Voy en el carro, enciendo la radio y, para
variar, Maduro está encadenado. A punto de oprimir el off escucho parte de la cháchara: el Presidente despotrica de los
conquistadores y da vítores a Guaicaipuro, a Tamanaco, a otros nombres indígenas.
Me viene a la memoria un episodio
protagonizado por la vena autóctona chavista. Recuerdo entonces el
derribamiento de una estatua de Colón y los intríngulis nacionalistas que le
hicieron coro. Mala cosa. Uno se pregunta qué atravesará las neuronas de Maduro
cuando reniega de España y a continuación alaba el mundo prehispánico. Debe jurar
que nuestra identidad (menuda palabreja cuando se trata de un colectivo) se
asienta en la cosmovisión kariña, en el universo yanomami o en la sensibilidad
goajira.
Hay aquí una confusión que sólo se cura
leyendo, es decir, echándose en brazos, sin complejo alguno, de eso que dieron en llamar cultura.
Lo que Maduro guarda entre ceja y ceja es un particular modo de expresión
racista, una mutilación tan peligrosa de lo que en el fondo nos conforma que
resulta siempre en el chauvinismo más atroz. De lo escuchado en la radio al
nacionalismo de un inquisidor hay pocos pasos. En verdad, somos cuanto arroja
en nosotros la cultura precolombina, pero somos también Sócrates, Platón,
Aristóteles, la tradición latina y medieval, así como el Renacimiento o los
logros de la Ilustración, hasta llegar a este Occidente que, lo afirmemos o
neguemos, termina por engullirnos y acogernos en su vientre. Somos indígenas, negros
y europeos, lo cual es una bendición por la razón sencilla de que, bien
asumida, nos libra de esa hemiplejia cultural típica de pseudorrevolucionarios
tercermundistas.
Toda nación se fragua (reto a cualquiera a
demostrar lo contrario) gracias a encuentros, desencuentros, amalgamas producto
de traiciones, cuchilladas y fragores regados de pólvora, ante lo cual
Venezuela no es la excepción. Es mentira que las culturas prehispánicas fueron
ajenas a la guerra y a la imposición de unas sobre otras mediante el uso de la
fuerza. En lo que hoy es nuestro país hubo sangre de por medio a lo largo de su
constitución, y no por menos los incas o aztecas, nada más que por dar un par
de ejemplos, merecieron el nombre de imperios. La idea del buen salvaje carcome
las sienes del señor Maduro, y si hay algo nocivo a este mestizaje fabuloso que
protagonizamos es la demagogia nacionalista con la que se llena la boca: sandeces
ideológicas que caricaturizan cuanto ha venido creándose en el magma histórico
de nuestro ser. Es bueno mantener a buen resguardo tal verdad, pues ya sabemos
que no existe vacuna contra la barbarie o la idiotez colectivas. Aunque haya
alcanzado elevados niveles de civilización, un país jamás se encuentra por
completo a salvo de la locura fanática (desde la pureza racial hasta la
posesión de la verdad única religiosa) y de, en fin, el complejo de
superioridad cultural. No es verdad, preciso es recordarlo con todas sus
letras, que lo español deba ser execrado o violentado, como no es verdad que
sólo hemos bebido de una única fuente a la hora de mirarnos en el espejo de la
historia.
Somos pueblos que hoy por hoy pertenecemos
a una hechura múltiple en el crisol de las razas, costumbres y maneras de
concebir el universo, siempre en constante ebullición. Estamos hundidos hasta
el cuello en el caldo del mejor cultivo: el de la universalidad, esa que cuaja
una ciudadanía más allá de fronteras, pasaportes, cédulas de identidad y, como
quisiera Nicolás Maduro, nacionalismos que a la larga o a la corta únicamente
sirven para segregar odios, originar falsos conflictos y transformar la
convivencia en una orgía de malentendidos permanentes.
Haría bien el Presidente en acercarse a la
historia con mayúsculas y mojarse los pies (y los axones y dendritas) en sus
profundidades. Hacerlo supone percatarse de cuánto sufrimiento puede ahorrarse
una sociedad cuando desaparecen reduccionismos patrioteros y en su lugar
afloran horizontes cargados de tolerancia, minimizando la posibilidad de fanatismos
a diestra y a siniestra.
Le guste o no le guste a muchos, los
españoles, al igual que lo peor y lo mejor de Occidente, produjeron esto que
algunos llaman venezolanidad, y no son ellos, por cierto, los responsables del
desastre que hoy se traga a un país de mil caras, convirtiéndolo en el
hazmerreír del continente gracias a los disparates de un gobierno que sembró
miseria e involución durante diecisiete
años haciendo de las suyas. Es preciso asumir el pasado con altura de miras,
sin complejos empequeñecedores, y desde el presente sumarnos a la
modernización, abriéndonos al ancho mundo y aprovechando para ello nuestras
ventajas comparativas, que son bastantes. Yo estoy orgulloso de ser venezolano,
o lo que es lo mismo, de hablar español, de llevar en las alforjas el Siglo de Pericles,
el Siglo de las Luces y lo más granado de Occidente, de comer tortillas,
frijoles, arepas y saberme atravesado por lo indígena y a la vez lo universal.
Yo, lo que soy yo, estoy contento por aquella raza cósmica, la de Vasconcelos,
en que deliciosamente chapoteamos.
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