Hay quienes juran que la democracia es una
flor silvestre que se da como si nada. Craso error, por supuesto. Si le echamos
una ojeada a la rueda de la historia es posible notar cómo despuntó apenas con
Pericles y luego, tal como la conocemos, hace cuestión de dos centurias. Nada,
un suspiro llevado a escala histórica.
Lo normal, la regla común en el devenir
humano ha sido que algunos, los poderosos, los ricos, los bien relacionados,
los que se ubican por re o por fa en el vértice superior de la pirámide en
cualquier época y lugar, usen como cabalgaduras a los desvalidos, es decir, se
encaramen sobre la mayoría. La vuelta de tuerca que significa el hecho
democrático consiste, por primera vez, en inventar una forma de convivencia
capaz de frenar la tendencia milenaria a que el lobo siempre devore a los
corderos. Se trata, más que de un sistema social, de una cosmovisión, de un
modo de vida, en fin, de una cultura.
Por eso la democracia no lleva en sus
entrañas garantía alguna de justicia social, progreso, paz o felicidad, pues acceder
a ella dista años luz de que en verdad consista en cerrojo frente al camino de
regreso a la barbarie. Quien piensa de esta manera se equivoca y, lo que es
peor, abre de par en par las puertas al pasado que suponía conjurado.
Leo en el portal Prodavinci (www.prodavinci.com)
una crónica en la que algunos jóvenes comentan sus expectativas, sus esperanzas
y desencantos a propósito de la destartalada Venezuela. Una chica afirma lo
siguiente: “yo solía estar enamorada de la política, pero últimamente muchas
cosas me han hecho cambiar de parecer. Que los políticos no trabajen para la
gente es muy grave. La mayoría de las decisiones son tomadas arbitrariamente.
Antes al menos disimulaban preguntándole al pueblo. Ahora eso no sucede”. Y ahí
aparece vivita y coleando una bomba de tiempo. Si la democracia es una especie
rara en nuestra civilización, si hay que cultivarla y mantenerla con uñas y dientes,
si requiere alimento diario para no morir de inanición, entonces lo contrario
implica darle palos por todos los costados. Cuando para alguien la política y la
democracia son sinónimos de vileza, de dolo, de mugre amalgamada con lo menos
elevado, quedamos a un paso de populismos capaces de roer la madera más noble
de cuanto ellas suponen. ¿Ejemplo?, lo sucedido en la humillada Venezuela. Los
polvos del pasado, con una clase política y una sociedad civil sordas, de
espaldas a las necesidades de los más necesitados, trajeron estos lodos,
barriales fraguados por unos gobernantes cuya única propuesta es esa torcedura
de la inteligencia llamada “Socialismo
del Siglo XXI”.
Que una caterva de imbéciles, gente que se
sirve de la política, que se empina sobre la democracia para medrar y
enriquecerse, que está dispuesta a engañar, arrasar y destruir haya tenido alguna
vez público de sobra para sus sandeces, lleva en las alforjas el germen perfecto
para socavarla. Van a ser muchos quienes, decepcionados por los magros
resultados de nuestras enclenques democracias, paren las orejas ante el
relumbrón de caudillos, iluminados, hombres fuertes y demás bichos en la espesa
fauna de los Castro, los Chávez, los Perón, los Trump, los Ortega y dejémoslo
hasta aquí por razones de mínima asepsia.
Alcanzar la democracia es infinitamente menos
complicado que conservarla, no cabe duda, lo cual exige estar alertas,
pendientes mañana, tarde y noche, porque ella, hay que repetirlo mil veces, no
es vacuna contra la peste de autoritarismos, fascismos, populismos y demás ismos que en el mundo han sido.
Leo también en El País Semanal lo que escribe Rosa Montero: “la única manera de
luchar contra la deriva ultra de los Trump y los Brexit es la regeneración
democrática”. Créeme, no le falta razón. A ver si de una vez espabilamos.
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