De niño juraba que
un mundo como el nuestro existía en lo profundo de los televisores. Para que
una película pudiera suceder, gente diminuta en medio de calles, sillas, vasos,
casas, vehículos, escuelas, tiendas u hospitales tenía que vivir en las
entrañas de esos aparatos. Es que las tecnologías eran cosa de otro mundo, una dimensión ajena al muchacho que iba siendo. Lilliput
cabía hasta las narices en los intestinos del tv y encenderlo suponía un vómito
de historias como las que me gustaban.
Cierta vez,
asomándome por alguna hendija, creí ver a Supermán transformándose en Clark Kent
y a Tarzán cayéndose a trompadas con una pantera. Cuanto le conté a mi madre
sonrió con dulzura y cuando, emocionado, le confesé mi descubrimiento a un
amigo del colegio, me miró con desprecio argumentando que un tv era sólo eso,
un tv, y que si yo era pendejo él sí que no, pues hacía ya mucho que conocía el
secreto de sus cavernas: allá adentro únicamente existen cables, tornillos,
bobinas, tuercas y demás piezas aburridas.
A veces tengo la
impresión de que la memoria es un televisor incrustado en alguna región del
cerebro, de modo que cuando lo encendemos aparecen en pantalla esas imágenes
que nos obnubilan, nos hielan o nos espantan. Para más señas, cogemos el
control remoto y en pleno zapping, si hay suerte, damos con la secuencia de
unos besos, borrosos ya, probablemente en blanco y negro, o con el nacimiento
de Lucía, la última de tus hijas, cuando todavía tenías cabello y mucha
esperanza saliéndosete por los poros. En fin, la vida humana tiene bastante de
historia novelesca, de puesta en escena televisiva al mejor estilo Delia
Fiallo. Quién lo iba a decir.
Quizás por eso
pensamos en imágenes, quizás por eso soñamos en imágenes y quizás también por
eso casi es cierto que una imagen vale más que mil palabras. Total, que no es
verdad la letanía simplona de que vivimos una época dominada por lo
audiovisual cuyo corolario es el desplazamiento de lo escrito hacia un segundo
o tercer plano. Lo dicho: atravesamos tiempos donde la impresión de la pupila marca
una agenda que siempre nos coge por el cuello, aún desde los cavernícolas. Moraleja y conclusión: el televisor es
la punta de un iceberg que se adentra
en nuestra historia y va a parar a los dibujos de Altamira. Mira por dónde van
los tiros.
Así que cuando un
sabihondo sentencia con el ceño fruncido que la pantalla de mi Sony es la
culpable de la violencia en las calles o de que Juancito no se acerque a un
libro, es decir, que no lea ni la o por lo redondo, lo pongo de patitas en la
calle al muy cretino. Es que estamos hechos de imágenes, las llevamos embutidas
como productos Oscar Mayer en la caja craneana, cuestión que ni es muy buena ni
muy mala pero sencillamente es. Dispongo
del gatillo, o del control remoto, que viene a ser lo mismo. Preparo, apunto,
fuego.
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