La gente busca por todos los medios
comprender. Desde las matemáticas a la pareja, o el sentido que quiso darle
fulano de tal a sus escritos, comprender ha sido el motor que mueve a esta cosa
que llamamos mundo.
Pues no. Comprender es el punto final de
una aventura que, de no contar con semejante acabóse, crece y crece y se
expande como un gas o, para darles un ejemplo literario, llega hasta las nubes
de forma parecida al árbol de habichuelas en aquel cuento de la infancia. Al
diablo toda comprensión y al fuego cuanta exégesis guindada de los pelos
merodee a un palmo de mi caja craneana. De hermeneutas y maniáticos está lleno
el patio pero qué va, conmigo no cuenten. He comprobado que el horizonte se
hace mucho más infinito cuando la falta de entendimiento lo horada sin orden ni
medida, hasta que la vista alcanza, jadea, se aplasta contra la nada.
Cierta vez me dio por intentar comprender a
diario. Comprender ecuaciones diferenciales, comprender la relojería del
cerebro femenino, comprender el misterio de la Santísima Trinidad, comprenderme
a mí mismo. En fin. No hay que decir lo rudo que pintó el paisaje, la nula
claridad que logré obtener luego de semejante atrevimiento. Comprender,
linterna en mano como si fuésemos Diógenes actuales equivale a perdición tan
completa, tan segura, que sólo tienes que salir a la calle para comprobarlo.
¿Qué comprendes tú? ¿Qué comprende él? ¿Qué comprendemos todos? ¿Qué
comprendes, Méndez?
Cuando mis estudiantes confiesan que no
pudieron comprender a Epicteto, que les resultó imposible entrarle a Kant, que
ni en cinco vidas lograrían hincarle el diente al Tractatus Logico Philosophicus, les doy una palmadita en el hombro
y los convido a unas cervezas. No lo vas a creer, pero toda comprensión es
inversamente proporcional al ánimo de entendimiento absoluto, elevado al cubo,
de quienes buscan conocer a cualquier
precio. No sé si me entiendas -ni falta
que hace-, pero a tal conclusión llegué después de muchas lunas. Tampoco me
pidas que lo explique -no serviría de
nada-, porque habrás notado ya que el cerebro poco tiene que ver con el asunto.
Y así.
Cuando medio mundo se rebana los sesos en
procura de agudizar el intelecto y machacar los secretos de cuanto le haga
fruncir el ceño, yo enciendo mi tabaco y sonrío feliz. El otro día se lo
confesaba a un primo, semanas después a un amigo íntimo, y fíjate que ambos
reaccionaron con displicencia, tosieron, cambiaron rápidamente el tema y, en nobles
gestos de comprensión hacia mí, terminaron por disimular su desacuerdo, su
lástima, su preocupación por cómo yo, antaño racional, calculador, planchado,
almidonado y cartesiano hasta los huesos, derivé en esto que no tiene pie ni
mucho menos cabeza. Es que para comprender, como diría Kafka, hay que irse lejos para seguir aquí.
Eso: pie y cabeza. Desde que me convencí de
lo evidente -pie y cabeza dependen de
variables demasiado escurridizas-, soy un hombre que por fin halló la luz.
Entonces duermo como oso, pienso como me salga de la entrepierna y gozo más del
sexo y los atardeceres. Quién lo hubiera dicho a estas alturas. Quién lo
hubiera imaginado.
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