Hay ciertos lugares que suelo frecuentar
sólo por respirar sus atmósferas. Algunos cafés, por ejemplo. O uno que otro
restaurante. Pasa que cuando me siento en una mesa y digo hola qué tal, un
americano, agua mineral, lo de costumbre, también estoy solicitando otras
cuestiones, intangibles para más señas, que te juro crucifijo en mano son
inexistentes ya en la mayoría de estos espacios, por muy bien decorados que
aparezcan o mejor situados que se precien.
Por mi trayectoria de lector en
cuanto lugarejo con anuncio de macciatos y con leches se atraviese, sé al
dedillo a qué me refiero: los gatos por liebres hace tiempo los echo a
zapatazos y en su lugar he cultivado vista, oído y gusto frente a sitios por lo
común menos vistosos, pero llenos de ese clima que no tiene precio, capaz de
ofrecer buen trato, soledad, conversación si la buscas, respeto por lo que
haces -en mi caso leer o escribir en las
terrazas-, complicidad y sobre todo tacto. Sí, tacto. Y un buen maitre, un buen barman, un excelente
mesero curtidos en el oficio son el mejor sabueso a la hora de olfatear qué
pretende cada quien. Eso, damas y caballeros, no se encuentra a la vuelta de la
esquina.
El Café
de Jerry, pongo por caso. Pequeño, sereno, cuyo dueño, el buen Jerry, es
chef, camarero, confidente, alcahuete y otros menesteres, siempre con palabras
o silencios a la mano en función de tus pulsiones y de tu huella digital como
cliente. O el Sweet & coffee de
la plaza Foch, sobrio y discreto a pesar de la zona en que se erige, o el Tres gatos, nuevo hallazgo que hasta el
sol de hoy cumple a cabalidad con el rasero inamovible que mantengo aunque los
tiempos siempre cambien. En fin, lo que une a cualquiera de estos lugares es la
gente. El incordio de alguien disfrazado de mesero me incomoda, pero la
sutileza, la inteligencia, el buen tino del ya mencionado Jerry, vuelvo y digo,
transforma un café en lugar de peregrinación donde instalar campamento y
trabajar, si es el caso, o ver pasar la vida cuando toca. De la pompa vacía y
salones frufrú huyo por lo general como Drácula ante un racimo de ajos. Pero la
verdad es que me siento como gato ronroneando en su cojín en recovecos que
tienden la alfombra al placer de permitirte estar contigo, con el autor y con
los personajes del libro que llevas entre manos y, por fin, con quien elijas según
te salga de los cojones. Así de simple y
complicado van resultando estos asuntos.
Un café con personalidad es un dinosaurio
en pleno siglo XXI. Existen sin embargo, luchan con puños y dientes en el
intento de recrear el carbonífero, y si tienes la paciencia y el ojo entrenado
te apuesto diez a uno que terminarás encontrándolo. Lo que soy yo, en cada
ciudad he dado en el clavo y ahora mismo disfruto de mi particular trinchera en
éste de la Avenida General de Veintemilla, a dos cuadras de la universidad
donde trabajo.
Todo café que se respete vuela en mil
pedazos ese cliché tan apreciado en estos días: sólo considerar ambientes que
duplican lo prescrito por revistillas de moda o sugerencias de mercadeo
efectivo. Quiebro lanzas por los de toda la vida, donde he navegado a mis
anchas sin la intromisión de esa baba pegajosa capaz de inundar los sentidos,
urticar la piel, anular el pulso que requiero para poner en orden ciertas cosas
importantes. Lo demás es historia pasajera, hendiduras sin calado, y va siendo por
supuesto nada.
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