Cuando se gira el picaporte se abre también
el sésamo de mundos que exigen de visión periférica. A veces, claro, la
periferia dice más que el centro, asunto en pocas ocasiones tratado con la
justicia que merece.
Cuando giras el picaporte giras además el
universo, y en esa apertura los duendes de mil jardines que se bifurcan bailan calipso y sonríen a la manera de los grandes amigos. Pienso en músicos que
crearon sello improvisando o en escritores capaces de sacarle punta hasta a las
piedras en eso de decir, exprimir, contar, no dar todo por sentado, etcétera,
etcétera, etcétera.
Para girar el picaporte hacen falta manos
pero sobre todo cierto candor entremezclado con anhelos varios, últimamente
poco vistos en los alrededores, porque girar el picaporte supone en
tremendísima medida la disposición de dos estadios sin los cuales todo va a
parar al carajo. El primero, girar y empujar el sésamo. El segundo, girar y
empujar sin perder de vista que girar y empujar trasciende el significado de este
par de verbos tan comunes, corrientes, escuetos y percuetos.
De modo que ahí lo tienes: giras y entras,
navegas en las aguas que el don de la curiosidad o la osadía ponen a un palmo
de tus narices o te quedas plantado, como si nada, lo más parecido a esa fea
palabra conocida como inmovilismo, sinónimo de petrificado, equivalente a
mansedumbre, lo cual no tiene por qué ser bueno o malo en absoluto. Simplemente
es.
Total, haciendo las sumas y las restas, que
girar el picaporte guarda para sí la acción y efecto de estrellar los dientes,
a modo de mordida, contra una superficie sólida por donde la mires, ferrosa
hasta más no poder, cargada como puedes observar de una dureza extrema y
peligrosa, cuestión que pide a gritos un caldo elaborado a base de atrevimiento,
cuando no de temeridad monda, y también lironda. ¿Sí? ¿Me explico? ¿Patinamos todos en el mismo
charco?
Para girar el picaporte colocas una o ambas
manos -tú eliges-, aplicas un golpe hacia abajo con fuerza y
luego empujas vista al norte, rumbo al horizonte, ese mundo acostado que se
despliega enfrente, con foco en la diana donde confluyen todos los puntos de
fuga reales e imaginarios. Y sientes la brisa, los dedos que te despeinan entre
soplidos, susurros, chubascos, nubarrones o sol meridional. Sigues eligiendo.
De adolescente aprendí a girar el
picaporte, cosa nada fácil si a ver vamos porque nadie dijo que asomarse al
balcón o a la ventana garantiza algo. Girar el picaporte es sólo eso, girar el
picaporte, con el infinito a cuestas y los poros cargados de latidos, pulsiones,
esos bichos gelatinosos cuyos verdaderos nombres tengo la impresión de que aún
no fueron inventados. Giras, empujas, entras y ya. Rompes la quietud,
resquebrajas el témpano, traquetean los
engranajes debido a que al final otros relojes marcan a plenitud las
horas.
Ruuuuuaaaacccccc, giras el picaporte,
empujas, entras, y a la historia se le ocurre empezar. No sé si me explico.
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