Te sientas en un café y entras a una
dimensión que es casi una patente universal. Pides el marrón, una botella de
agua mineral, enciendes tu tabaco y entonces la franquicia se abre por todos
los costados. En Argelia o en Bolivia, lo cierto es que un café es el punto de
encuentro para mil y una historias. Hoy quiero escribir de esos que lo saben
todo.
No hay cosa más difícil en esta puta vida
que decir no sé. Reconocer la ignorancia, vislumbrarse mínimo, tan pequeño como
un bicho peludo y microscópico chapoteando en mitad del universo no es cuestión que
acepte todo el mundo. Nanai. Me siento en el café de siempre y escucho la
autosuficiencia en pasta que engorda y se alimenta de sí misma, que se
autofagocita en una especie de expansión interminable. Si alguien pregunta por
la vía expedita para burlar un atolladero judicial, Enrique o Miguel tienen la
respuesta. Si el carro suena como lavadora vieja, Enrique o Miguel conocen el
por qué y su solución. Si pregunto por la enigmática relojería de mi gps, Enrique
cuenta los intríngulis de su endiablado mecanismo y Miguel propone mejorías
sobre la marcha.
Aterrizas en el café de la esquina y
encuentras al tipo que lo explicó todo. Explicarlo todo es un deporte muy
particular, una extensión del hombre del
Renacimiento enclavada en pleno siglo XXI, lo cual supone conocimiento
alquímico entremezclado con física cuántica, historia del arte, poesía lírica
grecolatina y pastelería suiza postmoderna. Aquí, entre mesas con mantelito
blanco y batidos de lechosa hay a patadas quienes lo saben todo o creen saberlo
todo, que para los efectos no es una diferencia como para generar caos. El quid es la explicación: explicar, eso,
explicar hasta por los codos otorga señorío a la afilada dentadura del tiburón
Enrique y el caimán Miguel. Por eso un café es zona pantanosa capaz de
engullir, zuas zuas, a un 747 y transformarse en cementerio de Titanics y tú
ahí como si nada, dándote de bruces frente a misterios develados o por
develarse: por qué una ventolera te despeina, por qué la Luna tiene cuernos,
por qué un kilo de plomo no pesa más que un kilo de algodón, por qué si el sapo
salta pues se ensarta, por qué la Tierra no es plana, por qué el cuadrado de
la hipotenusa es igual a la suma de los cuadrados de los catetos, por qué la
hipotenusa y no la hipotermia, pongamos por caso, o la hipostasis o la hipoteca
o cosa parecida, y así.
La lógica aplastante de Merlines
cafetinescos siempre me ha maravillado. Una vez quise experimentar el método
para explicarlo todo, pero entre tanto sentido común y vueltas al fondo de cada
problemática terminé con dolores de cabeza que para qué te cuento. Moraleja y
conclusión: mi fracaso al intentar explicarlo todo es directamente proporcional
a mi talento para no explicar absolutamente nada e inversamente proporcional a
mis ganas para ello. Demasiados cojones y poca materia gris, como imagino ya
pescaste.
El otro día, en Ciudad Bolívar, juro por
Dios que a orillas de la avenida Táchira vi a un hombre sentado ante una mesa
sobre la que descansaba una Remington de las de antes y un fajo de carpetas y
papeles que daban la sensación de oficina itinerante. Desde el carro leí un
aviso que colgaba. Decía esto: “Se soluciona cualquier tipo de problema”.
Demonios, explicarlo todo sí que va más
allá del café de la cuadra y fíjate que cae como peñasco en el ancho mundo, lo
que va siendo bastante decir. La fenomenología trascendental -perdonen el feo academicismo- de un hecho como explicarlo todo se quiebra
justamente cuando intento dar razones que solventen el asunto. Entonces ni
modo, me conformo con saborear el marrón y permanecer tras bastidores, observando y buscando entender, hasta
donde me alcancen las meninges. Que me expliquen, que me expliquen, que me
sigan explicando.
Explicarlo todo es poco menos que una
ciencia exacta, claro está, cosa que en el fondo es la razón fundamental por la
que no abandono mi café predilecto. Tabaco, marrón, agua mineral y de pronto,
por obra y gracia de cierta cadencia renacentista que ve tú a saber por qué
diablos se cuela desde esos confines hasta aquí, digo, de pronto se hace la
luz, se desanuda el nudo, lo torcido se destuerce y la explicación diáfana,
sencilla, total, cabe en boca de Enriques y Migueles. Es que un café es lo más
extraño de este mundo, rediós, lo más extraño de este mundo.
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