Voy al café de costumbre: un libro entre
las manos, tabaco, macchiato, agua mineral. “Lección pasada de moda”, de Javier Marías, página ciento dieciséis.
Entonces comienzo a leer, me atrapan los tentáculos que un buen libro utiliza
para enganchar a su presa.
Y los síntomas van apareciendo. Son
sensaciones que disparan sin perdón a quemarropa, pues la magia de la historia
ingerida por los ojos no da tregua, y al no darla quiero retenerla, de algún
modo obligarla a permanecer conmigo, a la vista, dispuesta siempre a brincarme
en los brazos tan pronto haya cerrado el libro y vuelva luego a él con ánimo de
perderme en sus entrañas. Leo, operan los mecanismos del simple seducir, entro
de golpe en ese estado cuya analogía exacta es la levitación.
Ya no puedo, ni quiero, evitar el asunto.
Cojo el bolígrafo y subrayo. Subrayo lo que me patea, todo aquello escrito con
la fuerza para estremecer desde la frase, desde las imágenes, desde el
lenguaje, desde las ideas. Resalto, hago anotaciones al margen, también convierto
esa hoja impresa en block de notas,
consecuencia inevitable de la fascinación. Leer supone entre otras cosas incrementar
cuanto me gusta, marcar esto que hallo en los intersticios de un párrafo o en
las meras tripas de un decir que no tiene vuelta atrás: hay, repito, que
subrayarlo, hay que insuflarle neón a tope, hay que preservarlo en las alturas.
No te imaginas las mil escenas que he
protagonizado gracias a rasguñar folios aquí o allá, porque me da la gana. La
gente, tan circunspecta donde se encuentre haciendo de las suyas -quizá en la
mesa contigua devorándose un yogurt, engullendo feliz la torta de manzana o
dándole a la lengua mientras acaba el helado-, más de una vez me mira como a
bicho raro, entomólogo frente al microscopio, y en ocasiones se aproxima sin
perder ápice de circunspección para atreverse a gruñir: “¿Sabe qué?, los libros
no se rayan, los libros no se maltratan, es que los libros, señor, no se
destruyen”.
Menuda confesión y vaya manera de ponerla
en práctica. Como si echarte en brazos de lo que lees, con pasión cultivada
desde la niñez, fuese un acto equivalente a monstruosidad sin par, es decir, perfecto
crimen de lesa bibliofilia. Frente a tamaña intromisión opto -con circunspección
idéntica a la de esta artillera de café- por mandarla al mismo infierno y
cerrar de una buena vez el capítulo en cuestión, pero antes de que la potencia
se transforme en acto me muerdo la lengua y nada más me limito a sonreír, a dar
las gracias, a desear suerte y continuar pegado al buen Marías.
Tengo para mí que enredarme con un libro
implica un toma y dame que pasa por el diálogo, el dime y también te digo, la
captura al vuelo de ciertos guiños mutuos y, sin duda, la lúdica experiencia de
llevarles la contraria o sucumbir frente a sus argumentos. Para eso es
necesario lápiz, bolígrafo, resaltador o cualquier instrumento capaz de dejar
huella sobre el texto que leo y que me reta. Subrayar se transforma en diana,
punto de fuga de una relación que entre ese objeto y yo hemos labrado a pulso y
subrayar, lo digo sin remordimientos, es la mejor forma de ponerme los guantes
y recibir mi buena tunda, no sin antes lanzar ganchos, rectos, ramalazos a la
cabeza o al hígado y, en fin, intercambiar los golpes necesarios.
Hay quienes tienen libros, bibliotecas
enteras, volúmenes exquisitos cuyos lomos cuchis lucen de lo lindo frente a las
cortinas de la sala. Combinan que te cagas. A mí que me registren, pero un
libro sin rasguños, sin cicatrices que evidencien su paso por la vida termina
siendo algo así como la imagen casta de un puritanismo ajeno a las hormonas, a
los líquidos sexuales o al juego de caricias que llevará por fin a la entrega y
al orgasmo.
Desde la mesa del café practico, porque me
sale de los cojones, el hecho de subrayar mis ejemplares. De tapa blanda o
dura, de bolsillo o de la colección fulana por la que te sacan una buena pasta,
subrayar es demostrar cariño, amor mondo y lirondo, interés por cuanto cabe
esperar de una charla entre nosotros. Lo demás es monserga y fruslería que para
qué te cuento. Y punto, y se acabó.
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