Desde hace poco no vivo en Venezuela. A
estas alturas en mi nueva geografía conozco ya un par de cafés que son
trincheras para terminar el día. Llego, tomo asiento, enciendo un Balmoral y
saco el libro que traigo en la mochila. Entonces me digo: hay que ver. Aquí la
vida te exige al máximo pero ofrece también eso que buscas si pagas el precio de
hacer bien tu tarea, de entregarte en cuerpo y alma y, en fin -nada nuevo bajo el sol-, de lograr que
hechas las sumas y las restas cuanto has dado en buena lid supere a todo lo
demás.
Hasta aquí de maravillas. Luchas a brazo
partido, te esfuerzas como un cabrón de sol a sol y tienes derecho a un
horizonte con rostro menos duro. Es lo normal, es lo lógico, es lo sensato en
un país con pie y cabeza. Coloco entonces el punto y seguido que acabas de
dejar atrás y pienso ahora en Venezuela. Ella es mi tatuaje, en la piel, en el
alma, en el adn. Pienso en Venezuela, sí, ese lugar del mundo en el que hagas
lo que hagas estás condenado a sufrir las consecuencias de lo que una piara de
bellacos logró alzar gracias a su estupidez, su ineptitud y su don de buenos
para nada. Vil gentuza que maldita la hora en que, junto a la madre que los
parió, inventó hasta lo inimaginable para destrozar a una nación.
Ya ven, hoy llegué de malas pulgas. En este
país al que he recalado por asuntos de trabajo siento en la gente una alegría
que ya no hallas en el mío. Semejante hecho -la alegría-
es sinónimo de futuro. Cuando alguien vislumbra un punto de fuga al
alcance de su esfuerzo, se lanza en picada a conquistarlo. Más o menos como en
aquellos días, cuando una chica hermosa aparecía en el radar y entonces eras
águila o halcón y allá ibas, a arrebatar o a desbarrancarte pero cargado de
empeño y de valor. Eso se acabó en la Venezuela del presente. Entonces he
aterrizado en este café con ganas de volarle los huevos, ratatatata,
ratatatatatata, a tanto político degenerado cuyo único proyecto fue pegar un
sujeto con un predicado en el intento de chasquear babosadas para demostrar que
era revolucionario.
Cada día alguien me pregunta por Venezuela.
Como si fuera un pariente enfermo, un familiar que agoniza. No exagero un ápice
si digo que todos, absolutamente todos, maldicen a Maduro y su pandilla de
inútiles. Gente de izquierda, de derecha o de centro no da crédito a tanta
devastación, a tantísimo talento para destruir, humillar y arruinar. Perfectos
delincuentes que una vez terminada la pesadilla que instalaron pasarán sin
dudas el resto de sus días tras las rejas. Mientras Latinoamérica avanza, salvo
puntuales excepciones, por la senda de la democracia y del progreso, la tierra
donde nací es el hazme reír de un continente, retrocedió al siglo XIX. Ése es
el fondo del mal sueño, tal es la escena del crimen.
Pero vamos, sabemos que la vida continúa.
Los países no quiebran ni se acaban, es la gente y sus anhelos, un tú, un yo y
un nosotros quienes se llevan los palazos o el beneficio de acciones bien
pensadas. Hace casi dos décadas Venezuela sólo sabe de cretinos con poder
haciendo de las suyas. Ya veremos hasta cuándo.
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