Fue hace más de veinte años. Estaba sentado
en la sala de espera y frente a mí, en la fila opuesta, aquella chica leía un
libro como si fuese lo último que habría de realizar en esta vida. Apenas metro
y medio nos separaba. Entonces me dio por intentar entrometerme, averiguar qué
diablos llevaba entre las manos, cuál podría ser el gusto literario de aquella
muchacha hermosa que no despegaba los ojos de ese libraco misterioso. Ni por
asomo logré el objetivo. No pude dar con el puto título del ejemplar pero por
cómo enarcaba las cejas y por la sonrisa cómplice que de vez en cuando echaba
al mundo sospeché que la historia se las traía.
Una mujer bien plantada que lee absorta
cualquier cosa es una imagen que de entrada siempre me ha atraído. Y ella estaba ahí, enfrente, ajena a
mis buenas o malas intenciones. Recuerdo que saqué papel y lápiz y algo
escribí, un comentario o poema o qué sé yo a propósito de la chica del
aeropuerto entregada en cuerpo y alma a un libro como los buenos amantes se
entregan el uno al otro. Con el tiempo perdí aquellos rasguños, aquellas líneas
que me acompañaron buena cantidad de años guardadas en la caja de textos, de notas,
de garabatos y ocurrencias que iban creciendo aquí y allá según las ganas, el
lugar, el contexto y la energía que me atraparan. En fin. Hoy he leído un fragmento
de la novela que llevo por la página
doscientos veintitrés y no tengo la menor idea de por qué el fondo de la
historia me hace recordar la tarde de aeropuerto en que seguía viaje para
Mérida, durante mis años universitarios. Leo y hay que ver, me digo: es cierto
aquello de que en lo profundo de la literatura todo humano se mira a sí mismo
con lo mejor o lo peor que se retuerce en sus abismos.
La chica del aeropuerto seguía ahí, como si
nada, haciendo el amor con las palabras mientras yo soñaba maneras de
levantarle la falda transfigurado en metáforas, elipsis, oraciones yuxtapuestas
o versos, hasta construir por fin un todo perfecto, una esfera sin fisuras
cargada de sudores, jadeos, gritos ahogados, flujos al compás del vaivén que
estalla, cuando los encuentros se concretan y punto, sin posibilidad de cosa
diferente.
Sí, algo escribí mientras observaba el
strip-tease de aquella dama. Supongo a estas alturas que sería el eco de cuanto
imaginaba en medio de los puntos suspensivos que marcaban distancia entre los
dos. No lo sé. El enigma de las cosas extraviadas pasa directo por esto: lo que
llegaste a expresar en un momento es irrecuperable y sólo te queda la memoria,
que es una señora voluptuosa, tramposa, llena de encantos por donde la mires, asunto
para nada malo si a ver vamos.
La chica del aeropuerto apenas pasó los
ojos por mi humanidad. Yo, un transeúnte más entre los miles de una tarde como
cualquier otra. Podría, claro, haber intentado abordarla, aprovechar un cruce
de miradas, dar cuenta al fin del objeto -ese libro enigmático- que quizás hubiera propiciado la amalgama
perfecta entre los tres. Pero no. Niet. Nada en lo absoluto.
Cuando los altavoces anunciaron mi vuelo me
despedí en silencio. Le deseé buena tarde, buena lectura y excelente travesía.
Cogí mi bolso, doblé las cuartillas que llevaba escritas, me levanté y le di la
espalda, yéndome tranquilo mientras ella continuaba cabalgando, jadeando ante
el amante que nunca la apartó de sí. La vida continuó su curso y al aterrizar, ya
en Mérida, la tarde como siempre era tranquila y fresca.
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