Pulsó el botón, eligió cociente
intelectual, estatura, carácter, disposición para una buena salud en general y
tiró de la palanca. Una cápsula blanda, como las que antaño funcionaban a
manera de píldoras-medicamento, emergió de la máquina tragamonedas. El óvulo
fecundado era denso, gelatinoso, una especie de caldo espeso que hacía recordar
el mundo primitivo en que surgió la vida.
Pensó en la isla de Margarita, paraíso del
Caribe. Contempló paisajes, cocoteros despuntando a contraluz en el poniente.
Sintió el oleaje lamiéndole los pies mientras daba algunos pasos por la playa.
A lo lejos tres barcazas de tamaño respetable y un velero de menor calado
cortaban el agua atravesando la bahía. Cliqueó enter y al punto, titilante, apareció la clave que llevó al lector
láser de la computadora. Cerró los ojos, pasó por el escáner incorporado a la
máquina para estos casos y de inmediato el olor a sal, a yodo, la luz del
mediodía, la brisa marina haciendo de las suyas.
Soñó un lugar inexistente, ciudad
amurallada parecida a la de aquellos días del Medioevo. Cafés, fuentes de agua,
jardines colgantes en las calles, libros, conciertos, vino tinto de un sabor
profundo, dulce y amargo a la vez, como un ponto apenas inventado por cierto
Homero de los nuevos días. Imagina, vislumbra, siente, presiona la tecla azul
donde puede leerse go, y ahí va, al
sitio concebido dos minutos antes.
Augusto Pérez Roth es un hombre de mediana
edad, un hombre como otros. Construye el universo a su imagen y semejanza, da
cuenta día a día de sus afectos, de sus desesperanzas, echa mano de las
oportunidades cuando puede y, en fin, vive aplastado por la velocidad del
presente, que siempre ahoga y a veces mata. Sin temor a equivocarme puedo decir
que es un ser metido de cabeza en el mare
magnum de su época, cuya telaraña lo cubre como traje a la medida. Augusto
Pérez Roth es, qué duda cabe, un digno representante de su tiempo.
Subasta de antigüedades en una calle de El Cairo.
Por supuesto, desea como nadie estar ahí. Introduce la contraseña en el
teclado: como por arte de magia bullicio, aromas de especias que atacan la nariz, objetos conocidos y extraños apareciendo alrededor en medio de un callejón
ruidoso, largo, que se extiende de izquierda a derecha y enseguida el idioma
milenario, áspero, un árabe que a la postre es el mismo (¿lo es?) que una vez
habló el profeta o los oficiantes modernos del extraño rito en que ha derivado
la antigua religión.
Escuchó tonos de voz, conocidos, presentes
en esa masa informe que a veces termina siendo la memoria. Recordó esquinas,
vio las casas de sus antiguos compañeros, bares, plazas, cines, rostros. Era su
pueblo, el de la infancia, un sitio del que joven aún se despidió para no
regresar nunca, siempre con la idea de exorcizar viejos amores, dolorosas
rencillas, hondos conflictos que en ocasiones aplastan sin remedio. La tecla
adecuada, otra vez el botón go y sin
demoras el viento pueblerino alborotando sus cabellos.
Luego, mucho después, recordó lo que se lee
en enciclopedias de silicio y ha observado en hologramas de historia universal:
un tiempo en el que era imposible no volar, no navegar o no lanzarse a recorrer
kilómetros de carretera, sólo por dar un ejemplo, si querías llegar a algún
destino. Imaginó los días en que resultaba imprescindible hacer el amor, unir
los cuerpos, fundirse en orgasmos que desconocía si llevabas la intención de
procrear. Contempló su realidad, suspiró, frunció el ceño en la sospecha de que
un mundo mejor quizá podría llegar aún. Entonces ahí, en el sillón de
terciopelo verde donde se hallaba reclinado, durmió como niño de pecho. Al
despertar todo permanecía igual, como si nada.
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