Hay gente que vive enamorada y eso es
bueno. Por supuesto, hablar de amor no pasa necesariamente por el cedazo de la
relación de pareja. Que un hombre o una mujer, o un hombre y un hombre, o una
dama con otra dama se metan de cabeza en los vericuetos del corazón, pues muy
bien. En fin, que de amores (y desamores, claro) está hasta las narices el
universo, de modo que hoy me dio por hacerle cosqu8illas a tales asuntos.
A mis cuarenta y siete vueltas al almanaque
estoy casado, con hijos, trabajo y toda la parafernalia. A falta de perro,
Daniel, mi hijo menor, tiene un hámster y créeme que al pobre sólo le falta
ladrar. Con mi pareja pienso envejecer, a no ser que un mal día me ponga de
patitas en la calle, Dios y los santos me libren, pero otros amores -todo hay que decirlo- me atravesaron de cabo a rabo desde que tuve
uso de razón.
Vamos a ver. De chico me enamoré de un
maniquí, de mi maestra y de una actriz de culebrones, en ese orden. En la calle
Miranda de Upata, cruce con unión, la tienda La Selecta disponía para sus
atuendos ciertos maniquíes de muy buen ver. Recuerdo a Lucía, una muñeca
blanquísima y de formas que me dejaban boquiabierto. La bauticé Lucía ve
tú a saber por qué, y cada vez que salía
de casa y me daba de frente con la vitrina que era el hogar de mi amada, soñaba
con que alguna vez saldría de ahí para vivir por fin nuestra historia de amor.
Después rodé cuesta abajo por una maestra
en cuarto grado. Ya a esos años, mis ocho o nueve, disfrutaba con la silueta de
sus piernas insinuadas a través de una ajustada falda colada bajo el
escritorio. Por aquella maestra, compañero, vislumbré lo que era patear la
calle de la amargura. Iba feliz al colegio pero hasta ahí, nada de coger
apuntes o concentrarme en lengua o geografía. Me hice experto en soñar
despierto, en deambular lelo, en papar moscas y en imaginar que la maestra
descargaba a cada instante una punta de caricias sobre mis mejillas, sobre mi
frente, sobre mis cabellos rulos. Menuda inocencia entremezclada con erotismos
incipientes.
Pasado el tiempo, a los diez u once,
terminé fulminado por Amanda Gutiérrez y sus apariciones en el canal ocho. Era
la belleza personificada, una especie de Venus televisiva que hacía acto de
presencia, diosa total, en mil capítulos de una serie que no estaba dispuesto a
perderme por nada de este puto mundo. El romance duraba hasta el ocaso de la
telenovela. Entonces fin de la historia, adiós Venus y sus carnosidades,
bienvenida la resaca.
De amores y amoríos cada quien tiene su
historia y bueno, la mía lleva en las alforjas el recuerdo de tres gestas que
me reventaron el piso. No sé si las maestras de ahora guardan el sello de la
sensualidad. En las actrices de estos tiempos extraño el garbo, aquella mirada
lúbrica, punzopenetrante, y la estampa chorreante de erotismo de Gutiérrez, pantera
de la tele. Y aunque no todo tiempo pasado fue mejor, cierta nostalgia me
agarra por el cuello para remarcar entre brumas las figuras de una hembra. Hay
que ver, los laberintos de la memoria. Hay que ver.
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