Hay gente que vende a su madre por
triunfar. Vaya uno a saber qué vericuetos cobran forma en la caja craneana de
algunos, pero en fin, desde que tengo uso de razón me atrajo mucho más el
fracaso -o cuando menos el no dar del
todo en el blanco- que cruzar la meta
antes que los demás.
Quienes se desviven por alcanzar sus sueños
guardan entre ceja y ceja cierta condición robótica, es decir, tengo la
impresión de que saltar la verja que da al mundo de los proyectos cumplidos
lleva en las entrañas bastante de quehacer condicionado, kilos de Pavlov
haciendo de las suyas toda vez que te desvives por la medalla o los aplausos.
En el fondo suena siempre la misma campanita, cling-cling, y otra vez salivación,
otra vez la línea del horizonte que te guiña un ojo, que te llama con el dedo
mientras se alza un poco la falda, cruza las piernas y te deja ver las medias negras hasta lo más profundo de los
muslos. Pavlov a pleno día cuchillo en mano, digo para que despabiles.
Caer, no necesariamente con estrépito, es lo normal, es esta realidad monda y
lironda que te da un coñazo a cada instante en la nariz. Sin embargo no falta
alguien empeñado en pervertir, en trastocar, en transitar de triunfo en triunfo
de modo que esos pequeños fracasos terminan convertidos en vivencias
infernales. Cuando perder bien puede transformarse en punto de apoyo para al
fin ganar, ciertos imbéciles están ahí
enarcando las cejas a lo Bogart, porque así es el negocio, viejo, porque
debe ser ganancia diaria, en cash para
remate, cigarrillo ladeado de por medio, mira tú, que si te descuidas me quedo siempre
con la chica guapa.
Pero decía arriba que prefiero el halo gótico
y mediocre de algunas historias particulares al relumbrón de los flashes tan
ansiados por cualquiera. No sé tú, pero jamás he concebido esto que se llama
vida como gabinete para exhibir lauros. Debe ser porque los de verdad no caben en ciertos
espacios cuadriculados. Y entonces volvemos a lo mismo: el hilo de algunos
esfuerzos en vano resulta mucho más interesante, humano, curioso y digno de
emular que el final rosadito al puro estilo muchacho de la película.
Todo evento que termina con bonita música
de fondo es asimismo un relato de fraudes agazapados. Los finales risueños son
también el engendro de opacidades que conviene más esconder bajo la alfombra,
no vaya a ser que tanta carcajada acompañada de buen vino se torne grisácea al
contacto con el sol resplandeciente. No sé, la verdad es que no sé. De niño me
simpatizaron los segundones, los últimos de la fila, los creadores de tramas
que se imponen a codazos y a mordiscos, sin cámaras que les sigan los pasos, y
ellos me caen bien desde esos tiempos. No brillar en los noticieros va siendo
sinónimo de esa cosa magnífica, llámala como quieras, que encuentras en medio
de las piedras o a milímetros de las espinas, pienso y sostengo. Lo demás es
huevo de pato, moco verde embadurnando pañuelos de seda, perfume transitorio
entre los senos de la dama.
La otra vez, leyendo uno de sus cuentos, el
gran Benedetti me salió con esto: “en toda victoria histórica hay algo de
turbio, de injusto, de obsceno”. Entonces sí que me agarró por las pelotas, el
muy cabrón. Por eso me gusta la cara
oculta de la Luna, el envés de la trama, la dulzura que suelen llevar encima
ciertos nobles fracasos.
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