5/28/2016
5/08/2016
Palabras y mentiras
Imagina que lo cotidiano te desborda.
Entonces aprende de una vez: hay algo capaz de trastocar eso que te quita el
sueño, que te aplasta la nariz. Toda evidencia cuyo asiento es la realidad
haciendo de las suyas, si no te cae simpática puedes esconderla debajo de la
alfombra, lo cual no es nada despreciable a la hora de engañar, de sacarle la
lengua a los fracasos o crear ficciones a la altura de tus intereses. El
lenguaje, créelo, tal es el instrumento con el que miles –caudillitos y
politicastros de mala hora- ocultan el
feo espectáculo de resultados ajenos al Paraíso como promesa.
Ante la voladura en pedazos de un contexto derruido por la ineptitud gracias a fiebres no sudadas, un comunista,
un nostálgico de la Guerra Fría o un socialista del siglo XXI, pongo por caso,
echan mano de cuellos listos para ser torcidos si el asunto es concretar
utopías. Poco importa la terca realidad, lo que cuenta es inventarse una
leyenda, narrativa heroica que arrojará sin dudas el sublime saldo tan esquivo
en otros tiempos: igualdad, justicia, hambre cero, y demás logros que sólo se
materializan en forma directamente proporcional a la sensatez política y
económica de gobiernos preparados para cumplir el anhelo mayor de cuanto verdadero
estadista accede al poder, no otro que dejar a sus países en mejores condiciones que
antes de su llegada. Corolario: el bienestar se construye, no se decreta, pero cuidado,
el mundo también puede edificarse a base de palabras. Y son ellas el arma
arrojadiza que un caudillo iluminado suele manejar como le venga en gana.
Hugo Chávez primero y Nicolás Maduro
después conforman la dupla que desde hace casi veinte años movió los hilos de
la truculencia convertida en asunto cotidiano. Chávez, maestro de maestros en
el arte de la demagogia, supo consolidar sus fantasías, en concreto una red de
acciones, de quehaceres entre el populismo más atrabiliario y el disparate atroz,
con el punto de fuga sobre la permanencia en el poder. Inauguró sus quince minutos
de gloria zambulléndose en las aguas de la palabra, es decir, cambiando una
realidad por otra mediante chasquidos de
la lengua. Nació entonces un delirio llamado Quinta República, descocada
invención de cuyos pellejos se colgó medio mundo. La realidad como
enajenación lingüística, no faltaba más.
Impulsado por los rugientes motores de un
líder carismático, el discurso demagógico paga y se da el vuelto. Hasta que
acabe extinguiéndose, ahogado en su particular detritus, estrellado contra el
muro que terminan siendo las locuras procuradas en nombre de la redención
social, la realidad prefabricada por el verbo incendiario del mago de turno va a
erigir los espejismos necesarios para mantener viva la fe, el sueño mil veces
postergado de un destino rosadito para el pueblo y sus carencias, tantas veces
hecho añicos por esa otra ilusión del verbo que adjudica a terceros la
responsabilidad de nuestros males: el imperio, el burgués, el neoliberalismo, el
traidor o los escuálidos. Entonces, según la nomenklatura, cuanto pretenda
fracturar el noble espinazo de la revolución va a ser enfrentado vía un
fulminante plan de lucha. Una contra el enemigo
-la revolución no tiene adversarios- hecho de sílabas, de verbos, de
preposiciones, pero sobre todo de frases huecas: guerra económica, inflación
inducida, batalla asimétrica, invasión yanqui, capitalismo, pelucones y demás miembros
del rimbombante léxico gobiernero.
Empresarios, escritores, amas de casa,
deportistas, intelectuales, estudiantes, nadie escapa al embrujo populista en
estas tierras. Mientras un país se despedaza por obra y gracia de un gobierno
reñido con la cordura, cierta feligresía todavía aprieta los dientes y cree en
la religión chavista. Es que la revolución da para todo, incluso para engañarse
a estas alturas. El lenguaje, creador de imágenes fantasmagóricas a propósito
de su referente, generador de claridad o confusión según quién lleve las
riendas para manipular, es usado por
Maduro -un ser que al respecto es el
pálido reflejo de Chávez o de Castro, sus mentores- con el propósito de entrampar la realidad, de
sustituirla por la imaginería ideologizada, de producir ideas contrarias frente
a la simple evidencia empírica, con
ánimo de engatusar incautos. Yo no soy
responsable del desastre, grita maduro, ahí está Mendoza y la Polar. Yo soy
apenas una víctima, reclámale al Departamento de Estado. Yo soy como César
González, amigo de todos. El ricachón Macri, el paramilitar Uribe, el gringo
Obama y el escuálido Capriles han sido los malos.
La revolución también es un golpe en el
vacío, un salto hacia la nada. Un embuste preñado de palabras.
5/04/2016
5/01/2016
Teatro
Así como los escritores proyectan vidas
sobre el papel, yo las invento a diario en medio de las calles. Es una
costumbre que lleva años, desde el día en que, aburrido, vi en la gente no el
ir y venir de un colectivo haciendo diligencias, paseando o yendo de un lugar a
otro por motivos de trabajo, sino el hecho fascinante de formar parte de una
historia cuyos hilos movía yo a placer desde la acera.
Me explico: alguna vez imaginé que esa
mujer saliendo de su casa, sonriente y dispuesta a devorarse al mundo, en
verdad huía luego de asesinar a su marido. Y aquel chico que abraza a su padre
(¿es su padre?) mientras en un segundo plano esa niña (¿acaso la hermana?) observa
como si nada, en realidad hace las veces de Judas Iscariote en pleno siglo XXI.
Traiciona a alguien sin lugar a dudas,
es decir, otra vez la historia mordiéndose la cola. Conclusión: de niño
aprendí a mirar los guiños que se cuelan entre escenas de transeúntes,
al punto de que hoy por hoy llego a descubrir secretos, verdades ocultas,
información clave usando el método infalible que, modestia aparte, me
enorgullece haber creado desde que usaba pantalones cortos. No hay mejor teatro
que las tablas de un café, de un mercado, de una zapatería. La vida ofrece un
estreno a cada instante, actuaciones únicas, respuestas confinadas a permanecer
bajo tierra y si te pones a ver, lo cierto es que no hay por qué resignarse a
los enigmas que saturan la existencia. Caminas por ahí, observas cómo el
heladero tiene que ver con la cajera de la panadería, cómo la carambola entre
ellos dos y la chica que justo en ese instante pide su jugo mientras enciende
un cigarrillo perfilan el entramado que, si hurgas bien, da la llave para resolver interrogantes que te hacen la vida de
cuadritos. Tienes la ventaja de que en semejante perfomance eres guionista, a veces actor, y por supuesto director.
Un número cualquiera vislumbrado a través
de una ventana, unas caricias en medio de la noche y a la luz del poste en un
banco de la plaza, un drama entre amigos que charlan en el bar, eso y más
ofrece el proscenio cotidiano que supera con creces a tanto grupo malo empeñado
en montajes que jamás valdrán más que un mediocre intento. Así es, el día a día
vomita sus enigmas, revela sus entrañas sólo con saber leerlo.
Leer, de eso se trata. La gente lee en
clave de escuela, pobrecitos, en negro sobre blanco. Yo leo a fuerza de
situaciones irrepetibles que las circunstancias me ponen enfrente. Leo gestos,
intenciones, relaciones, y noto las costuras que vinculan al perro que mueve la
cola mientras el dueño lo acaricia con el último crimen ocurrido en la ciudad. Entonces
meto la mano en la respuesta. Hay quienes entienden la borra del café, las
cartas, el tabaco. Pamplinas. Yo entiendo la puesta en escena que te aplasta
las narices y eso basta para ver las cosas desde la otra orilla.
Haz el intento y verás. La próxima vez que
salgas a la calle mira al tipo del kiosco y fíjate cómo el diálogo con la señora que le pide El Nacional escupe la
solución al problema de la bolsa. Te darás cuenta de que ese otro chiquillo,
cuando mete el gol luego de cobrar la falta, pateó la explicación que termina por saltarte al
cuello. Gritarás eureka, lo juro. Hazlo,
hazlo y después terminas por contarme.
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