Hoy vengo en plan de malas pulgas. Sucede
que llevo dos décadas en esto de trabajar en universidades, de dar clases y
toda la parafernalia. Estoy harto de hallar gente que sabe mucho y ahí se queda,
sin brillar, como si nada, dando por
seguro que somos polvo en el viento, y gente con la arrogancia erigida en
rascacielos. Hay que ver todo lo que se te pone enfrente en un salón de clases.
El otro día estaba dale que te dale a las
ideas, al delicioso quehacer -cuando lo logras- de promover el pensamiento, la
discusión, el toma y dame natural que, bien entendido, obliga a asociar A con B
para llegar a C. Me refiero al uso discrecional de las neuronas. Entonces, como
casi siempre ocurre, levanta la voz un sabihondo oriundo ve tú a saber de cuál
hoyo epistémico, y dice blablablá, y frunce el ceño, y enarca las cejas, y
escupe frases con magnífica latonería pero con octanaje a ras de suelo.
Perdí la cuenta de las veces que he lidiado
con tales personajes. Si no fuese porque el semestre es largo, la cosa no
pasaría a mayores: egos estrafalarios abundan y no hay demasiado por hacer. Sin
embargo la cosa se complica en función de la constancia de semejantes
individuos. Continúan abriendo la boca, insisten en alumbrar el universo con su
ilustración. Lo saben todo, lo han leído todo, lo tienen todo en la punta de la
lengua, por lo que el mundo existe para sucumbir ante sus revelaciones. Hay que
joderse, y claro, hay que rebelarse.
Cuando entran en escena pienso en Borges.
Viene de perlas aquel señor Funes, incapaz de olvidar hasta las mínimas tonalidades
de las hojas de algún árbol cuando le daba la luz a las cinco de la tarde, en un
enero cuarenta años atrás. Funes, máquina infernal cuyos engranajes producen
recuerdos a modo de salchichas. Éste, el de mi aula, rebana lecturas, zas zas,
como charcutero en su elemento, lleva en el lomo páginas y páginas, vomita
oraciones al mejor estilo de predicador en plaza pública, y ya, y punto, sanseacabó.
Es que hay estudiantes –también profesores, todo es bueno decirlo-, hay gente
convencida de tener a Dios cogido por las barbas. Lo que soy yo, me esfuerzo en
ponerlos de una buena vez en su lugar, y mientras más rápido mejor, no vaya a
ser que terminen seguros de que la sala B del edificio de Filosofía es su
particular ágora, su coto personal a la hora de emitir sin ton ni son lo que el
hígado dicte en función de los relojes. Ni en sueños.
Existen pieles refractarias a toda
humildad, impermeables a esa verdad entre fascinante y aterradora de sabernos
mínimos. Tengo la impresión de que mientras más tontos son algunos mayor es el
reflejo torcido que de sí mismos vuelca el espejo. Otros profesores los
soportan con resignación, porque están ahí, porque ocupan un pupitre y porque,
en fin, tienen el derecho de manifestarse. Pues bien, estoy de acuerdo, aunque
me reservo el placer de patear egos indecibles.
Leer por el placer de hacerlo, escudriñar los
recovecos de las ideas, de eso que otros han pensado a lo largo de sus vidas,
con enormes sacrificios, con el gesto humilde de apenas atreverse a emitir
juicios largamente sopesados, todo ello, y más, implica un reconocimiento: que
el saber requiere silencios, reflexión, huida de las poses y los flashes. Que
abrir la boca para impresionar va de la mano con la estupidez. Hace tiempo que no estoy dispuesto a dejar
pasar gato por liebre. Decir lo que piensas es valioso y tomo para mí la sentencia
de Voltaire cuando dejó sentado que detestaba lo que otro decía, pero detestaba
mucho más que por X o Y no pudiera decirlo, aunque fuesen idioteces. A estas
alturas toda señorita o caballero tiene luz verde para iluminar la sala, para
restregar su genio a media humanidad, pero con la condición de estar dispuestos
a escuchar lo suyo. Justicia por los cuatro puntos cardinales. Que me den, que
ya daré.
Me quedo con quienes tienen por seguro que
no saben nada, o muy poco de todo. Quizás esa sea la máxima a tener en cuenta,
que las ideas, que el saber, que los libros existen para acercarse a ellos con pasión
pero también con cautela, guardando la certeza de que pueden torcerte el
pescuezo y que el intelecto es una alambrada de púas muy capaz de rajarte el
pellejo cuando menos lo esperes. Lo demás es tontería a la enésima, bodrio cargado
de autosuficiencia desechable. Y ahí permanece.
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