11/21/2019

Cortázar en gotas, Thomas Mann, ungüento



       Josefo Pérez Papadopoulos, amigo y colega de la universidad, es un apasionado de la antropología. Por serlo, anda averiguando ciertas relaciones entre la medicina tradicional y la indígena, lo cual hoy por hoy hace de él un experto en tales lides. Si tienes un mal que te impide vivir como deseas, mi amigo tendrá al pelo sugerencias prácticas, ancestrales por decir lo menos, que acabarán con el problema. Créeme que saldrás renovado, lleno de energías repotenciadas, como liebre saltarina lista para continuar en este valle de lágrimas.
    Cada vez que podemos compartimos charla entremezclada con café, y también créeme que de sólo atender a cuanto manifiesta he experimentado mejoría en todo nivel. Soy más perspicaz, menos enfermizo, mucho más apto para la felicidad, cuestión directamente proporcional al objetivo que, en el fondo, siempre perseguí en el plano del vivir.
    Pues nada, que un descreído como yo terminó por introducir en primer lugar los pies, luego las piernas y por último el cuerpo todo en las aguas sanadoras que hasta hace meses tenía puta idea de que existieran. Dime tú si no: de lo humano descubrí que poco me es ajeno, corroborado de pe a pa en función de la experiencia que me engulle.
    La experiencia que me engulle, claro, ha desplegado sus alas, va siendo una que jamás supuse para mí. Entonces eureka, de a ratos desato las amarras y aquí voy, cogiendo impulso gracias a extrañas brazadas, a inconcebibles movimientos, a trampolines que fabrico a punta de uñas, dientes, manotazos y sinuosidades de todos los pelajes. Hoy en día he creado un sistema propio, una terapia individual sustentada en búsquedas no sé si valoradas por otros en el pasado, por ti o por aquél en el afán de hacerle morisquetas a la adversidad.
    Me explico: la literatura también hace de las suyas, más allá del arte y por encima de metáforas, estilos o estéticas de cualquier índole, de modo que ya no voy al médico ni tomo aspirinas o antibióticos como solía hacerlo tiempo atrás. Me explico aún más: puedo decir que he dado en el clavo a propósito del hecho literario, que descubrí, pongo por caso, que para malestares respiratorios Thomas Mann es especial. “La montaña mágica” funciona no sólo como expectorante sino que hace las veces de caldo puesto a punto para inhalaciones. Despeja, afloja el pecho, descongestiona, limpia a fondo los pulmones. Cógela y lee, haz el intento, practícalo y después me cuentas.
    Para dolores musculares los cuentos de Fernando Iwasaki. Para la obesidad, “Un artista del hambre”, del gran Kafka. Si lo tuyo son jaquecas o migrañas el remedio es “Cefalea”, que Cortázar escribió quizás para exorcizar tamaños malestares. Hago aquí un inciso y, ahora que lo pienso, buena parte del misterio de la creación, de las novelas, cuentos o poemas, sé que está más que vinculada con indagaciones para nada relativas a lo estrictamente literario. Ja, quién lo hubiera dicho, es que quién lo hubiera sospechado.
    Cuando hay pérdida del apetito hallé luego de mucho escudriñar la solución: seis páginas diarias -no más, para evitar indigestión- de “La gente feliz lee y toma café”, cuya autora es Agnés Martin-Lugard, y si hay complicaciones artríticas las novelas de Heinrich Böll o los libros de Iván Égüez resultan una maravilla -el por qué de esta dupla no me lo preguntes. Ignoro razones específicas-. Hasta aquí y únicamente por ahora los descubrimientos, mis encontronazos terapéuticos con letras, párrafos, capítulos cuyos recovecos sanitarios he probado una y mil veces. Sé que no son bastantes pero ten por seguro que su cortedad no supone falencias en cuanto al hecho que nos interesa: mandar al cuerno los males referidos. Mientras, trabajo, indago, continúo en mis trece. Ya verá Papadopoulos cómo le planto este hallazgo diferente. Por lo pronto aquí lo dejo para ustedes.

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