Antes del amanecer corre a nuestra cama.
Como un vendaval entra a la habitación y de un salto termina bajo las cobijas, abrazado
a mí, acurrucado en la cueva. La cueva es el espacio construido por ambos,
delimitado por los confines de las sábanas
que nos echamos encima.
Daniel y yo hemos elaborado un código
secreto, un lenguaje único del que nos servimos con descaro a diario.
Explotamos la invención de mundos sólo habitados por los dos. Somos conscientes
de la felicidad que chorrea por nuestros labios.
Usé arriba la palabra felicidad. Confieso
aquí que semejante término lo menciono con pies de plomo. Cuando hablo de felicidad supongo el fuego o el
océano, palabras que desde adolescente propiciaron en mí una sensación de
aplastamiento, de vértigo, de respeto y asombro muy difícil de reproducir
mientras escribo. La felicidad es lo más próximo a cuanto puede ser inefable.
Y sin embargo los mundos creados por Daniel
y por mí son tan reales como las rosquillas que sirvieron para el desayuno, lo
cual decanta en un punto de fuga que nos hace felices con mayúsculas.
Ciertas cosas sencillas que Daniel me
invita a hacer y para las que asume toda dirección y estímulo terminaron por
quebrarle el espinazo al cotidiano estado de falta de fe en que por lo general
se mueven los adultos. La falta de fe, claro, es típica de quienes suponen un
medio ambiente cuadriculado, refractario a ciertos cambios, llenos de una inercia que los lleva a atracar en los mismos puertos, navegar
las mismas aguas, culminar en derroteros idénticos a los anteriores.
Vemos una película juntos, leemos algo a
dos voces, comemos un helado, compramos chocolate, discutimos, nos abrazamos,
charlamos de la vida y eso, repito, nos hace felices. Atrozmente felices. Antes pensaba que ser feliz -o sentirse
más feliz de lo normal- era cosa de
insensibles o de estúpidos. Hoy he variado tamaña opinión, y es más, reconozco
que era un soberano disparate. Sentirse feliz, o cuando menos tomarse la
molestia de aproximarse a ello, es propio de gente inteligente.
Daniel, haciendo uso y disfrute del
lenguaje inventado a fuerza de complicidades y mutuas alcahueterías, es capaz
de abrir la caja de Pandora, es decir, quitarle la tapa a la olla del caldo
donde se cuecen las habas de la alegría, la ternura, la pelea a almohadazos y la
comprensión en su estado químicamente puro. Ese es el punto: él y yo nos
comprendemos, cosa que dicho sea de paso nada tiene que ver con lo intelectual. Ahí se enclava el universo que hemos hecho propio.
Daniel es inteligente, le gustan las buenas
historias, sueña algunas que me dejan sin habla y cada día exige la cuota de
imaginación justa para mantener en pie nuestro común acuerdo. Ambos sabemos que
el otro está ahí, en silencio, a la espera, todas las veces. Y con eso basta para
sonreír desde estas líneas.
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