A veces los relojes
se detienen, se adelantan o retroceden como echados en brazos de una máquina
del tiempo. Sin ir muy lejos, pásale la vista a Maduro y sus secuaces: la
Guerra Fría sigue presente, el Muro de Berlín continúa intacto, Gorbachov queda
en el futuro más lejano y Nikita Kruschev hace de las suyas entre vodkas y
ginebras con bastante hielo. Los sesenta lucen como nunca en los más tercos
delirios que dinosaurio alguno pueda haber soñado en estas tierras.
A veces el tiempo
retrocede, digo, sin más explicaciones que la realidad monda y lironda: un
coñazo en la nariz a fuerza de escasez, de colas, de ineptos en el gobierno, de
inseguridad traducida en número cada vez más elevado de malandros por milímetro
cuadrado. Supongo que gracias a semejante medio ambiente tengo un amigo que
únicamente escucha discos de acetato y sólo ve películas en su televisor a
blanco y negro, ya sabes, cuatro patas largas y pañito con florero encima,
retro por donde lo mires. Para remate, escribe en una Remington y borra con
typex o correctores líquidos, de modo que sus dedos llevan siempre salpicaduras
blanquecinas producto del asedio a errores, letras, palabras y frases que son
en el papel lo que virus y bacterias en el organismo. Menuda realidad.
Hay gente
maravillada, en estado de fascinación permanente porque este mes o el otro va a
salir el juguetito nuevo de la Apple, el último grito de la Nokia, el non plus ultra de algunos aparatos
japoneses. Mi amigo vive como el caracol que es, metido en su concha, y así
como un glóbulo rojo es un glóbulo rojo y nada a favor del torrente sanguíneo
chapoteando feliz entre plaquetas, leucocitos y demás adminículos por el
estilo, él hace tiburoning en las playas del pasado, corre las olas del
celuloide hecho vida cotidiana en súper 8 y cada minuto de su día exige un
revelado Kodak, o en su defecto la instantánea polaroid que termina por escupir
la camarita y ahí te ves, sonriendo mientras
vas directo a la posteridad.
Tengo la impresión
de que uno inventa su vida como Robert Louis Stevenson inventó sus novelas: a
punta de imaginación y terquedad, y por supuesto algo de mala o buena suerte.
Por eso mi amigo es un dechado de cosas extrañas, por supuesto, y también fabulosas.
Maneja a la perfección el cóctel de la existencia entre retazos de imágenes
llenas de telarañas y cabos sueltos hechos de remembranzas que poco a poco va
labrando como si fuese un albañil del día a día. Entonces el pasado está aquí y
el aquí en el pasado, asunto que sin querer va sonando ya como trabalenguas
pero qué se puede hacer, total, si la vida es a veces una lengua trabada,
lenguaje hecho añicos, sintaxis sin pie ni cabeza (pregúntale al gobierno) que
mejor es dejar de lado para no jodernos el ahora con lamentos o tristezas que
para qué te cuento.
La otra vez fui a
visitarlo y lo hallé escribiendo cartas para arrojarlas luego al buzón del
correo ordinario. Había algunas en papel de biblia y más allá un cúmulo de
postales -sí, postales, imagínalas tal
cual- con imágenes descoloridas de
avenidas, de edificios, de paisajes antiguos que apenas cabrán en el recuerdo.
Me emocionó ver a alguien escribiendo la correspondencia de su puño y letra y
pensé en qué diría don Pedro Suárez, hombre moderno como ninguno, si conociera
a Clodoveo de Brindis Pérez, protagonista de esta historia. Me encojo de
hombros y sigo mi camino.
En un país
despedazado como éste la máquina del tiempo estuvo ahí antes de soñarla. Abres
los ojos, sales a la calle, despabilas un poco y la tienes enfrente. Quién iba
a sospecharlo.
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