algún reducto polvoriento de la memoria, en
cierto romántico lugar de la nostalgia. Es decir, en el museo del ya nunca jamás.
Lo que soy yo, creo de pe a pa que tinta y
papel tienen bastante qué decir. Decir, claro, no sólo en el sentido
literal -la escritura de tu puño y
letra, para que me entiendan-, sino un decir que trasciende el rasguño
tipográfico y va a parar a los confines de situaciones, circunstancias, hechos
y, en fin, suma de realizaciones aleatorias que acaban cogiéndonos por la
pechera o doblándonos el cuello porque la vida es así, absurda a veces,
impredecible, sorprendente, injusta, cruel, maravillosa, y muestra los dientes
cuando menos lo esperamos, por ejemplo, gracias a esa carta escrita como se
escribían las cartas, a mano, a lápiz, a ida y vuelta de correo con matasellos
de por medio y todo el intríngulis que se les ocurra. Pontting y Walker, para
más señas.
Ya sé
que soy un dinosaurio, no es preciso que me lo repitan. Lo que sí repito yo es
que me gotea el colmillo, saliva pura, después de la noticia que el diario trajo
una mañana cualquiera. Joder -me digo-, una historia que pudo haberse ido al
carajo yace aquí, para que se sorprendan y admiren y piensen que no todo está
perdido, vía tinta, papel y lágrimas. Es que aplaudo de pie. Por un buen rato
aplaudo de pie.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario