Tengo dos hijos con los que suelo largarme
a algún café para sentarnos a leer. Y cuando leo, enciendo mi pipa, el calor
que despide me calienta las manos, disfruto del humo y sus aromas, enarbolo el
rito que supone fumar como Dios manda. Entonces me increpan, me preguntan, me
averiguan, ¿por qué llevarse a la boca un artefacto tan raro como misterioso?
Desde esas interrogantes me da por pensar.
Es decir, por pensar sobre el acto de fumar, pipa para más señas, y llego a la
conclusión de que todo pasa por la memoria. En mí, la pipa es sinónimo de mi
padre. O casi. Mira por dónde va el asunto.
Cada vez que elijo lugar y mesa para
contemplar, para leer o escribir, cada vez que acto seguido saco la pipa de mi
bolso con el hedonista objetivo de gozarla, en el fondo lo hago en honor de mi
viejo y a propósito de los años en que lo veía encender la suya como si de
expresar un mantra se tratara. Entonces los recuerdos se materializan, me
agarran por el cuello y ahí aparece el taqueador, por ejemplo, instrumento que
usaba a manera de herramienta compactadora del tabaco y que a mí -tendría yo siete u ocho años- me parecía el objeto más extraño e inútil de
este mundo. Cuán equivocado estaba. Hoy
en día guardo mi pipa en un estuche de cuero que le perteneció y al sacarla
en esta terraza puedo verlo, como si fuera ayer, deslizar la cremallera con
placer mientras la pipa asoma su belleza y termina por fin aprisionada entre
sus labios.
El humo de la pipa implica el vivo retrato
olfativo de papá y créeme que percibir su olor es como sentirlo aquí a mi lado,
disfrutando de la picadura, paladeando aquel humo que escapaba de inmediato en
volutas de tranquilidad. La nostalgia, sí, es la nostalgia, sin dudas, un bicho
que ataca y muerde y anda poco dispuesto a soltar a su presa así no más.
Leer mientras siento que me desmigajo entre
las páginas, leer casi diluyéndome en el Captain Black o el Caporal (este
último paquete de tabaco no he vuelto a hallarlo en el mercado) equivale a
viajar en el tiempo, supone lanzarme de cabeza y a mis anchas a deambular en el
pretérito perfecto del indicativo, nada menos, lo que es la maravilla de las
maravillas cuando en el fondo permanece el encuentro, la mágica certeza de
conjurar abismos o despedidas para otra vez estar, otra vez ser, otra vez
zambullirme en momentos que terminaron convertidos en arena.
Converso con Camila y con Daniel, les digo
que la memoria tiene sus cosas raras, de modo que es muy posible vislumbrar no
sólo objetos, frases, juegos que apenas transcurrieron hace poco, sino también
afectos, amores, impresiones, angustias, dolores o felicidades desencadenados
por la chispa del humo de esta pipa o la imagen del estuche que un artesano del
cuero ecuatoriano devolvió a sus viejos esplendores. Es lo fascinante de la
condición humana: no estamos sujetos al aquí o al ahora, al contexto inmediato
que nos esclaviza. Tenemos la oportunidad de echarnos en brazos de otros
enigmas, como el de la nostalgia, pongo por caso, y saborearlos, y sumergirnos hasta el cuello en eso que ya no
tenemos a la mano.
Doy unas chupadas, miro a mis pequeños
entregarse a sus lecturas y entonces me elevo entre una nube azul, entre
volutas. Voy al lejano sitio del ayer donde permanecen aún determinadas
sensaciones. Ahí mi padre enciende otra vez aquella pipa y piensa y sueña
quizás con asuntos parecidos a los míos. Sonrío y me digo que nada hay más
parecido a la felicidad. Entonces continúo leyendo. Con Camila y Daniel sigo
leyendo.
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