Como estamos acostumbrados a nuestra
estatura, miras con los mismos ojos el horizonte que tienes enfrente. Yo, que
alcanzo 1.83, tengo un particular punto de enfoque. Tú tendrás el tuyo, y así.
Un amigo rompió todos los esquemas al
respecto. “Verás” -me dijo un buen día-,
“no hay nada mejor que ubicarte a ras del suelo para hallarle otro sentido a la
existencia”. Mi amigo, que tiene cara de distinto pero no de atolondrado, lleva
una punta de años dale que te dale, observado cuanto le rodea desde planos que
en nada se parecen a los típicos, esos que tú o yo nos embolsillamos y
transformamos en costumbre porque no abunda, qué le vamos a hacer, eso que
llaman ojo clínico, creatividad, imaginación, y ya, dejémoslo hasta aquí.
El bueno de mi amigo acostumbra echarse de
espaldas sobre el piso para ver mejor. Y a veces, créeme, lo encuentro gateando
por la biblioteca de su casa, o hurgando entre las patas de los muebles, o
haciendo piruetas bajo el escritorio. Total, cuando le pregunto al respecto
siempre termina por lanzarme idénticas respuestas: es desde el piso como puedo
figurarme otros ámbitos, diversas regiones jamás imaginadas, nuevos planos inexplorados
de las cosas.
No, mi amigo no necesita del psiquiatra. En
la única ocasión en que se lo propuse, hace ya más de veinte años, se tomó a
pecho mis palabras y al día siguiente fue y sacó la cita. Él y su tratante
terminaron discutiendo ciertos problemas de la vida en cuclillas, y en
ocasiones acostados boca abajo, reptando sobre la alfombra del consultorio, de
modo que el discípulo de Freud aprendió una nueva técnica, tan eficaz según
confesó él mismo después como la hipnosis o el psicoanálisis.
Es que se cuenta y no se cree, repite cada
vez que nuestros encuentros nos llevan a tocar el tema. Hay
ángulos invisibles en una cafetera o una ducha cuando te metes de cabeza en la
atalaya de lo común, del día a día, y de pronto puntos de fuga, giros
particulares, planos renovados que cobran los objetos si vislumbras tu mundo a
la altura de un niño pequeño, pongo por caso. Tonos de luz, caminos nunca antes
andados, sendas apenas descubiertas por el ojo de la monotonía.
Ya ves, mi amigo tiene bastante de filósofo
aunque ni siquiera lo sospeche. La verdad es que -para qué decir sí si no- son más las veces que me he rendido ante el
peso de su convicción que las ocasiones en que, atravesado por la lógica
aprendida en el colegio, intenté desbaratar su modus operandi. De cualquier modo, cada quien con su cada cual, al
punto de que yo soy yo y mis circunstancias, como dijo el otro, y mis
circunstancias están plagadas de dos más dos igual a cuatro, y cuatro y dos son
seis, y pienso, luego existo, todo adobado con ciertas monsergas de lo más académicas,
planchaditas y almidonaditas, fíjate cómo van siendo las cosas.
Mi amigo, cuando el nivel de nuestra charla
finaliza en puntos muertos, es decir, conmigo frunciendo el ceño más de lo
debido, se agacha sin anunciarlo, continúa escuchando lo que parloteo, enciende
un cigarrillo y asiente sin dificultad.
A esas alturas su argumento resulta irrebatible. Y pasamos a otro
asunto.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario