Así como los escritores proyectan vidas
sobre el papel, yo las invento a diario en medio de las calles. Es una
costumbre que lleva años, desde el día en que, aburrido, vi en la gente no el
ir y venir de un colectivo haciendo diligencias, paseando o yendo de un lugar a
otro por motivos de trabajo, sino el hecho fascinante de formar parte de una
historia cuyos hilos movía yo a placer desde la acera.
Me explico: alguna vez imaginé que esa
mujer saliendo de su casa, sonriente y dispuesta a devorarse al mundo, en
verdad huía luego de asesinar a su marido. Y aquel chico que abraza a su padre
(¿es su padre?) mientras en un segundo plano esa niña (¿acaso la hermana?) observa
como si nada, en realidad hace las veces de Judas Iscariote en pleno siglo XXI.
Traiciona a alguien sin lugar a dudas,
es decir, otra vez la historia mordiéndose la cola. Conclusión: de niño
aprendí a mirar los guiños que se cuelan entre escenas de transeúntes,
al punto de que hoy por hoy llego a descubrir secretos, verdades ocultas,
información clave usando el método infalible que, modestia aparte, me
enorgullece haber creado desde que usaba pantalones cortos. No hay mejor teatro
que las tablas de un café, de un mercado, de una zapatería. La vida ofrece un
estreno a cada instante, actuaciones únicas, respuestas confinadas a permanecer
bajo tierra y si te pones a ver, lo cierto es que no hay por qué resignarse a
los enigmas que saturan la existencia. Caminas por ahí, observas cómo el
heladero tiene que ver con la cajera de la panadería, cómo la carambola entre
ellos dos y la chica que justo en ese instante pide su jugo mientras enciende
un cigarrillo perfilan el entramado que, si hurgas bien, da la llave para resolver interrogantes que te hacen la vida de
cuadritos. Tienes la ventaja de que en semejante perfomance eres guionista, a veces actor, y por supuesto director.
Un número cualquiera vislumbrado a través
de una ventana, unas caricias en medio de la noche y a la luz del poste en un
banco de la plaza, un drama entre amigos que charlan en el bar, eso y más
ofrece el proscenio cotidiano que supera con creces a tanto grupo malo empeñado
en montajes que jamás valdrán más que un mediocre intento. Así es, el día a día
vomita sus enigmas, revela sus entrañas sólo con saber leerlo.
Leer, de eso se trata. La gente lee en
clave de escuela, pobrecitos, en negro sobre blanco. Yo leo a fuerza de
situaciones irrepetibles que las circunstancias me ponen enfrente. Leo gestos,
intenciones, relaciones, y noto las costuras que vinculan al perro que mueve la
cola mientras el dueño lo acaricia con el último crimen ocurrido en la ciudad. Entonces
meto la mano en la respuesta. Hay quienes entienden la borra del café, las
cartas, el tabaco. Pamplinas. Yo entiendo la puesta en escena que te aplasta
las narices y eso basta para ver las cosas desde la otra orilla.
Haz el intento y verás. La próxima vez que
salgas a la calle mira al tipo del kiosco y fíjate cómo el diálogo con la señora que le pide El Nacional escupe la
solución al problema de la bolsa. Te darás cuenta de que ese otro chiquillo,
cuando mete el gol luego de cobrar la falta, pateó la explicación que termina por saltarte al
cuello. Gritarás eureka, lo juro. Hazlo,
hazlo y después terminas por contarme.
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