3/20/2020

La chica del bar


    Entro a un bar de la calle Foch y ahí está. Piernas cruzadas, vestido corto, sonrisa a la medida, copa de cerveza en mano. Por seguirle la corriente pido una igual, Club Premiun helada, tres dedos de espuma con burbujas a punto, y mientras enciendo un tabaco me observa como si nada, como afirmando para sus adentros miren a éste, a ver qué se trae ahora.
    La verdad es que siempre me he tomado el tiempo necesario para detallarla. Desde la primera vez vislumbré en ella cierta condición literaria, un personaje de Margaret Atwood quizás, de Quim Monzó o Bolaños, no lo sé con exactitud, pero sin duda emergiendo de la fantasía hecha ahora realidad, una especie de Afrodita a diez metros de mí desplazándose sobre las aguas como en una aparición cargada de misterio y de erotismo.
    Ríe como ella sola, a menudo entre fantasmagórica, divertida o melancólica. La chica del bar, pongamos que se llama Amelia, Lucía, incluso Bárbara. Sí, Doña Bárbara en pleno dos mil veinte sin caballo, sin hacienda ni sombrero. Doña Bárbara con vestido a mitad de muslos, tan ceñido que casi es otra piel encima de la suya, una piel de durazno que te incita a acariciar con mucha, mucha gloria y poca pena.
    La sigues con la vista y casi mueres, compañero. Una muerte lenta entre piernazas y tetas de infarto. Un morir que supone el más allá aquí mismo, Paraíso incluido, a escasos diez metros entre tú y esas curvas que prometen llevarte a la cueva del placer. Ahí está, ahí yace de cerca y no me preguntes cómo ni por qué pero mírala, róbatela con los ojos, disfruta si puedes de esos labios como una emanación, como cerezas, y si lo haces qué te va importar  el mundo y la madre que lo parió hasta que de nuevo sonrisas, piel, muslos descubiertos, cerveza fría y salud, porque levantas tu vaso y brindas, observas, continúas observando con tu trago alzado mientras vuelves a decir salud y ella sólo ríe, tan campante, tan tranquila, tan pícara que semejante manera de reír no sabes si implica su particular respuesta, su brindis personalísimo únicamente contigo y para ti, o si por el contrario es un hachazo, gesto desolador, tétrico sarcasmo para mandarte al mismo infierno.
    La chica del bar parece comprenderte, es oráculo cuyas respuestas son justo las que necesitas. Da en el clavo como no tienes idea, atiende, sabe, escucha sin interrupciones y nunca, jamás de los jamases abandona esa sonrisa. Como una Gioconda ensimismada tampoco aparta los ojos de donde te encuentres. Lo sabes porque estés donde estés, en tu mesa sorbiendo tu cerveza o al levantarte para ir al baño o acercarte al tipo que sirve tragos en la barra, en todo momento la miras y te mira, desde cualquier ángulo no dejan de coincidir, buscas sus ojos y los hallas sumergidos en los tuyos. Hoy, a estas alturas, sabe de mí más que cualquiera, navega en lo que soy, increpa, recrimina  sin misericordia, o por el contrario asiente, estimula, aprueba y felicita eso que comparto, que cuento desde mi lugar en esta mesa desolada con la autoridad de mujer que tiene a todos cogidos por las bolas.
    Regreso al bar de la Foch y no la encuentro. Por primera vez no está donde la hallaba cualquier fin de semana. La chica con el vestido que la abraza, como una segunda piel, mientras cruza unas piernas muy largas, mientras bebe su cerveza Premium, mientras sonríe y te mira y tú le devuelves el gesto, la chica del bar casi confesándote que ya empezaba a imaginar que no aparecerías se ha ido ve tú a saber a qué parajes y con quién. En su lugar Johnnie Walker, Black Label, deambula en su botella con levita, sombrero y bastón.
     -El afiche estaba casi por venirse al suelo-, dice el barman al otro lado de la barra. 
    -No daba para más-, remata a quemarropa. Entonces frunzo el ceño, me encojo de hombros y me marcho. Afuera, la noche me engulle por completo.

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