Aunque no tengas conciencia del asunto
vivimos subordinados a los instrumentos. El mundo feliz o trastocado que
imaginaron inventores, pensadores de pelajes variopintos o locos entregados a
soñar un universo controlado por las máquinas, no anda demasiado lejos. Qué se
le va a hacer.
El otro día me dio por desprenderme de la
civilización. Con todas las ganas me eché de cabeza en brazos de un experimento
fabuloso. Primero lo planeé en mis ratos libres, intenté darle forma en ese
espacio mágico que llevamos dentro -la
imaginación, claro está- gracias al
preciso mecanismo que pintan millones de neuronas. Luego trascendí caja
craneana y fui a parar al plano de las concreciones, con el único propósito de
respirar más y mejor (respirar más y mejor es una frase que uso a falta de otra capaz de sustituirla con
acierto). En fin.
Un día, sólo un día sin reloj, sin
teléfono, sin leer los periódicos, sin tv, sin
computadora y otros artefactos parecidos. Un día como todos los días:
levantarse para ir al trabajo, ducharse, peinarse, vestirse, despedirse de
todos con un beso pero eso sí, de espaldas a manecillas, piñones, engranajes,
enchufes, tornillos o chips capaces de marcarnos como nada el día o la tarde,
capaces de urticarnos con cuanto ocurre o debería ocurrir aquí y al otro lado
del planeta. Veinticuatro horas en las que el tiempo se trocó en fisonomías
indescriptibles. Las horas, piénsalo un instante, transcurriendo arrastradas
por el mero azar. Esa brújula que nos orienta echándose una siestecita de lo más
extraña y entonces ahí nos vemos, en el fondo de lo que vamos siendo, a la
escucha del rumor de otras estancias, al son de pulsiones no menos
inquietantes.
Quién iba a decir que cronos es una masa
pegajosa. Créelo con todas sus letras, una especie de crema batida que se
expande sobre el pan de cada segundo impulsado por algo diferente de los
minuteros.
Cuando un reloj vuela en mil pedazos queda
en su lugar el hueco de posibles formas nada más prefiguradas por lo que te
empeñas en crear. Supongo que algo como esto va de la mano con la libertad.
¿Tiempo libre? No, no, no, el tiempo libre importa aquí un pepino. Por mucho
que hagas o no hagas, la médula de la cuestión radica en patearle los huevos al
Casio, al Citizen, al Seiko o al Blancpain, orgullosos, felices y sonrientes desde la pared, o desde tu muñeca. El sitio es
lo de menos.
Juro por todos los dioses que el
experimento ha sido cualquier cosa menos fuera de lugar o sin sentido. Al día
siguiente, al despertar, cuando me colgué el Tissot encima y di el último sorbo
de café mientras escuchaba el noticiero de las siete, cuando terminé de
anudarme la corbata y salí en estampida
para la oficina, el reloj de la avenida 12 me sacaba la lengua entre divertido
y malintencionado. Comprobé otra vez que el tiempo es un bicho maloliente, sadicón
e interminable. Entonces proseguí como si nada.
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